Do Say Gay: una revisión detallada sobre sexo y género (V): “inquietudes apremiantes”, primera parte
Parte I: prefacio
Parte II: niveles
y elementos de la determinación sexual
Parte III: historia
y luchas de la diversidad sexual
Parte IV: mitos y realidades de la
comunidad transgénero
Advertencia: la presente entrada
tocará temas fuertes relacionados con la transfobia y crímenes de odio.
Introducción
El 16 de febrero de 2023, una adolescente de 16 años fue asesinada en el Parque Lineal Culcheth, en la villa homónima del distrito Warrington, en Inglaterra. La víctima, Brianna Ghey, era una chica transgénero que había sufrido años de maltrato escolar, e incluso palizas por parte de pandillas escolares, pero a pesar de ello fue descrita por su familia y amigos con una personalidad cálida, y era una activista que ayudaba a otras adolescentes trans a acceder de forma legal a terapia hormonal. Dos adolescentes están bajo arresto desde febrero, y aunque la policía no ha establecido las motivaciones tras el asesinato, se sospecha de un crimen de odio.
Desafortunadamente, esta tragedia no ha hecho más que
resaltar el terrible escenario para las personas transgénero en Reino Unido.
Los medios locales, en un tono que va de la mano con su enfoque antagónico
contra las personas trans en años recientes, realizaron
un cubrimiento increíblemente irrespetuoso de la noticia,
algunos ignorando mencionar el hecho de que Brianna era trans, y The Times no sólo removió la palabra
“chica” de su reportaje, sino que además incluyó su deadname. Por otro lado, debido a que el Acta de Reconocimiento de
Género de 2004 impide a los menores de edad obtener un certificado de
reconocimiento de su género –algo que el Parlamento escocés intentó reformar en
2022, sólo
para ser torpedeado por el gobierno de Reino Unido-, el
certificado de fallecimiento de Brianna tendrá su sexo asignado, negándole aún
más en la muerte la dignidad que debió mantener en vida. Y a pesar de varias
campañas políticas y recolección de firmas para que se modifique el acta, o que
al menos se haga una excepción con este certificado en particular, el gobierno
se ha negado rotundamente.
Empezar con esta noticia lamentable no es fortuito de
mi parte. No pretendo removerles la conciencia con historias lastimeras, sino
presentar un panorama muy oscuro de lo que aún significa ser transgénero en el
mundo actual. Un mundo donde, ya sea por ignorancia, suspicacia o simple
desprecio, hay miles de personas que aún consideran a la población transgénero
como ciudadanos de segunda clase, que no deberían acceder a determinados
espacios considerados típicos para cualquier persona cisgénero, que debería
limitarse su acceso a terapias afirmativas hasta edades ya maduras, si no es
que de plano prohibírseles por completo, o incluso reducir o desaparecerlos
como demografía.
Pero los odios y las acciones impulsadas por ellos son
también tan diversos y complejos como lo llega a ser el ser humano. Y a través
de discursos que se presentan como científicos y racionales, bastante fáciles
de vender al público, a pesar de que sus argumentos sean tan endebles como una
columna hecha de flan. Así que, para poder cuestionar las posturas anti-trans
de forma adecuada, necesitamos primero entender las formas en las cuales se
manifiestan y proponen. De esta manera, podemos tener más clara su estrategia a
la hora de buscar limitar, complicar su vida y, en últimas para muchos casos,
desaparecer a la población transgénero, a pesar de que ante el público se
presenten con “preocupaciones legítimas” y como defensores del bienestar
infantil y/o los derechos de la mujer.
Una importante aclaración. Sé que muchos esperarán que
aborde las posturas del feminismo radical trans-excluyente (TERF), ya que son
uno de los grupos anti-trans más vocales a nivel mundial, y en Reino Unido se
han vuelto especialmente infames por su papel en el ataque público a las
políticas de género, sobre todo en este último año bajo el liderazgo del
conservador thatcherista Rishi Sunak como Primer ministro de la nación. Sin
embargo, considero que la relación del feminismo en general con el activismo LGBT+ vale la pena como una exploración
más amplia, por lo que en la Parte VI de la serie abordaré con más detalle los
conflictos entre el feminismo liberal y los movimientos progresistas de las
minorías sexuales, en especial con raíces postmodernas e identitarias.
Incluyendo, por supuesto, a las TERFs y otros feminismos transfóbicos.
¿Transfóbicos o “críticos de género”?
Aunque los ataques a la comunidad transgénero no son
nuevos, rara vez se han manifestado de forma tan organizada y sistemática como
en los últimos años. La aprobación de distintos derechos para las minorías
sexuales y la normalización progresiva de su presencia y naturalidad en la
sociedad han generado temor en movimientos reaccionarios que, amparados por el
crecimiento de la extrema derecha a lo largo del mundo, configuran narrativas
falsas que criminalizan y deshumanizan a las personas transgénero/nb. Al mismo
tiempo, el papel de modelos teóricos de corte postmoderno como la teoría queer y la interseccionalidad, que han influido
en muchos movimientos de justicia social crítica, inquieta a progresistas más
cercanos al pensamiento liberal clásico y/o libertarianismo, quienes tienen la
idea de que en la búsqueda por una mayor equidad se podrían sacrificar la
razón, el pensamiento crítico y la realidad científica.
