Do Say Gay: una revisión detallada sobre sexo y género (VII): sobre un verdadero intercambio de ideas
Parte I: prefacio
Parte II: niveles
y elementos de la determinación sexual
Parte III: historia
y luchas de la diversidad sexual
Parte IV: mitos y realidades de la comunidad transgénero
Parte V: la falsa dicotomía de “sólo
hacer preguntas” (partes 1,
2
y 3)
Parte VI: entre
feminismos, liberalismos e interseccionalidad
Introducción
Una forma clásica de intentar desestimar las críticas en torno a una discusión planteada es el típico “¿Por qué no lo haces tú?, o “¿Y tú qué propones?”. La idea es que, supuestamente, la ausencia de una propuesta invalida la crítica hacia una idea o sistema de ideas. Y algunos podrían sugerir que, a pesar de comentar mucho una serie de críticas contra los que se presentan como “críticos de género”, no he presentado muchas alternativas sobre cómo dirigirse con inquietudes, dudas o incluso discrepancias acerca de la identidad de género.
A
través de los previos capítulos, hemos planteado de forma secuencial mucha
información en torno a la diversidad sexual. Hablamos de cómo, desde el más
temprano desarrollo, pueden darse combinaciones y expresiones de rasgos en la
determinación del sexo que dan lugar a diferentes orientaciones e identidades.
Presentamos un resumen histórico de la diversidad sexual en las sociedades
humanas, y cómo llegamos al presente; nos enfocamos en la historia particular y
las luchas de la comunidad trans; y la manera en que es vilipendiada e incluso
perseguida en sociedades supuestamente liberales. Finalmente, hablamos del
punto de origen de discursos transexcluyentes y lgbtfóbicos desde las épocas
tempranas del feminismo.
No
obstante, ¿qué sigue entonces? ¿Cómo podemos abordar las inquietudes de las
personas, la necesidad de información que requieren sobre la diversidad sexual?
¿No podemos entonces hacer preguntas, tener dudas? Pues de hecho, todo eso es
posible, pero hay que reconocer que muchas veces o son exageradas o mal
fundamentadas, y por lo mismo llegar a ser dañinas. Hablemos un poco entonces
de algunas más de estas inquietudes presentadas, y la forma en que un debate
sobre aspectos poco entendidos de la diversidad sexual puede darse, sin temores
ni insultos.
¿Son los padres quienes mejor conocen a sus hijos?
En
el tema de la diversidad sexual, es natural que la preocupación de los padres
surja como una de las principales guías a la hora de tomar decisiones sobre la
información a la que deben acceder los hijos. Y es que pocas cosas hay tan
ciertas como el sentimiento de paternidad. Es natural que los padres velen por
el bienestar de sus hijos, y que tal preocupación los impulse a ser cuidadosos
y vigilantes con ellos. Esto, combinado con un relativo desconocimiento popular
que aún se maneja sobre las diversidades sexuales y las identidades de género,
lleva a que muchos padres sean reticentes en cuanto a otras sexualidades.
Ahora,
que los padres suelen tener los mejores intereses a la vista para sus hijos no
significa que las acciones que tomen con dicha meta en mente sean igual de
protectoras, o que estén bien fundamentadas. En primer lugar, porque cuando se
tratan de temas complejos, es fácil ignorar grises y matices y quedarnos con
las partes más simples y comprensibles, lo que por supuesto es complementado
por el difícil acceso a información de calidad sobre el tema. De tal modo, por
mucho que un padre quiera lo mejor para su hijo, si no está bien informado
sobre una cuestión delicada, es muy probable que sus decisiones no sean las
mejores.
En
segundo lugar, los adultos tendemos mucho a minimizar o tener en poca
consideración los pensamientos y decisiones de los menores de edad, y en el
caso de los padres puede ser aún más fácil ignorar lo que sus hijos requieren
para centrarse en lo que creen que requieren. Los consideramos muy jóvenes e
inmaduros, y si bien esto tiene mucho de cierto, no significa que incluso de
jóvenes no tengan suficiente introspección sobre su propia identidad,
sexualidad o neurología. Y si como padre no estás bien informado en un tema
delicado sobre lo que sería mejor para tu hijo, es de esperar que tampoco seas
cuidadoso de escucharlo.
En
tercer lugar, y esto lo sabe cualquiera que esté muy consciente de la propia
diversidad del mundo, hay padres a los que no les interesan los deseos e inquietudes
de sus hijos. Sea por cuestiones religiosas, políticas o de cualquier otra
índole personal, no son pocos los padres que de entrada optar, si los hijos
deciden ser abiertos con ellos, imponerles un estilo de vida completamente
distinto a lo que se les manifiestan. Por supuesto, la falta de información y
la minimización de los intereses del menor sólo empeoran la situación, pero
también existen padres de este tipo que tampoco les interesa informarse bien o
considerar en absoluto lo que puedan pensar sus hijos.
Con
todas estas consideraciones, no es complicado entender por qué los movimientos
anti-LGBT+ suelen recurrir al pánico moral de los padres para engrosar sus
filas. Ha sido así desde décadas anteriores, cuando se creía que la
homosexualidad era una enfermedad, o que los homosexuales eran depredadores
infantiles; aunque han diversificado su pseudoevidencia, los argumentos en el
fondo no han cambiado. Un padre al que le inquietan tantos cambios rápidos en
la sociedad moderna, y que siente que esto podría afectar a sus hijos de forma
negativa, es un padre vulnerable a la manipulación y confusión por parte del
discurso en apariencia sensato y altruista de grupos ultraconservadores o
incluso lgbtfóbicos sin ambages.
