De inquisidores en Colombia y dictadores en Rusia

 

Nuevamente encerrado en casa por un confinamiento prolongado, debo desenredar mi mente con otras cosas. Y a falta de poder trabajar en el laboratorio, han salido un par de temas políticos que rondan en cuanto a libertad de expresión y derechos humanos. Ambos son escenarios cada vez más maltratados en nuestros tiempos, y aunque últimamente el moralismo victimista de algunos sectores de justicia social ha contribuido de forma penosa a que así ocurra, haciendo daño al debate público, no olvidemos que desde la esquina más conservadora de la derecha está el verdadero peligro a gran escala y largo plazo.

Para ilustrar este tema, tengo dos ejemplos recientes: uno en Colombia sobre el constante conflicto entre la libertad de cátedra y las clases políticas más conservadoras; y otra en Rusia, fruto de décadas de concertaciones entre Vladimir Putin y las autoridades religiosas, pero que sirve a su vez como un sello de las problemáticas de mezclar religión y política, y de la amenaza que suponen los coqueteos del protestantismo evangélico en América con los movimientos derechistas y postfascistas de los últimos años.

1. A mediados de febrero, la Jurisdicción Especial para la Paz (JEP) publicó un auto en el que documentaba la cifra de ejecuciones extrajudiciales por parte de la Fuerza Pública, los llamados “falsos positivos”, entre los años 2002 y 2008, donde se registró el mayor incremento de estos casos, llegando a una cifra estimada de 6.402 personas asesinadas para ser registradas como bajas en combate durante los años más intensos de la Seguridad Democrática del gobierno de Álvaro Uribe, por lo cual el ahora expresidente y exsenador levantó nuevos ataques contra la justicia transicional nacida a partir del Acuerdo con las FARC.

Hubo muchas críticas, en parte por ser una cifra superior a lo que se registraba en listas de otras entidades como la Fiscalía, y en parte por oficializar lo que medio país sabe y le importa: que durante la era Uribe, el Ejército fue más propenso a cometer estos delitos. Como sea, las cifras pueden subir o bajar a medida que se estudien más casos, pues la cifra alcanzada por la JEP se obtuvo contrastando listas y fuentes, y es típico en las justicias transicionales que el número de casos de violaciones a los derechos humanos se terminen encontrando muchos más de los registrados en un inicio. Lo cierto es que, por mucho que desde el uribismo se busque desestimar a la JEP y el Acuerdo, las víctimas registradas son un hecho comprobado y comprobable.

Teniendo ese contexto, una docente de Ciencias Sociales de la ciudad de Cali envió a sus alumnos de noveno un taller sobre participación y responsabilidad democrática enfocado en el tema de los falsos positivos en Colombia –preguntando, en primer lugar, lo que significa el concepto de falso positivo en general-, las implicaciones con el Gobierno de la época y su relación con la JEP y la verdad sobre el conflicto colombiano. Esto, por supuesto, no pasó inadvertido en redes por seguidores del uribismo y políticos del –dizque- Centro –dizque- Democrático, desatando una discusión sobre el “adoctrinamiento” contra el Ejército y el legado de Uribe que se ejerce sobre la juventud desde las aulas escolares, amenazas de muerte contra la educadora, y renovando la constante lucha que tiene la derecha colombiana con la Federación Colombiana de Educadores, Fecode. Por su parte, el rector del colegio donde se entregó el controvertido taller respaldó la decisión de la profesora y rechazó las acusaciones de adoctrinamiento, manifestando que la intención con los trabajos en la asignatura es “organizar procesos didácticos y pedagógicos para que los estudiantes puedan sacar sus conclusiones”.

Como comentaba, la derecha colombiana, y en especial el uribismo, lleva décadas peleando contra la libertad de cátedra en la educación colombiana por la postura crítica que suelen tener los miembros de Fecode con el gobierno; no olvidemos que hace un par de años un representante del –dizque- Centro –dizque- Democrático presentó un proyecto para reducir la libertad de cátedra, castigando a los docentes que hagan comentarios políticos en el aula, bazofia que se hundió sin miramientos. Por ello, era de esperarse que presentaran el mencionado taller como un ejemplo de los programas de adoctrinamiento que desde Fecode se hace con los estudiantes, en las escuelas y las universidades (ignorando, claro, que Fecode no tiene presencia en el entorno universitario), y que buscan convertirlos en militantes de izquierda. ¡Vaya, incluso alguien sugirió que ese taller los impulsaba a ser subversivos! ¿Y todo por qué? Pues… porque pedían a los estudiantes leer en investigar sobre los “falsos positivos” y la responsabilidad de Uribe.

Y al final es que el problema es ese: que a los del poder no les gusta que la gente investigue y se cuestione sobre el papel del Gobierno en crímenes de lesa humanidad, como si fuera un pecado aceptar que quienes nos dirigen no son más que humanos. Diseñar un taller para fomentar el debate y la responsabilidad democrática no es discriminación contra el ex mandatario de los hechos que se cuestionan: es darle a los estudiantes la suficiente conciencia política y conocimiento de la historia de su país para formarse un criterio propio. Esa es la esencia de la pedagogía.