Pero no se engañe el lector en que estos últimos son más respetuosos como regla general en sus críticas. No: la verdad es que, por experiencia, tienden a ser condescendientes y a veces tan desdeñosos del concepto de identidad de género como cualquier presentador rancio en The Daily Wire, tal como veremos más adelante. Eufemísticamente, en ambos lados se han presentado como “críticos de género”, una forma de decir que el concepto de identidad de género es “una ideología nada más”, una tan sujeta a la crítica como cualquier idea, y que además se ha transformado en una especie de culto postmoderno; en tiempos recientes, algunos parecen preferir denominarse “realistas sexuales”. Y si han seguido este blog, sabrán que la “ideología de género” no es más que una caricatura mal planteada por críticos anti-trans y paranoicos del “marxismo cultural”, y ni comentar sobre todo lo que he estado hablando a través de estas entradas sobre la neurología del sexo y la identidad de género. Así que, con todo respeto, voy a prescindir de seguirles el juego, y llamar las cosas como son: transfobia.
No es una acusación a la ligera, como a menudo se
señala que hacen los “activistas transgénero radicales” (TRA), que es como
muchas de estas figuras anti-trans señalan más bien a sus críticos en redes,
aun cuando sus posturas no sean precisamente radicales, y en contraste sus
“inquietudes razonables” sean bastante prejuiciosas. Aun así, conviene ser
precisos con el concepto. Como cita la bióloga y activista trans y feminista
Julia Serano en su glosario de términos,
en un sentido amplio la
transfobia es “la creencia
o el supuesto de que las identidades, expresiones, experiencias y encarnaciones
de género de las personas cis son más naturales y legítimas que las de las
personas trans”.
Sin duda, más de uno leerá esa definición y pensará:
“¡Pero entonces yo sería un transfóbico por considerar que las mujeres trans no
deberían estar compitiendo en categorías femeninas! ¡Eso es absurdo!”. No
obstante, debemos entender que, tal como ocurre con otras formas de
discriminación como el racismo y el sexismo, no se trata simplemente de un odio
o repulsión visceral, sino que el concepto de transfobia abarca un conjunto de
actitudes que, de forma activa o pasiva,
minimizan o rechazan las experiencias e inquietudes de las identidades trans/nb,
así como un lugar en la sociedad. Y el hecho es que, guste pensarse o no en
ello, la decisión por sí sola de vetar a las atletas transgénero asume de facto
que la identidad y experiencia de una
mujer cisgénero vale más, y no solamente por una supuesta ventaja biológica
(no tendríamos de lo contrario a personas que exigen la misma exclusión para el
ajedrez). Aun si tu postura es mayormente positiva hacia la población trans, el
hecho es que estás implicando que no deberían participar en todos los espacios
públicos. Y no creo que tenga que exigir demasiado del lector para que recuerde
vergonzosos episodios históricos que han involucrado segregación similar.
Sin embargo, Serano también reconoce que hablar de
transfobia sin matices no siempre es útil para entender la complejidad de
diferentes posturas o actitudes anti-trans, y hay que reconocer que es una
etiqueta que, disparada sin más, tiende a espantar a algunos. Por ello, ella
misma fue acuñando a través de los años diferentes términos que reconoce como
pertinentes y fructíferos para que el activismo trans pueda transmitir mejor sus
ideas a la población general, sin dejar de reconocer la importancia del
concepto de transfobia como tal. Así, Serano presenta tres conceptos
importantes: trans-ignorantes, trans-suspicaces y trans-antagónicos.
Por trans-ignorantes
nos referimos a aquellas personas cuya visión negativa sobre las personas trans
nula o muy poca información acerca de la comunidad transgénero y la identidad
de género. Pueden reconocer a las personas transgénero y su derecho a existir,
pero no les dan mucha atención en general a sus derechos y necesidades, aunque
sin buscar atacarlos de forma activa o directa. Aquí podemos encontrar a la
señora que los considera “en cuerpo ajeno” y sigue con su vida, o al tipo que
se molesta por los ataques injustos que sufren en redes, pero que considera que
tal vez no deberían participar en las categorías por sexo de los deportes.
Por su parte, los trans-suspicaces
suelen presentarse a favor de los derechos de la población trans; sin embargo,
también cuestionan aspectos del concepto de identidad de género (cuando no el
concepto entero), y el enfoque afirmativo de género, así como su acceso a
menores de edad, y el activismo trans por derechos basados en género. En teoría
(y ya verán más adelante por qué digo en
teoría), es en este apartado donde encontramos a muchos periodistas y
científicos que se han manifestado en años recientes acerca del enfoque
afirmativo y la TAG.