Así,
son muchos los grupos que abogan por “derechos parentales”, mientras pregonan
supuestamente defender a sus hijos de la “sexualización” y la “ideología de
género”, presionando por legislaciones que no sólo limitan la educación sexual
en las escuelas, sino además rechazar políticas afirmativas de género para los
estudiantes. Poco se discuten realmente los hechos, porque lo importante son
los “derechos parentales”, aunque complacerlos termine por presionar e incluso
deshumanizar a los niños. Es lo que se conoce en inglés como “la trampa
Alegría”, en referencia a Helena Alegría, la esposa del reverendo en Los Simpson
(ya saben, la del meme “¿Alguien por favor quiere pensar en los niños?”). Es
definida como una distracción retórica que sirve para crear la sensación de
urgencia en el oyente e impulsar acciones que llegan a ser inhumanas, mientras
se mantiene la imagen de virtud moral bajo el ardid de que son los niños los
principales beneficiados.
Un
ejemplo cruel, pero que sirve para entender la aplicación de la trampa Alegría,
es que cuando en el pasado se realizaban las campañas para acabar con la
segregación racial en las escuelas de Estados Unidos, algunos temían que una
población de niños careciese por completo de inmunidad a enfermedades a las que
otra fuese inmune, y que forzar a los niños negros a convivir y mantenerse al
mismo ritmo que los blancos les produjeran daños psicológicos irreversibles. No
creo que necesite resaltar lo monstruosa que le parecerá a –espero- todos los
lectores semejante línea de pensamiento, y tampoco se trata de algo imposible
de concebir hoy en día: sólo hay que ver lo lejos que llegó el PizzaGate, la
teoría de conspiración sobre una red de pederastia y tráfico infantil en la
política estadounidense, que llevó a un sujeto a abrir fuego contra una
pizzería en 2017.
Elementos
en común que comparten también los movimientos anti-LGBT + que recurren al
discurso de los niños y los “derechos parentales” son una cercanía al
extremismo religioso, mayormente cristiano; conexiones y redes de apoyo con
comunidades que sugieren enfoques o “terapias alternativas” a la TAG; y en
Estados Unidos, muchas veces vinculados a la difusión de etiquetas y mensajes
en redes sociales relacionados con teorías de conspiración como el negacionismo
del COVID-19, el Estado Profundo, e incluso el Gran Reemplazo, QAnon, y
visiones antisemitas. No se tratan de movimientos pro-defensa infantil: se
trata de grupos ultraconservadores politizados que buscan revertir los cambios
sociales en materia de derechos sexuales y reproductivos de las últimas
décadas, y que aprovechan la ignorancia de padres en temas de género y diversidad
sexual para impulsar su propia agenda.
¿Significa
esto que un padre que tenga dudas sobre si su hijo puede ser realmente
homosexual, o manifestar una identidad de género distinta al asignado, es
siempre un potencial maltratador o un enajenado? En absoluto. El problema, como
dije, es que muchas veces no tienen acceso a información robusta y bien
explicada sobre sexualidad humana, y es más fácil que un puñado de sitios con
temas simplificados y retórica fuerte le convenza que hay una temible conspiración
para mutilar a sus hijos y modificarlos al gusto de pederastas y degenerados.
Si
usted es padre, y se ha topado con discursos que hablan de que a sus hijos
intentan pervertirlos o sexualizarlos al decirles que cualquiera puede escoger
de qué sexo es a cualquier edad, quizás lo primero sea plantearse: ¿es cierto
lo que estoy leyendo aquí? ¿Cuáles son sus argumentos? ¿Es posible que todas
las instituciones de salud y educación estén equivocadas de semejante forma y
peor, que participen en una conspiración de tal magnitud? ¿Cuán probable puede
ser que se trata de algo así? ¿No es posible que estén explotando mi
preocupación?
Estas
no son dudas nuevas ni exclusivas de padres cuyos hijos se manifiestan como
trans/nb: con la homosexualidad ha ocurrido así desde los sesenta, y otro tanto
con aquellos padres de hijos autistas, con TDAH, u otras condiciones
neurológicas del desarrollo. Muchos han aprendido con alto costo lo que vale
ceder la sensatez ante estas ideas de que su hijo está siendo manipulado, o que
se le puede “curar” de sus “desviaciones”. Lo primero que tiene que recordar es
que, si bien usted quiere lo mejor para su hijo, pues no se las sabe todas, y
es muy posible que en temas de sexualidad diversa sepa aún menos, así que
deténgase y consulte con gente profesional: médicos, educadores, que hayan
trabajado antes con menores y puedan explicarle mejor sobre orientaciones e
identidades. No le quieren arrebatar a sus hijos: quieren, al igual que usted,
que tengan un crecimiento feliz, sin problemas ni traumas con quienes son.
El papel que necesitamos de los medios
En
un escenario de tanta desinformación, mentiras a granel y exageraciones al por
mayor sobre diversidad sexual y terapia afirmativa, los medios de comunicación
deberían ser una fuente primaria de información para ayudar a la gente a tomar
decisiones más conscientes. Es decir, esperaríamos que si su compromiso es con
la información y con el público, sean cuidadosos al compartir información,
saber qué fuentes están citando, y cómo abordar y cuestionar adecuadamente a
quienes entrevistan.