Dejémonos de tonterías: sí, los crímenes contra la población civil por parte de la Fuerza Pública no son algo nuevo, pero no hay duda en que las cifras se incrementaron bajo los incentivos ofrecidos en el Ejército durante el gobierno de Uribe, y en especial un tipo particular de crimen, como era ejecutar civiles para presentarlos como bajas de combate, algo a lo que llamamos ejecuciones extrajudiciales no sólo para evitar los eufemismos descarados, sino porque en derecho internacional –entiendo- ni siquiera hay un nombre concreto para lo que hacía el Ejército colombiano.

Concienciar a la juventud sobre los hechos ocurridos es pertinente para darles una dimensión de sus responsabilidades como ciudadanos, y eso es algo que va más allá del gobierno de turno de la época que se estudie. Por lo tanto, pretender que se censure la exploración de la historia reciente del país es querer que los jóvenes se pongan vendas sobre los ojos mientras les decimos que aquí no pasó nada. Y eso sí que es tendencioso y adoctrinante, pues no es más que pedir la sumisión acrítica de los ciudadanos, algo más cercano a esas dictaduras que al uribismo tanto les gusta criticar, pero a las que se han acercado tanto en acciones y políticas durante el cuatrienio de nuestro (sub)Presidente Duque.

2. Hablando de democracias dictatoriales, a inicios de abril el Presidente de Rusia, Vladimir Putin, firmó a inicios del mes una serie de enmiendas a la Constitución de su país, la cual le permitiría postularme a dos elecciones más cuando termine su actual mandato de seis años, con lo que eterno gobernante, que ha estado en el Ejecutivo desde el 2000, estaría al menos hasta el año 2036 en la silla presidencial (suponiendo que no proponga otra enmienda más). Por supuesto, entre otras cosas, la enmienda, la cual fue apoyada en un referéndum no exento de críticas el año pasado, le permite cerrar de golpe cualquier atisbo de derechos básicos a la población LGBTI, pues no sólo prohíbe el matrimonio y la adopción dentro de las minorías sexuales, sino que además veta el cambio de sexo de una persona en su certificado de nacimiento y obliga a las personas trans que hayan cambiado su certificado a revertirlos al sexo asignado al nacer. En otras palabras, en Rusia los ciudadanos LGBTI pasarán, o más confirman que van a pasar, a ser ciudadanos de segunda clase.

Ninguna de las dos cosas son precisamente una sorpresa. Putin, un ex agente de la antigua KGB durante los últimos años de la Unión Soviética, siempre ha dejado claro que apunta a reconstruir el espejismo del poder de esa nación, aunque lejano del espíritu comunista de los viejos líderes. Aun cuando muchas personas de izquierda lo ven como un contrapeso al imperialismo de Estados Unidos, no debería ser difícil comprender que un sujeto de claras tendencias derechistas, que ha estado involucrado en conflictos recientes con Ucrania y la región de Crimea, y que ha hecho malabares para mantenerse en el poder desde hace dos décadas, es un ejemplo más nefasto de la antidemocracia reaccionaria que ha surgido con el nuevo milenio. Es sólo otro imperialista más, y uno con menos pretensiones de fingir democracia que la mayoría de los líderes gringos con los cuales ha chocado cabezas en su largo mandato, así que sería bueno no dejar de ponerle un ojo crítico tan sólo por el antiyanquismo.

Por otro lado, tampoco es secreto que la población rusa tiene una opinión fuertemente hostil tiene una opinión bastante hostil hacia la homosexualidad, y aunque desde 1993 las relaciones homosexuales fueron descriminalizadas, a partir 2006 las políticas nacionales han buscado por todos los medios invisibilizar a la población LGBTI, prohibiendo la distribución de material que promueva la aceptación de las relaciones diversas a menores de edad, bajo el argumento clásico de Helena Alegría (¿hace falta que lo explique?), vetando cualquier tipo de propaganda LGBTI, restringiendo los desfiles del orgullo y casi criminalizando las muestras públicas de afecto (el Partido Comunista propuso multas y arrestos en torno a ello en 2016, pero la Duma logró rechazar el proyecto). En síntesis, Rusia es quizás uno de los peores países en Europa donde vivir si eres parte de una minoría sexual, más aún con la firma de las recientes enmiendas constitucionales. Y eso que no he hablado de las controversiales purgas y persecuciones en Chechenia.