Finalmente, no creo que los trans-antagónicos necesiten mucha explicación. Son quienes no sólo niegan la existencia de las personas transgénero, sino que además se oponen activamente a su aceptación en la sociedad, y buscan restringir e incluso criminalizar su expresión y cualquier tipo de apoyo social a su causa, desde la medicina o la educación. Pueden conocer mucho sobre la población trans, o no tener mucha idea sobre ella, pero lo que los define es su enfoque abiertamente hostil hacia su existencia. Es decir, son el tipo de personas que la mayoría de la gente imagina en su cabeza cuando escucha el término “transfóbico”.
Si bien los trans-antagónicos son bastante dañinos de
por sí para la población transgénero, y varios cuentan con plataformas de
importante alcance, el mayor riesgo yace con los trans-suspicaces. Estos se
presentan bajo un aura de “preocupación legítima” y sensatez, y es posible que
algunos genuinamente estén a favor de la población transgénero. Sin embargo,
sus argumentos pseudocientíficos y falaces terminan siendo más dañinos que los
de los trans-antagónicos, porque son el grupo transfóbico al que la sociedad
está más abierta a escuchar, debido precisamente a esa imagen de sensatez, y a
que muchos se ubican en campos de investigación como las ciencias biológicas,
la medicina o el periodismo, profesiones de las cuales mucha gente confiará al
menos en que son capaces de presentar argumentos objetivos.
La ventaja de distinguir la transfobia en estos
niveles es que también cumple un papel importante en el trabajo activo de
desterrar mitos y prejuicios de la opinión pública, además de saber destinar
esfuerzos en ello. Mientras que con los trans-antagónicos es prácticamente
imposible dialogar, mucho menos entrar en razón, puesto que sus prejuicios
yacen en creencias personales arraigadas o ideologías de fuerte compromiso, es
más provechoso intentar divulgar información adecuada con los trans-ignorantes,
pues su rechazo pasivo yace más que nada en simple falta de conocimiento que se
puede subsanar. Por lo mismo es especialmente importante enfrentarse a los
trans-suspicaces, no para hacerlos considerar otras ideas, sino para desmenuzar
y contrastar sus argumentos de modo que aquellos que saben poco sobre la
población transgénero evidencien la debilidad de sus “preocupaciones
legítimas”.
¿Es fácil cambiar las ideas de una persona ignorante o
suspicaz sobre la identidad de género y la población trans? Por supuesto que
no. Pero no es imposible tampoco. Para referencia, me tienen a mí. Si bien
nunca terminó de convencerme la tesis de “contagio social” de Abigail Shrier,
porque ya conocía un poco sobre la neurología tras la identidad de género,
pueden notar por la entrada que escribí hace unos años en el Mes del Orgullo
que tenía más o menos la misma percepción simplista sobre sexo y género que
varios biólogos de los cuales hablaremos más adelante, pues no estaba muy
informado sobre el enfoque biopsicosocial, ni mucho menos sobre todos los
mecanismos tras la determinación y diferenciación sexual que he comentado en
partes anteriores, así que estuve oscilando entre la ignorancia y la suspicacia.
Entrar en contacto con la información adecuada, con
activistas transgénero bien formados en temas de ciencia, pero sobre todo el
mantener mi curiosidad inquisitiva sobre los temas que abordo, me ha permitido
ser más receptivo a los verdaderos argumentos y propuestas sobre la identidad
de género y los derechos trans, así como notar también sus verdaderas
debilidades, y los muchos problemas tras la argumentación “escéptica” en cuanto
a la identidad. Eso también motiva mi interés por romper con ese esquema cuasi
dogmático que manejan muchos colegas divulgadores al respecto, y que
definitivamente no sólo no despeja la confusión al respecto, sino que además la
alimenta y refuerzan –sin esperarlo- muchos de los discursos de odio que se
emplean en la actualidad.
Taxonomía general de la transfobia
La distinción en los niveles de expresión de odio en
la transfobia resulta bastante útil a la hora de abordar las posturas de muchas
personas. No obstante, no ayudan a resumir tan bien la serie de argumentos bajo
la que otras tantas se defienden en su rechazo, pasivo o activo, de las
personas transgénero. Ideas como la supuesta ventaja biológica en deportes o
que no deberíamos hablar de “niños transgénero” pueden ser esgrimidas tanto por
trans-ignorantes como por antagónicos o suspicaces, así que otra forma de
categorizar la transfobia, aparte del nivel
de odio, es la base argumentativa
que sustenta su oposición. De este modo, puedo reconocer al menos cinco tipos
de transfóbicos, ordenados desde aquellos donde puedes encontrar menos
trans-antagónicos, hasta los que definitivamente no incluyen de otro tipo.