Sin
embargo, en países como Estados Unidos y Reino Unido, el periodismo ha brillado
más en los últimos años por sus debilidades que por sus fortalezas. En
concreto, periódicos y portales de noticias, desde pasquines amarillistas hasta
diarios prestigiosos, han contribuido a la difusión y fortalecimiento del
pánico trans entre la población, no sólo magnificando voces de destransicionados
y “críticos de género”, generando así la ilusión de que son problemas más
comunes y preocupantes de lo que realmente sucede, sino fallando en verificar
adecuadamente la información que presentan al respecto ante el público.
Podríamos
tomar la ruta fácil de que son medios conservadores y de derecha los que más
han atacado a la comunidad transgénero con su constante desinformación, y sin
duda podemos evidenciarlo en casos como los de Fox News o los tabloides
británicos, pero lo cierto es que medios tradicionalmente vistos como liberales
o de izquierda también han demostrado poca rigurosidad en sus investigaciones.
Pensemos, por ejemplo, en cómo el New
York Times, uno de los medios más respetados en Estados Unidos, presentó la
historia de la clínica de género en St. Louis sin corroborar adecuadamente las
afirmaciones de Jamie Reed –que, recordemos, fue desmentida por docenas de
testimonios de padres y pacientes, y una investigación interna-. Y recordemos
el tan citado artículo de Jesse Singal en The
Atlantic, con un enfoque exagerado en la supuesta influencia externa sobre
las identidades trans adolescentes, y las convenientes omisiones sobre sus
fuentes anti-trans recopiladas.
Los
grandes problemas de los medios de comunicación yacen en la enmarcación de los
actores trans-antagónicos de forma complaciente y condescendiente, mientras que
a cualquier otro opuesto a su visión se le presenta sólo como “activista”; y un
punto de vista erróneamente centrista entre ambos lados del debate, donde
supuestamente la verdad está en el medio, y en el medio se encuentran los
padres preocupados. Pero pensar en la exclusión de atletas trans de las
categorías deportivas por sexo o la restricción a terapias afirmativas como una
visión centrista y equilibrada es un error analítico serio, y acaba cediendo la
plataforma a visiones extremistas contra la población transgénero que no serían
permisibles en otros temas sociales. Y es un tanto sorprendente que tantos
medios de comunicación serios terminen cayendo en esa trampa retórica.
Un
ejemplo concreto para desgranar la problemática. Recientemente, la columnista
de opinión Pamela Paul, que ya es tristemente célebre entre la comunidad trans
por piezas apologistas y sesgadas, publicó otra
columna en el New York Times acerca
de la destransición. No obstante, como los periodistas Erin
Reed y Evan
Urquhart no tardaron en señalar, el artículo recurre a los
mismos elementos de desinformación de otros trabajos trans-escépticos, como la
tasa de 80% de desistimiento, la DGIR, y el uso de fuentes que o no respaldan
lo que Paul está afirmando, o vienen de personas con sesgos reconocidos y
propuestas pseudocientíficas de tratamiento. Paul acusó
a sus críticos de ser
simplemente “activistas” criticándola por hacer preguntas, y que “no se puede
saber” cuántas personas trans destransicionan (algo falso, ver Partes IV y V de
este proyecto), pero señalar los errores y desinformación de una pieza de
“opinión” construida como si fuese periodismo es
una labor periodística legítima, no simple activismo.
¿Dónde
está la responsabilidad del NYT a la hora de evaluar lo que se publica? Porque
aunque se piense que se someten al mismo rigor editorial que las notas
periodísticas, las piezas de opinión son manejadas de forma más laxa porque son
eso, opiniones que por lo general se afirma que no comprometen ni representan
necesariamente al medio que las reproduce. Sin embargo, cuando una pieza que
supuestamente es de opinión se presenta con la estructura de un trabajo
periodístico, y haciendo afirmaciones que tienen un alcance serio en cuanto a
toma de decisiones importantes en la población, entonces debería estar sometida
a la misma evaluación rigurosa de sus fuentes y afirmaciones. ¿Queda libre de
culpa el NYT por publicar la pieza de Paul simplemente como “opinión”?
La
narrativa mediática en torno al supuesto incremento de las tasas de
arrepentimiento y destransición recurre también a la trampa Alegría y al marco
de las “guerras culturales”. Un estudio analítico (Slothouber, 2020) sobre
cobertura trans en medios mainstream en el período 2015-2018 identificó tres
ejes temáticos principales: la corrección política y la aceptación excesiva de
identidades trans, la necesidad de proteger a la infancia, y temores de malos
diagnósticos bajo el concepto de DGIR, ya discutido y refutado en páginas
anteriores. Es evidente que el desequilibrio informativo en el periodismo
acerca de la comunidad trans, y sobre todo en temas delicados como infancias
trans, TAG y destransición, lleva de hecho manifestándose desde hace varios
años, y es con el surgimiento de las tesis de “contagio social” que la
desinformación masiva se ha recrudecido al estado en que vemos hoy.
Y
estos problemas no requieren de que el periodista mienta per sé, sólo que
manipule sutilmente la balanza para que las afirmaciones menos respaldadas por
evidencia parezcan legítimas, mientras que aquellas afirmaciones con bases
verídicas tambaleen. Si algo hemos visto con casos como los de Jesse Singal o
Azeen Ghorayshi, es que los periodistas más sesgados pueden seguir técnicamente
las reglas del oficio, y al mismo tiempo fracasar miserablemente en informar
adecuadamente al espectador. Y estas son disyuntivas que muchos no logran
identificar cuando hablan sobre el papel de los medios en la desinformación y
el pánico LGBT+, pues a sus ojos, el periodista no ha fallado a su profesión.