Pero, el elemento que trae a Putin en esta entrada es un componente sociopolítico ineludible en Rusia, que tiene buena parte de la responsabilidad en las recientes decisiones legislativas, y que es un reflejo tenebroso de lo que podría venir en las próximas décadas para Latinoamérica: el enorme poder de la Iglesia Ortodoxa. Así como Stalin utilizó el poder de la fe como argamasa para unir al pueblo en tiempos de guerra, asegurando por supuesto un control más férreo sobre la población con ello, el Presidente Putin, él mismo un creyente devoto, continuó el acercamiento del poder político a la Iglesia que iniciara uno de sus mentores políticos, Boris Yeltsin, en los 90, refiriéndose a los jerarcas ortodoxos como sus “socios naturales”. El patriarca Kirill I, jefe de la Iglesia Ortodoxa desde el 2009, ha sido una mancuerna política bastante útil para Putin, y a la vez se ha servido bien de él para sus propios intereses, no sólo para incluir la fe en Dios como un elemento fundamental de la mencionada enmienda a la Constitución, y cerrar los grilletes sobre la población LGBTI, sino también para criminalizar actos como la blasfemia, después del caso Pussy Riot, y buscar la prohibición de los Testigos de Jehová como religión en Rusia.

De nuevo, siguiendo e incluso superando el ejemplo estalinista, Putin aprovechó a la Iglesia para convertir un conflicto nacionalista en uno de identidad religiosa, como cuando culpó a los políticos ucranianos de promover un cisma entre la Iglesia Ortodoxa Ucraniana y la Rusa –algo de razón tenía, todo hay que decirlo- apelando a la fuerte tradición e importancia religiosa de Ucrania, sitio de lugares sagrados como la Iglesia de Santa Sofía y las Cuevas de Kiev, y cuna de la misma Iglesia Ortodoxa de Rusia. Sin embargo, el chantaje no le salió, pues la Ortodoxa de Ucrania declaró su independencia en 2019, recibiendo el respaldo del Patriarca Bartolomé I de Constantinopla. La movida fue un duro golpe político para Putin, quien por supuesto aún no se rinde en su visión “neosoviética”, como ha quedado evidenciado por la reciente movilización de una gruesa parte del Ejército ruso a la península ocupada de Crimea, con el fin de amedrentar a Ucrania y a Occidente.

¿Y por qué debería preocuparnos el coqueteo de Putin con las instituciones religiosas de su tierra? Bueno, aparte de usarlos en sus planes políticos, lo que da una vibra de Urbano II que ni te cuento, y que cualquier conflicto potencial donde esté involucrada una potencia mundial pone a sudar frío al resto de países, es importante señalar su proceder como un tenebroso ejemplo de lo que puede ocurrir en Latinoamérica cuando toda barrera entre la Iglesia y el Estado se desdibuja, y las ideas de tolerancia religiosa y libertad de credo se convierten en un simple espejismo.

Putin no sólo se ha mantenido en el poder por dar cierta estabilidad económica al país, o apelar al machismo abundante en la población, sino también por presentarse como un baluarte en contra de la “decadencia moral de Occidente”. Un argumento, por cierto, bastante similar al que esgrime el fundamentalismo cristiano que ha surgido en América en las últimas décadas, el cual, reaccionando a los veloces cambios en materia de derechos y la inclusión de minorías sociales, y capitalizando la frustración de la población con las políticas tradicionales, no ha temido respaldar a políticos cuestionables como Donald Trump, Andrés Manuel López Obrador y Jair Bolsonaro, aprovechando el pragmatismo descarado en época de elecciones para conseguir un espacio de influencia en las políticas sociales.

Hace años que desde esta cancha comento sobre la importancia de separar las creencias religiosas del Estado y promover el laicismo, así como denunciar a aquellos que buscan romper esa brecha y meter sus creencias personales en el ejercicio del poder, y a tantos otros casos donde la democracia se ha visto afectada por credos religiosos. Y si eso no ha servido para convencer a los que aún creen que pedir una sociedad de políticas más laicas, pues creo que el ejemplo de lo que se viene en Rusia debería hacerlos despertar de lo que podría ocurrir en Latinoamérica.

Porque no se olviden: coquetear con las instituciones religiosas para llegar al poder es un juego sucio, y al final todos van a terminar manchados. Sean muy cuidadosos, y por muy progresista que pueda ser su político admirado, preocúpese si empieza a acercarse a alguna iglesia reconocida, porque ese apoyo no será gratis. Y dada la vibra reaccionaria que uno ve en redes, no serán las minorías sexuales las únicas que a largo plazo verían restringidas sus libertades para volver a ser ciudadanos de segunda clase.

-O-

Si hay un tema en común entre estos dos casos es claro: la censura y el silencio. Unos buscan esconder y perseguir los momentos más vergonzosos de la historia reciente del país, mientras que otros censuran y oprimen a una porción de su población, tratando de convertirlos en figuras invisibles que no encajan dentro de su concepción ultraconservadora de nación. Ambos son horribles ejemplos de persecución nacidos de esquinas nefastas de la derecha que, aún en medio de señalar la terquedad autoaniquilante de ciertos sectores de la izquierda por confundir cuestionamientos con prejuicios, son importantes no olvidar.

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