En primer lugar, tendríamos a los fiscales del deporte, aquellos que principalmente se oponen a que
haya atletas transgénero compitiendo en las categorías correspondientes a su
identidad de género y no de su sexo asignado. Por lo general se enfocan en
quienes se presentan a la categoría femenina, pero tampoco protestan demasiado
si los atletas masculinos trans son relegados a esta misma. Por similitudes
argumentativas (las cuales sólo demuestran lo poco que realmente se basan en
temas biológicos), agruparé aquí también a los certámenes de belleza.
En segundo lugar, están los biólogos antimarxistas o antipostmodernos.
Mis colegas son bastante diversos en pensamiento, y debo decir que si bien
muchos no tenemos problemas con reconocer los comentarios que se han hecho en
años recientes sobre la determinación sexual y la diferenciación, algunos se
aferran a concepciones cuestionadas e incluso ya superadas sobre el ser
transgénero y la identidad de género, a menudo con argumentos básicos e
insuficientes de biología del desarrollo. No obstante, lo que realmente tienen
en común estos biólogos –además de que muchos no están precisamente formados en
biología del desarrollo- es que sostienen la idea de que la academia y las
ciencias naturales han sido capturadas ideológicamente por el espíritu
anticientífico del postmodernismo y el denominado “marxismo cultural”, por lo que se consideran a sí mismos voces de
la realidad dentro de una supuesta “guerra cultural”.
Tenemos en tercer lugar a los JAQers. Este es un concepto que no inventé yo, ni es exclusivo a la
transfobia: es una contracción en inglés de la frase “just asking questions” (“sólo
hago preguntas”), y que refiere a una de las principales defensas de muchos
periodistas e investigadores en redes que trabajan activamente en presentar
ideas conspiranoides, como que las vacunas contra el COVID han causado muertes
o, en lo que nos compete aquí, que hay una “epidemia” de diagnósticos de
disforia y tratamiento hormonal a menores no transgénero. Por ello, JAQers es
la forma en que activistas trans y periodistas aliados se refieren en burla a
estas personas. Como imaginarán, aquí es donde podemos ubicar en general a los
periodistas trans-suspicaces detrás de la actual ola anti-trans en Estados
Unidos y Reino Unido, aunque también entran algunos científicos escépticos y
psicólogos que se oponen al enfoque afirmativo en general.
Después se encuentran las feministas trans-excluyentes. Como mencioné al principio, sobre
esta categoría voy a ampliar en la próxima entrada, cuando hable del conflicto
dentro de la izquierda sobre el activismo LGBT+ y las políticas de identidad,
pero igual haré una corta mención en este párrafo. Aquí, por supuesto, hablamos
de feministas liberales (principalmente de segunda y cuarta ola) y radicales que
se oponen a la inclusión de mujeres transgénero en el activismo feminista,
señalándolas en el mejor de los casos como “privilegiadas” al no enfrentar las
problemáticas sociales de una mujer cis; en el peor, como varones usurpadores
que intentar cooptar los espacios femeninos y someterlos nuevamente al capricho
patriarcal. Si bien la mayoría de los lectores pensarán en las TERFs como la
principal y más extrema expresión de esta transfobia, lo cierto es que, tal
como Julia Serano indica, existen también feministas por fuera del radicalismo
que se oponen a referirse a las mujeres trans como mujeres, pero de forma menos
antagónica. Serano también acuña un término para ellas, TUMFs (siglas en inglés
para feministas mainstream trans-ignorantes), y como tales me
referiré a ellas en la próxima parte de esta serie.
Finalmente, tenemos a los reaccionarios criminalizantes, quienes son trans-antagónicos sin
matices. Estos no sólo se oponen a reconocer a las personas transgénero de por
sí, sino que se refieren a ellos de forma cruelmente negativa y criminal,
acusándolos de ser pedófilos y cultistas que están corrompiendo a la juventud,
y que sólo buscan legalizar poco a poco prácticas sexuales aberrantes. Para
ellos, cualquier adulto que se presenten como transgénero debe considerarse un
delincuente que merece la cárcel, y cualquier menor que manifieste una
identidad trans está siendo manipulado, o necesita recibir una intensa “terapia
de conversión”. Aquí encontrarán a cristianos fundamentalistas y figuras de
extrema derecha que en la era digital se han creado un importante espacio en
redes sociales desde el cual pueden difundir su odio.
Estas no son categorías excluyentes: hay fiscales del deporte y JAQers tan antagónicos como cualquier reaccionario. Como ejemplo tristemente reciente, Richard Dawkins ha dado el visto bueno al trabajo de personas como Helen Joyce, alguien con argumentos TERF y reaccionarios más trans-antagónicos, a pesar de que él mismo es más bien un biólogo antiposmo. La diferencia para ubicar a uno o a otro en una categoría diferente radica en la base argumentativa, como mencioné antes. Dawkins parte desde un prejuicio ideológico y una noción sorprendentemente básica de la biología y la sexualidad, mientras que Joyce lo hace desde una perspectiva feminista trans-excluyente y una base pseudocientífica muy enraizada en la psicología anti-género.