Pero
ser imparcial no significa que no se puedan cuestionar a los elementos
entrevistados, o sugerir que todos los discursos tienen el mismo nivel de
validez. Y la objetividad no requiere que deban presentarse tesis no
sustentadas por ofrecer un “balance”, o que no se pueda destacar cuál de los lados
en un debate está más cercano a la evidencia disponible. La necesidad de
sobrevivir a la inmediatez y ligereza de las redes sociales necesita, no que
los medios periodísticos sigan replicando esas características, sino reforzar
las suyas propias, de entregar y compartir información seria y verificada. El
objetivo general debe ser que el espectador esté mejor informado de los temas
de actualidad, y sobre todo aquellos que no son fácilmente digeribles, no
confundirlo ni distraerlo.
El problema con el “mercado de ideas”
La
presencia masificada de las redes sociales en la vida diaria de millones de
personas es también un elemento importante a considerar en cuanto a la forma de
construir un debate. Y no me refiero sólo a la inmediatez de las respuestas,
que como consecuencia tiende a conllevar a que muchas personas repliquen con
ignorancia o agresividad, sino también al puro volumen de información e ideas
que puedes encontrar en ellas, desde las más simples, como que te gusten los
perros calientes, hasta las más complicadas, como las implicaciones políticas y
jurídicas tras un fallo de la Corte Internacional de Justicia. Y en el caso de
las diversidades sexuales, la información y desinformación también cuentan con
un amplio repertorio de datos, creencias e ideas a las que podemos acceder.
Por
supuesto, aquí entramos en el tema delicado de la libertad de expresión, que a
menudo se entiende mal, pues en un sentido legal estricto significa que las
autoridades no pueden perseguirte judicialmente por lo que puedas expresar en
una calle, una reunión de trabajo, en redes sociales o en tu privacidad. Más
allá de graves difamaciones o llamados expresos a la violencia contra una
persona o grupo, por lo general no se sanciona. Pero, entonces, ¿cómo manejamos
aquellas áreas grises de la desinformación y la estigmatización, sobre todo en
un mundo digital donde cualquier mensaje de odio, sutil y no tanto, está a un
clic de distancia? ¿Hasta qué nivel debe llegar la tolerancia?
Es
aquí donde me gustaría hablar de una racionalización muy común, el mercado de ideas. Visionado por el
economista y filósofo John Stuart Mill, uno de los principales pensadores del
liberalismo clásico (aunque acuñada por primera vez por el juez de la Suprema
Corte William O. Douglas), es una metáfora en defensa de la libertad de expresión,
según la cual el desarrollo y expresión de las ideas debe ocurrir dentro de una
estructura similar a un mercado financiero, donde el consumidor dicta el nivel de
demanda, y los productores los recursos, de modo que la oferta y demanda
determinará poco a poco el valor de los bienes en el mercado. Así, en
escenarios públicos como audiencias, parlamentos y debates, todas las ideas
entran en circulación buscando el apoyo popular, y la verdad eventualmente
emerge triunfante a través de un intercambio de ideas y argumentos entre los
miembros de la comunidad, por lo que incluso las ideas más estúpidas y
equivocadas son toleradas, puesto que se diluirán con el tiempo. Este
planteamiento intenta ser un balance entre el ejercicio crítico de las ideas y
la libertad individual de portar dichas ideas, una herramienta de tolerancia
fundamental en las democracias liberales.
Pero,
¿sigue siendo la metáfora igual de útil en la era digital? No son pocos
quienes, aunque reconocen la necesidad del libre flujo de ideas como una
alternativa menos imperfecta que la censura directa, la encuentran
insuficiente. En primer lugar porque tal cosa como un campo nivelado de juego
no existe en la realidad, mucho menos en el mundo de la Internet. Como ocurre
con las grandes empresas económicas, la estructura de la información se
encuentra repartida y privatizada entre compañías de medios sociales,
algoritmos basados en puntajes de relevancia y la industria de anuncios y
promociones. El intercambio de información es moldeado y limitado de acuerdo a
distorsiones algorítmicas y de plataformas y la propia manipulación del usuario
a través de filtros y selección, con lo que no hay realmente una competencia
abierta de ideas, y el usuario no está tomando una decisión consciente e
informada a la hora de seleccionar la verdad. Los medios periodísticos y las
redes sociales, enmarcadas dentro de un modelo económico que homogeniza las
noticias, acaban priorizando resultados económicos a través de llamar y retener
la atención del consumidor, en lugar de acercarlo a la verdad. El espacio
público en la Internet, así, acaba controlado y cooptado por intereses
privados.
Esto
es peligroso porque, por otro lado, si el mercado de las ideas debe acercar al
individuo a la verdad, entonces va más allá de la consagración de derechos
privados. Su propia estructura funciona entonces como garantía de un derecho
social, el derecho a la información, con lo que la libertad de expresión no se
limita solamente al derecho personal de expresar nuestras opiniones, sino
también a cumplir una función de servicio público, que la ciudadanía esté
informada. Pero cuando un ambiente digital está viciado y manipulado,
respondiendo a los intereses de pocas manos que saben que conseguirán más
atención y por tanto más ganancias dando prioridad a noticias escandalosas como
supuestas presiones por abolir el concepto de sexo, o el supuesto contagio
social de orientaciones e identidades sexuales disidentes, poco incentivo hay
para garantizar el verdadero intercambio libre de ideas y la búsqueda de la
verdad, pues serán las notas escandalosas las más priorizadas por las
plataformas y sus algoritmos.
Otro
error con la forma en que concebimos la libertad de expresión es que
interpretamos muy mal lo que entendemos como libertad. Para muchos, la libertad
de expresión tendría que escudar de consecuencias, incluso económicas o
legales, siempre que no haya un llamado a la violencia: para algunos, incluso
discursos que contribuyan a la discriminación y estigmatización están
protegidos. Pensemos, por ejemplo, en el caso de Maya Forstater, en cuya
sentencia se determinó que su creencia de que el sexo biológico es inmutable es
una creencia protegida, lo que implica que no se le puede despedir por sus
posturas transexcluyentes.
No obstante, la propia sentencia determinó que el uso de sus creencias protegidas para generar un ambiente hostil hacia las personas transgénero no entra en la categoría de creencias protegidas ni discursos protegidos. La corte falló a su favor porque las condiciones en la no renovación de su contrato fueron irregulares y equivalentes a discriminación, pero es específica en que acciones como el misgendering no están protegidas legalmente. Es decir, sus creencias no deben tener consecuencias, pero sus acciones de acuerdo a tales creencias sí que pueden, siempre que sea dentro de los apropiados marcos legales. Mejor dicho, una persona puede considerar que las mujeres trans no son mujeres, y es su derecho, pero generar ambientes hostiles de trabajo y atacar a colegas y su integración en el trabajo de acuerdo a esas creencias no es algo que deba ser tolerado ni aplaudido.
Otro
tanto pasa con el tema de despedir a una persona con base en creencias “críticas
de género”. Muchos han celebrado la reciente sentencia a favor de Shahrar Ali,
un diputado del Partido Verde británico que fue retirado de la vocería del
partido en 2022 por afirmaciones de ese estilo. Lo que no muchos se fijaron fue
en la letra menuda, pues en el
Inciso 243 de la sentencia el juez especificó que el Partido Verde no actuó en
discriminación al remover a Ali de la vocería, pues “no podía, en cualquier caso haber sido compelido a mantener al Dr. Ali
como vocero si (fuera de un período de elección en el partido) él expresó
creencias que fuesen inconsistentes con la Política del Partido, o si
razonablemente concluía que lo haría así, pues esto infringiría los derechos de
su artículo (9) obligándoles a manifestar una creencia la cual no sostienen”.
Es
decir: el Partido Verde falló al no citar su código interno de conducta en el
proceso disciplinario que condujo a la expulsión de Ali. Pero en ningún momento
el acusado fue víctima de discriminación (de hecho, la sentencia sólo coincide
en su despido irregular; todas
las otras acusaciones en la denuncia fueron desechadas), pues es
facultad del partido retirar a quien mantiene creencias que ellos ni defienden
ni afirman. En otras palabras: las creencias “críticas de género” están
protegidas por el Acta de Igualdad, pero cualquier entidad está también
protegida en su facultad de retirarlas de un cargo o labor si tales creencias
contrarían sus principios y códigos, siempre que haya un adecuado proceso
disciplinario. Las personas transfóbicas están protegidas de despidos injustos,
no de consecuencias por sus afirmaciones en general.
Así
que cuando Forstater se presenta a sí misma como “digna de respeto en una
sociedad democrática”… pues no es en la forma absoluta que ella cree. En el
mejor de los casos, sus creencias y su forma de defenderlas pueden ser
criticadas y hasta ridiculizadas en democracia, y nadie está obligado a ser su
amiga, o a darle plataforma a su discurso, actualmente ya rayano en la
lgbtfobia. Y eso es igual para cualquier traficante de odio y desinformación,
así que no hace falta temer en exponerlos y cuestionarlos. Eso también es parte
de la libertad de expresión, después de todo.
¿Cómo
podemos trasladar esto a las redes sociales? Pensemos, por ejemplo, en la
creciente hostilidad en una red social como Twitter/X hacia la diversidad
sexual, y sobre todo hacia las identidades transgénero, a menudo defendida e
incluso aplaudida con Elon Musk, en su supuesto celo por la libertad estricta
de expresión. ¿Toleraríamos en la vida real a personas como Matt Walsh, Helen
Joyce o J.K. Rowling cuando se expresan de formas tan infelices en contra de un
sector marginal de la población, porque “son creencias protegidas”? ¿Incluso
mientras no sólo contribuyen a un ambiente de hostilidad, sino que difunden
argumentos sin fundamento como el “contagio social” o el supuesto vínculo entre
identidades trans y pedofilia? ¿Podemos, visto el fracaso de los medios
periodísticos en balancear el debate, confiar en que sus posturas simplemente
se extinguirán por sí solas?
Ya
que no es posible una solución que encaje en todos los escenarios, reglas
contexto-dependientes que consideren una adecuada diseminación de las ideas y
el derecho a información confiable se hacen necesarias. Como describe Lisa
Herzog en un análisis de los problemas con la metáfora del mercado de ideas,
habrá escenarios donde sea necesario prescindir de comentarios irrespetuosos,
mientras que en otras situaciones pueden ser toleradas, aunque no exentas de
ser criticadas. Esto requiere sobre todo considerar aquellos participantes en
un debate que sólo buscan degradar el mismo, algo que la metáfora no considera.
Tampoco puede pretenderse que las corporaciones tengan el mismo interés en la
libertad de expresión que los sujetos individuales.
Dicho
eso, ¿cómo podemos equilibrar el derecho a la libre expresión con el respeto a
un sector social, de modo que se pueda debatir e intercambiar ideas de forma
adecuada, sin estigmatizaciones ni malas intenciones?