No hay tampoco una progresión en la calidad de los
argumentos. Curiosamente, considero que los JAQers tienden a manejar un cuerpo
argumentativo mucho mejor construido (aunque no por eso más razonable) que el
de los propios biólogos transfóbicos, pues algo que he notado es que la mayoría
de estos abordan el sexo y el género desde una visión gamética y genitalista
casi abstracta y ajena a la realidad médica y social de la identidad de género
y las ambigüedades sexuales. En contraste, los JAQers hacen un esfuerzo en
consultar casos, estadísticas y estudios en medicina que puedan reflejar la
veracidad de sus hipótesis acerca de la población trans. De nuevo, y siendo que
la mayoría de estos caen en el terreno de los trans-suspicaces, son por mucho
los más peligrosos para los derechos de la población transgénero, pues tienen
un alcance mayor en la población civil y los sectores políticos que un biólogo
decadente o que intenta ser “apolítico”.
Este resumen categórico general no es más que un
abrebocas. A continuación, abordaré entonces con más detalle cada una de las
categorías mencionadas (de nuevo, reservando para el futuro al feminismo
trans-excluyente) y sus principales argumentos y voceros en la actualidad. De
esta forma, quedaremos listos para llegar a la parte más densa de este
capítulo: la hipótesis del “contagio social” y su encarnación pseudocientífica
en la DGIR.
Fiscales del deporte
¿Quiénes son? Si hablamos de matices, la gran mayoría de personas
trans-ignorantes esgrimen argumentos fiscalizadores, de modo que en esta
categoría ubicamos principalmente gente del común. Esto debido a que nuestra
intuición y sentido común nos indican en principio que, debido a que machos y
hembras deberían presentar distintos atributos físicos y fisiológicos, una
mujer transgénero como atleta tendrá entonces una ventaja biológica sobre las
mujeres cis en una categoría deportiva; por ello, otorgarles un ingreso
irrestricto a categorías femeninas en distintos deportes (rara vez incluyen en
la discusión a hombres transgénero participando en categorías masculinas, por
supuesto) sería una injusticia profesional.
Algunos científicos escépticos como Michael Shermer y
Colin Wright han intervenido con argumentos supuestamente científicos sobre el
desempeño de las atletas trans y su supuesto daño al deporte femenino, pero hay
atletas que sí han tomado la bandera sobre la supuesta defensa de los derechos
femeninos. Podríamos mencionar al ciclista Lance Armstrong, pero considerando
su caída en desgracia por escándalos de dopaje, sería un objetivo demasiado
obvio. Hablemos, pues, de dos de las más reconocidas activistas a nivel
internacional que se oponen a la inclusión trans en el deporte en la actualidad:
la ex tenista profesional y campeona mundial Martina Navratilova, y la nadadora
universitaria Riley Gaines.
Navratilova, de origen checo, tuvo una carrera profesional de 32 años, ocupó durante 332 semanas el primer puesto en partidos en solitario, y ganó 167 títulos de alto nivel en singles y 177 en dobles. Es una de las únicas tres tenistas femeninas en lograr un Grand Slam (es decir, ganar los cuatro campeonatos en una misma temporada anual). Así mismo, como una mujer abiertamente lesbiana, ha sido activista por los derechos de gays y lesbianas desde hace años. Así mismo, afirmó en una columna en el Times de 2019 que las reglas para los atletas trans recompensan la trampa, se ha referido a las atletas trans como “atletas masculinos fracasados”, y ha manifestado su apoyo a un boicot de Nike en abril de este año como respuesta a una campaña de sostenes deportivos con la influencer trans Dylan Mulvaney. Por otro lado, en 2021 hizo parte del recién formado Women’s Sports Policy Working Group, un grupo activista que busca “proteger los derechos de las mujeres en el deporte”, mientras que al mismo tiempo acomodan un espacio para las atletas transgénero.
Por su parte, Riley Gaines se hizo famosa porque en 2022, tras empatar en un quinto puesto durante el Campeonato de Nado y Natación de Mujeres de la NCAA, empezó a hacer lobby a los representantes en Kentucky para que se pasara una ley que prohibiera la participación de mujeres trans en deportes femeninos, puesto que su compañera en el quinto puesto fue Lia Thomas, primera mujer abiertamente transgénero en la división femenina de la NCAA. Ha hecho bastante campaña en los últimos meses a favor de la prohibición de mujeres trans en deportes dentro de estados como Texas, San Francisco y Oklahoma, a favor del Partido Republicano y la campaña de Ron DeSantis, la organización conservadora Turning Point USA, y como parte de un reconocido grupo anti-trans, Independent Women’s Voice. Incluso llegó a estar como testigo en una audiencia del Comité Judicial del Senado sobre derechos civiles LGBT+, donde su relato de la “traumática experiencia” de compartir vestidor con Thomas, usado por el infame senador Ted Cruz, fue confrontado con el hecho de que muy pocas mujeres trans compiten en deportes al día de hoy.