La necesidad de un debate sano
Uno
de los ejes principales que debería tener cualquier conversación sobre temas
tan complejos como la sexualidad, y que curiosamente es uno de los que más se
ignora, tanto por escépticos y antagónicos al respecto, es el principio de
caridad. Si no eres capaz de asumir que tu interlocutor está realizando
comentarios racionales y genuinos, pues se hace difícil que haya una
conversación a fondo que permita alcanzar un entendimiento real sobre lo que
significa la sexualidad en el ser humano, más allá de simplificaciones
escolares y un binarismo de género más social que biológico. Por ello, es
fundamental asumir una posición amable hacia el interlocutor.
Por
supuesto, eso eliminaría de tajo gran parte de los debates en redes sociales. Y
no estaría mal, pues si somos francos, las acusaciones de grooming y normalización de la pedofilia son bastante comunes, y
rara vez con consecuencias serias. Así mismo, discursos como los de Posie
Parker, que de plano niega que exista la transfobia y caracteriza como
“malvadas” a las madres que apoyan la transición de sus hijos, o Helen Joyce,
quien aboga por la reducción en el número de personas trans sin argumentos
sólidos para justificar una medida tan agresiva, no tienen cabida en una
discusión seria sobre el estado civil y legal de la población LGBT+. Y es que,
si no se cuenta con evidencia en afirmaciones tan escandalosas, no hay razón
entonces por las que debamos tenerlas en consideración.
Por
otro lado, hay que saber abordar objeciones genuinas. Hay muchos padres y
adultos que legítimamente no saben mucho sobre la diversidad sexual, que creen
que se trata de una elección volitiva, o que la influencia de discursos
sociales puede modificar la sexualidad de sus hijos. Con estas personas, que
buscan conocer más y aliviar ignorancias o temores, vale la pena explicarles lo
que realmente significa la diversidad sexual en el ser humano, por qué pueden
surgir otras orientaciones o identidades de género, y qué decisiones deben
tomarse para garantizar el sano desarrollo de los menores de edad, sean o no
LGBT+-
¿Qué
hay de las discusiones de personajes como Littman, Blanchard o, de nuevo,
Joyce? Ellos se aferran a tesis pseudocientíficas que no han podido recaudar
evidencia que las respalde, y por desgracia cuentan todavía con mucha
audiencia, tanto escéptica como antagónica. Con las personas del común, que sin
duda tendrán inquietudes sobre la veracidad de discursos como el de la DGIR o
la “ideología de género”, no es difícil hacer una exposición sobre las fallas
metodológicas tras el concepto, y argumentos que explican mejor el aparente
incremento demográfico en el número de adolescentes que se identifican como
LGBT+. Pero si hablamos de interlocutores más especializados, que tendrían que
entender mejor sobre psicología y sexualidad, y aun así recurren a las tesis
del contagio social o la AGP, considero que podemos prescindir de alimentar un
intercambio con ellos, pues es probable que no estén siendo cuidadosos con su
ejercicio crítico, o están compartiendo desinformación a conciencia.
Más
complejo es sortear discursos escépticos de apariencia más especializada pero
de otros campos, como los de científicos como Wright o Dawkins. Técnicamente,
aunque los vínculos del primero son con organizaciones anti-TAG, y el segundo
ha promovido obras de contenido anticientífico como Daño irreversible, ellos no usan discursos antagónicos, sólo elevan
objeciones científicas. En tales casos, existen suficientes argumentos en
cuanto a biología del desarrollo, neurología y neuropsicología que pueden
solventar sus críticas. Eso no significa que no se critique o rechace
directamente aquellos momentos en que buscan envenenar el pozo, como cuando
Dawkins usa pobres argumentos antiteístas y discursos de apoyo tácito al
“contagio social” para abordar un tema tan complejo. Ese tipo de objeciones no
merecen consideración para un debate serio.
No hace falta destacar que acciones como el misgendering o negar la identidad sexual de otras personas no tienen que ser ni toleradas ni aceptadas en un debate. Y eso va tanto para ultraconservadores como progresistas. Julie Bindel y Maya Forstater pueden tener todo el derecho a tener sus opiniones sobre todo lo que no sea lesbiandad o identidad cisgénero, e incluso aún cuentan con plataformas donde siguen promoviendo sus ideas. Pero, entonces, no estamos obligados a tolerar las acciones discriminadoras de ninguna de las dos, ni tampoco a establecer un debate que ambas intentan de antemano enturbiar con afirmaciones sin fundamento y ataques contra sectores marginados de la población. No se puede mantener el principio de caridad si una asegura que las banderas LGBT+ provocan miedo en cualquier mujer, y la otra rechaza de tajo, y de forma bastante hiriente, cualquier identidad sexual que no sea la lesbiandad. Y si no es posible mantener un mínimo de cortesía sobre las identidades de otros, entonces no hay mucho que se pueda hablar.
Pero
no son sólo los conservadores y anti-LGBT+ quienes necesitan aprender más sobre
el principio de caridad. Aquí tengo que hablar sobre las ocasionales
discusiones en torno a los gustos personales y el rechazo. Algunas personas
trans consideran que el rechazo a salir con una persona trans, con base en
gustos particulares, es siempre transfóbico. Y me temo que ni coincido con
esto, ni creo que sea una forma adecuada de hablar sobre la difícil relación
que tienen la comunidad trans con citas y relaciones con personas cis. No hablo
de rechazar con argumentos groseros o ataques personales sobre que se es
“mentiroso” en cuanto a la identidad de género: eso es indudablemente
discriminador. Pero los gustos y atracciones son parte de la sexualidad humana,
y como he explicado anteriormente, esta es tan innata y parte del desarrollo
individual como la orientación o la identidad, por lo que no es modificable ni
inherentemente discriminadora.