¿Cuáles son sus argumentos? Desde el “sentido común”, la gente
considera que los hombres no deberían estar compitiendo contra las mujeres en
un deporte, pues entonces la gran mayoría de competencias y títulos serían
dominados por los primeros debido a su ventaja física. En ese orden de ideas,
incluso los más abiertos a tolerar a la comunidad transgénero encuentran que
las atletas trans, cuyo desarrollo en la pubertad normalmente fue guiado por
hormonas masculinas, tendrían una ventaja física por encima de las mujeres cis,
por lo que dejarlas competir sin más en categorías femeninas sería una
injusticia.
Visto desde una perspectiva más racional, es cierto que existen diferencias fisiológicas debido al leve dimorfismo sexual. En promedio, los hombres tienden a ser más altos y pesados que las mujeres, con fibras musculares más anchas, por lo cual tienden a desarrollar mayor masa muscular; su esqueleto, tendones y cartílagos tienden a ser igualmente más densos en comparación con las hembras; mayor fuerza de agarre; y un mayor volumen pulmonar en promedio, lo que significa que se puede mantener una mayor capacidad de realizar ejercicios físicos a medida que se envejece. Todos estos cambios son resultado de la madurez sexual durante la pubertad y el efecto de las hormonas diferenciadas entre machos y hembras en la pubertad.
En ese orden de ideas, la propuesta de permitir a las
atletas trans competir en categorías para las mujeres “biológicas” es permitir
que abusen de sus ventajas biológicas, además de una potencial fuente de
lesiones serias para las competidoras femeninas. Si el sexo no fuese la base
para la separación de competencias, de acuerdo a la periodista Doriane Coleman en
The Atlantic, “no conoceríamos a Megan Rapinoe, Angel
Reese, o Katie Ledecky como estrellas”, por lo que quizás sea más cómodo
establecer una categoría aparte para atletas transgénero. Otros son menos
drásticos, pero piden que los atletas trans en general se sometan a un
tratamiento hormonal por un período de tiempo determinado antes de permitírseles
competir en categorías deportivas con base en sexo, y que es un debate que
tendríamos que estar dando.
No obstante, para algunos ni siquiera eso es
suficiente. En un hilo
recordado donde acuñó
el término “falacia univariada”, el biólogo evolutivo anti-trans Colin Wright
(ya hablaré con más detalle de Wright en unos minutos) argumenta que no sólo se
pueden tener en cuenta los niveles de testosterona actuales para evaluar el
desempeño y competitividad de las atletas trans, sino también el efecto pasado
del desarrollo hormonal en sus características físicas. Desde esa perspectiva,
incluso con un régimen hormonal de estrógenos, la participación de atletas
trans en categorías femeninas tendría que descartarse de inmediato.
¿Cuál es el problema de sus argumentos? Descartemos de inmediato la noción de
“sentido común”, pues la intuición visceral, sin información que la acompañe,
confunde y engaña fácilmente a la persona, por lo que no es un buen consejero a
la hora de abordar temas complejos como la integración de un sector marginal de
la población. Dicho esto, pasemos entonces a los argumentos más duros.
Sería tonto, como biólogo, negar que hay diferencias
físicas en promedio entre machos y
hembras dentro de Homo sapiens, aun
cuando no es difícil notar que se tiende a exagerar demasiado el valor de
cuestiones fisiológicas en una especie como la nuestra, cuyo dimorfismo sexual
es de hecho bajo en comparación con otros primates. No obstante, considero que hay
varios errores en cómo se utiliza este hecho para la segregación en categorías
deportivas y la exclusión de personas trans.
El primero es usar la biología y la medicina como si fuesen
campos prescriptivos sobre las
normativas sociales. El carácter descriptivo
de ambos permite realizar recomendaciones sobre cómo el individuo puede
integrarse en un determinado escenario social, pero al final, que los hombres
puedan ser en promedio más altos que las mujeres, o una mayor fuerza de agarre,
no tendrían por qué definir la forma en que se abordan las propias categorías
femeninas. Y si hay un problema que se ha reconocido recientemente dentro de la
brecha deportiva entre sexos es que muchas disciplinas ni siquiera han
considerado a las mujeres y esas mencionadas diferencias promediales, lo que va
desde temas como los tiempos, la técnica o la coordinación hasta el diseño de
los zapatos deportivos. Curiosamente, no es algo que suelas ver comentando a
quienes fiscalizan la inclusión de atletas transgénero.
Otro error es que se abstrae demasiado el tema de las
diferencias físicas en promedios,
rara vez comentando o presentando un estudio comparativo que permita vislumbrar
qué tan ciertas son para atletas transgénero, e ignorando por completo que los
individuos en categorías deportivas rara vez son representativos del
rendimiento físico y las capacidades fisiológicas de un ser humano promedio. Y ojo, hay estudios
corroborando que, en efecto, se mantienen algunas diferencias fisiológicas o
mejor dicho, tienen una reducción notable pero no tan grande (como la masa
muscular o la fuerza en la parte superior) incluso tras regímenes de
tratamiento hormonal de dos a tres años, si bien son a menudo estudios
limitados metodológicamente, como trabajar con poblaciones de mujeres transgénero
no entrenadas.
Sin embargo, nada de esto debería traducirse en una exclusión de atletas transgénero en categorías por sexo. Primero porque las ventajas fisiológicas también son evidentes muchas veces dentro de las propias categorías. Es llamativo notar la dominancia de atletas africanos o de ascendencia afro en deportes de atletismo y carreras a distancia, como el caso de Usain Bolt; que la enorme estatura y piernas largas de Zlatan Ibrahimovic sin duda influyeron en su carrera como delantero en equipos de fútbol; la envergadura de Michael Phelps daba cuenta de brazadas más amplias en competencias de natación; y la notable musculatura de las hermanas Williams es también una ventaja en encuentros de tenis. Y no pedimos exclusiones o categorías separadas en estos casos, basados en esas ventajas biológicas. Lo cierto es que los atletas trans son tan variados en habilidad, técnica y atributos físicos como los atletas cis, por lo que asumir una ventaja inmediata por cuenta de su sexo asignado y su desarrollo pre-transición es de hecho prejuicioso.
Es difícil, además, pasar por alto el hecho de que las ventajas competitivas que muchos fiscales señalan por parte de las mujeres trans que ya son atletas reconocidas son muchas veces exageradas o inventadas, mientras conveniente ignoran a los hombres trans que también son atletas. Por ejemplo, Lia Thomas no sólo no ha roto récords dentro del equipo femenino de la Universidad de Pensilvania, sino que además, a pesar de que su posición en varios rankings es alta, en aquel campeonato de 2022 de la NCAA quedó por debajo de cuatro mujeres cis (a quienes Gaines curiosamente olvida), y en otra competencia en aquel mismo año, terminó en un poco destacable sexto lugar, detrás de otras cuatro mujeres cis y un hombre trans que competía sin transición hormonal. Casos como el de las boxeadoras Ana Pascal e Imane Khelif, quienes han sido acusadas de ser transgénero, también abren la nuez de la forma en que mujeres por fuera de cánones regulares de lo que se entiende por “feminidad” reciben escrutinio por parte de competidoras con poca gracia competitiva.
Poco se habla, en contraste, del boxeador transgénero Patricio
Manuel, quien ha ganado en los tres encuentros pugilísticos profesionales que
ha tenido desde su transición, pues esto diluye su narrativa. Y es que, en el
fondo, la postura de defender la exclusión o la segregación de las atletas
trans en categorías femeninas no es más que el argumento sexista de que las
mujeres son más débiles e incapaces que los varones, y que más que en
evidencias biológicas, reposa sobre esquemas y normativas sociales caducas
donde la participación de las féminas en espacios públicos era más restringida,
lo cual es más dañino que cualquier acomodación inclusiva. No olvidemos que la
separación de disciplinas deportivas en categorías por sexo nació porque en la
década de 1870, las mujeres intentaron crear su propia organización deportiva
en la cual participar, así que el Comité Olímpico Internacional (COI) empezó
poco a poco a abrir categorías femeninas, evitando así tener que competir con
otro evento deportivo de talla mundial.
La superficialidad de sus supuesto argumentos
biológicos queda mucho más en evidencia con la decisión de la Federación
Internacional de Ajedrez (FIDE, por sus siglas en francés) en este año de
emitir guías que limitan la participación de mujeres trans en torneos: las
personas que quieran participar deben entregar documentos que certifiquen su
transición, y pasan a ser elegibles para torneos abiertos, pero no en aquellos
exclusivos a mujeres. La FIDE no ofreció explicaciones de esta decisión, y
nadie con alguna noción de realidad diría que hay potenciales ventajas físicas
que las mujeres trans podrían aprovechar en un juego que se basa en destreza
mental y estrategia; sin embargo, personajes como Gaines aplaudieron la
decisión, afirmando que no era sólo cosa de físico, sino también de ocupar
espacios femeninos en un deporte donde las mujeres están subrepresentadas.
Otros llegaron más lejos, señalando supuestas ventajas cognitivas basadas en
dimorfismos cerebrales, desempolvando así un sexismo ramplón que ignora la
sobrerrepresentación de mujeres en grupos universitarios, y mina
su credibilidad acerca de la justicia deportiva. Un tanto similar ha ocurrido
en un par de casos recientes acerca de chicas trans que ganaron concursos de
popularidad en sus colegios, y con las cuales no han sido tímidos en someterlas
a acoso por supuestamente usurpar los espacios femeninos por… ¿ventajas
biológicas?
Tampoco es cierto que las mujeres trans estén
“invadiendo” los espacios femeninos en los deportes en estos últimos años. En
Estados Unidos, uno de los países donde más se ha debatido sobre la
participación trans en deportes, se
estima que menos de 100 mujeres trans están compitiendo en deportes escolares a
nivel público, y es difícil que en otras naciones con menos
protecciones civiles las cifras sean muy superiores. Ni hablemos de los hombres
trans que son atletas, quienes suelen ser ignorados en estas diatribas sobre la
justicia deportiva, pues como vimos en el caso de Manuel, podrían romper su
narrativa sobre la ventaja biológica inherente al sexo masculino; ni siquiera
los reconocidos públicamente a nivel mundial son muy numerosos – Wikipedia
enlista apenas trece
atletas trans en categorías masculinas, y más de la mitad son de
Estados Unidos-.