Coincido
en que vale la pena discutir sobre las convenciones sociales en torno a cómo
interpretamos las identidades trans, y el cómo la normatividad heterocis
fomenta la discriminación y la transfobia a nivel de las relaciones
interpersonales. Pero eso no significará que la mayoría de la población sentirá
atracción física, romántica o sexual hacia un sector poblacional porque la
normatividad social cambie. La sexualidad y la atracción no son constructos
sociales radicales. Esa es una realidad compleja de aceptar, y en general yo no
soy el más experimentado en citas casuales para hablar al respecto, pero de
nuevo, creo que el abordar directamente sobre de dónde nace el rechazo, si de
imposiciones sociales o un rechazo genuino, pero sin ignorar el papel de la
biología en los gustos personales y la atracción, es una forma más adecuada de
empezar el cambio.
Y
ya que hablamos de biología, una sugerencia que hago a quienes promovemos los
derechos LGBT+: seamos más abiertos y hábiles con los argumentos científicos en
torno a la diversidad sexual. Sí, es cierto que incluso asumiendo una visión
constructivista radical sobre la sexualidad humana, no deja de conminar a
aceptar e integrar aquellas identidades disidentes a la sociedad. Pero lo
cierto es que contamos también con argumentos biológicos y científicos bastante
fuertes sobre el origen de otras identidades sexuales, y es una evidencia que
puede enfrentarse sin problemas a la mayoría de ataques pseudocientíficos y
teleológicos que se lanzan contra la comunidad. Todas las buenas herramientas
que podamos emplear en defensa de la comunidad, deben ser bienvenidas.
Puedo
imaginar que algunas de estas sugerencias pueden parecer restrictivas. Pero si
estamos hablando de dialogar con argumentos serios sobre una minoría
marginalizada, entonces hay códigos mínimos que se deben mantener. Se necesita
un balance real entre la libertad individual de expresión y el respeto hacia
comunidades que históricamente han sido maltratadas, estigmatizadas y hasta
perseguidas. No podemos seguir con visiones laxas de libertad que no consideran
ambos sujetos. El individuo no puede prosperar sin la comunidad, y la comunidad
se sostiene por la acción conjunta de los individuos. Y este principio es
también fundamental para abordar cualquier debate.
Un ejemplo discursivo desde el autismo
Muchos
han notado similitudes entre los argumentos escépticos o antagónicos hacia la
comunidad LGBT+ con otras comunidades: los ataques racistas hacia negritudes o
poblaciones indígenas, los derechos de la mujer… Si bien hay obvias diferencias
entre cada comunidad y los tipos de discriminación que enfrentan, también es
verdad que las experiencias compartidas permiten una visión más holística de
los distintos sesgos y prejuicios que se replican entre sus críticos, y por
ello pueden compartir la estructura discursiva en pro de sus derechos.
Así,
no es raro emplear herramientas semejantes entre diferentes activismos. Y para
explicar acerca de cómo deben plantearse los debates en torno a la diversidad
sexual, la comunidad neurodivergente es quizás la que mejor puede entender la
experiencia. En mi caso concreto, plantearé el ejemplo desde la experiencia autista.
Así
ocurre con la orientación o la identidad de género, el TEA es una experiencia
psicológica importante en la interacción consigo mismo y con el entorno, por lo
cual se le comprende como una identidad, algo indivisible del individuo e
inalterable. No se le puede llamar intrínsecamente inmutable, porque hay rasgos
en el TEA que pueden profundizarse o reducirse con el tiempo, sea en
condiciones normales o críticas, así como hay aspectos de la sexualidad que
pueden ir cambiando con la madurez, pero no son identidades que se puedan
modificar a la fuerza o “curar”, pues inician su desarrollo desde temprana
edad.
De
aquí pasamos a una de las mayores similitudes en experiencias: el autismo ha
sido analizado por mucho tiempo desde una óptica patológica y condescendiente,
donde en el peor de los casos se busca “sanar” al individuo a través de mal
llamadas terapias o tratamientos que resultan en abuso y maltrato. Estoy seguro
que muchos autistas que han escuchado la historia de un hombre gay o una mujer
trans se sorprenden bastante al notar cuán similares son sus experiencias
individuales. Es al romper los paradigmas imperantes que se ha llegado a
comprender no sólo como una condición compleja con rasgos multifactoriales,
sino además que la mayor parte de las dificultades que las personas autistas son
de origen social, de comunidades que durante décadas los han aislado y
estereotipado, y evitaron por mucho tiempo hacer el esfuerzo de integrarlos de
modo consciente.
Por
lo mismo, tanto el TEA como las diversidades sexuales han sido sometidas a
escrutinio popular en los últimos años. En ambos casos, existen acusaciones
sobre un incremento demográfico aparentemente anómalo que responde a un
supuesto contagio social. En ambos casos, se trata de correlaciones espurias
sin gran fundamento. Y ambos se explican mejor por una mayor conciencia entre
el público, a un mejor desarrollo del conocimiento y los criterios de
diagnóstico/identificación, y un mayor acceso a las experiencias de personas
con las mismas identidades.
Es
por ello que ambos grupos de activistas, autistas y LGBT+, luchan por el
reconocimiento de sus identidades, lejos de estereotipos y discriminaciones. Se
han esforzado en años recientes para que el conocimiento sobre sí mismos sea
más correcto y accesible, que las investigaciones científicas en torno a sus
identidades cuenten con una mayor retroalimentación hacia la comunidad, y que
se les tenga en cuenta en decisiones políticas. Y ambos se han tenido que
enfrentar a personas que consideran que son los individuos quienes deben
ajustarse a la sociedad, y no la sociedad que en su discurso de diversidad debe
acomodarse para apoyar sus necesidades (como sugiere el capítulo 7 de Teorías cínicas sobre estudios de
discapacidad).
Por
supuesto, también hay diferencias entre ambos grupos. La más obvia es que,
identidad o no, el autismo es reconocido como una discapacidad, y no sólo por
causa de la falta de acceso e integración de la sociedad, sino porque hay
variaciones sensoriales y ejecutivas que pueden afectar al individuo, incluso
en presencia de acomodaciones. En contraste, las identidades diversas no
cuentan con rasgos complejos de tal naturaleza, y sus necesidades tienden a ser
en su mayoría menos médicas que las requeridas por un autista (exceptuando a
trans y no binarias, que de todos modos representan un porcentaje ínfimo de la
población). Y es que, de nuevo, no hay nada por curar de ambas identidades,
sólo garantizar los espacios y apoyos suficientes para que la persona pueda
prosperar.
Otra
diferencia importante es en el enfoque antagónico que reciben ambas
identidades. Las identidades sexuales diversas son por mucho más repudiadas a
nivel social, incluso tras décadas de normalización, pero el autismo es más
infantilizado y condescendido. De hecho, y como recordarán, existen
trans-escépticos y trans-antagónicos que intentan desacreditar la existencia de
identidades trans en la infancia y adolescencia vinculándolos a que muchos son
casos de personas autistas ingenuas o confundidas por el discurso social al
respecto. Es decir, se minimiza la agencia y autonomía de las personas autistas
para atacar así la propia autonomía de las personas transgénero, y ambos grupos
acaban así siendo rechazados por conceptos distintos. Por las razones
anteriores, es mucho mayor la presión pública para excluir y segregar a las
personas transgénero de espacios categorizados por sexo, aunque esto no
significa que las personas autistas no se enfrenten todavía a escenarios y
situaciones excluyentes.
¿Podemos
aportar a las causas activistas de la diversidad sexual desde el TEA? Por
supuesto. Muchos en la comunidad comentamos sobre lo que se sabe de nuestra
condición desde el ámbito médico y científico, sin descuidar por ello el
elemento social relacionado con las dificultades que enfrentamos a diario. Es
más, apoyamos el modelo biopsicosocial del autismo que se desarrolló en los
últimos años, de manera similar a los nuevos modelos de sexualidad humana que
se han formulado desde la ciencia. Así, reconocemos que es un conjunto de factores
biológicos, psicológicos y sociales los que moldean el desarrollo de nuestra
identidad neurodivergente.
Aunque
es un poco menos frecuente tener que explicar nuestra identidad frente a
personas que la rechazan, en comparación con miembros de la comunidad LGBT+, no
estamos exentos de enfrentar conflictos al respecto, sobre todo en cuanto al
tema de los autodiagnósticos, que no pocos intentan vincular con un supuesto
contagio social, y que seguro resulta familiar sobre todo para miembros de las
comunidades trans y asexual. Y aunque lo
he explicado en el blog con anterioridad, lo dejo claro de
nuevo: no tenemos problemas con que alguien se identifique tras conocer y
entender las experiencias de otras personas, así como otras personas LGBT+ no
tendrían por qué atacar o acusar a quienes se reconocen en otras minorías
sexuales sin –a sus ojos- haber pasado por los mismos procesos psicológicos o
dificultades sociales. Una visión colectiva más integrada necesita identificar
los prejuicios detrás de estos reproches, y comprender los contextos sociales y
personales detrás de autodiagnósticos o identificaciones.
Probablemente
muchas de estas similitudes y sugerencias de activismo y discurso ya son
reconocidas y empleadas por movimientos LGBT+. Sin embargo, con el auge de
activismos queer excesivamente constructivistas y cierta desconfianza en el
lenguaje y datos científicos, considero que no deja de ser necesario presentar
lo que ha sido el desarrollo de una comunidad activa dentro del autismo para
recoger y dar de nuevo importancia a aquellos elementos que se han dejado
atrás. Un activismo más holístico, con argumentos que abarquen distintos
contextos y saberes, es por mucho una estrategia más sólida.
Conclusiones
Una
parte clave que debemos tener en mente es que las personas LGBT+ no están
obligadas a justificar su sexualidad y su existencia, por lo que no tienen por
qué someterse a conversaciones inquisitoriales o discursos discriminadores. Los
puntos planteados a lo largo de este capítulo son sugerencias sobre cómo
entablar diálogos honestos con personas que realmente tienen dudas y quieren
saber más sobre la diversidad sexual humana. Pero no pretendo decirle a ninguna
persona LGBT+ cómo enfrentarse o no a quienes los atacan y estigmatizan, pues
es cierto que con muchas de estas personas, cualquier diálogo es infructuoso.
Por
supuesto, un diálogo honesto requiere de un esfuerzo por ambas partes a la hora
de entender y considerar tanto la posición como los argumentos del otro de una
forma coherente y considerada. Sin un compromiso real por entenderse, no será
posible zanjar de una vez por toda la desinformación y los ataques que siguen,
hasta el día de hoy, oprimiendo a millones de personas alrededor del mundo.
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