Una problemática adicional es que las pruebas de
verificación de sexo en deportes internacionales, si bien tienen argumentos
fundamentados sobre los niveles de testosterona considerados para permitir la
participación de mujeres trans como atletas, también se hace menos confiable
cuando es aplicado por fuera de mujeres caucásicas. Fue muy sonado, por
ejemplo, el caso de dos
atletas namibias que en 2021 fueron excluidas de los Olímpicos de Tokio
por superar el nivel mínimo de testosterona en la sangre; ocurrió lo mismo este
año con la velocista dominicana Fiordaliza Cofil; y bajo tales parámetros, las
atletas cis con altos niveles de testosterona natural, o por condiciones como
hiperandrogenismo o síndrome de Turner, se ven obligadas también a tomar
medicación si quieren participar en categorías profesionales. Es decir, si bien
los reglamentos actuales del Comité Olímpico Internacional (COI) son
comprensibles y, hasta cierto punto, rigurosos, están estandarizados de forma
insuficiente con respecto a la diversidad fisiológica del cuerpo internacional
de atletas.
Pero si hay algo completamente falso en la forma en que se aborda el tema sobre la participación trans en deportes es que sea un debate evitado por la comunidad trans. De hecho, es donde más coinciden las personas trans que hay matices necesarios, porque no se puede ignorar el desarrollo pre-transición. De hecho es un tema de discusión bastante antiguo, que remite a casos tales como la tenista Reneé Richards en los años setenta (que introdujo la prueba de cuerpos de Barr), o el de la atleta María Martínez-Patiño, quien fue expulsada del Equipo Olímpico de España en 1986 cuando un examen reveló que era una mujer intersexual con SIA. Muchas personas trans entienden y reconocen las dudas de la gente sobre la participación en deportes, y de hecho coinciden en que una integración en categorías por sexo requiere del tratamiento hormonal previo.
Porque sí: si bien es cierto que algunos atributos
fisiológicos no se reducen de forma drástica con la transición hormonal, sí que
cambian lo suficiente para permitir una participación competitiva, incluso
aquellos principalmente influenciados por la producción hormonal durante la
pubertad. De hecho, las atletas trans pueden incluso ser más vulnerables a
desgarros y fracturas por la pérdida de masa muscular y la potencial
descalcificación, pero eso no ha detenido a muchas de presentarse a
competencias. La idea de Wright, según la cual no se considera el efecto
pre-transicional de las hormonas sexuales en el rendimiento físico
post-transición, carece de fundamento. Por mucho que los actuales parámetros
para la participación de atletas trans aún requieren trabajo en su formulación
y aplicación, permitir la participación de mujeres trans en categorías
femeninas con una previa transición hormonal es por mucho preferible a una
exclusión sin más o una segregación condescendiente. Esto permite además que
muchas personas transgénero con aspiraciones atléticas se sientan animadas a
participar en deportes, enriqueciendo de tal manera la integración social en
más espacios públicos de minorías históricamente marginalizadas.
¿Es posible hacerlos entrar en razón? Podría decirse que sí: de hecho,
probablemente es el grupo menos transfóbico en general. Como expliqué, la
mayoría de fiscales del deporte basan sus posturas en “sentido común” y una
comprensión muy general de diferencias biológicas y promedios, por lo que una
explicación más detallada sobre tratamiento hormonal, promedios de desempeño
físico entre sexos por dentro y fuera del atletismo, e incluso de historia del
deporte, pueden hacer que la mayoría entienda mejor por qué se aboga por abrir
un espacio a los atletas transgénero. No todos son como Navratilova o Gaines.
Con gente como estas últimas, en contraste, poco se
puede hacer. No es precisamente justicia lo que las mueve, sino desprecio. Con
este tipo de fiscales, lo que queda es combatir directamente sus falacias y
exageraciones, y desnudar su postura como lo que es: intolerancia pura y dura
camuflada, como una supuesta justicia deportiva. Pero al grueso de la gente de
a pie, aunque no se pueda hacer que cesen en su empeño, sí que al menos se les
puede exponer mejor el por qué la idea de segregación a los atletas trans es
más bien injusta.
Biólogos antiposmo/antimarxistas
¿Quiénes son? A pesar de su vínculo con las ciencias biológicas, en
realidad no son tan frecuentes –al menos, desde mi punto de vista- como otras
categorías transfóbicas, y es porque incluso con una noción más o menos básica
de la identidad de género, muchos científicos reconocen y apoyan la integración
de las personas trans/nb. También es cierto que en general la academia y la
comunidad científica en sentido general coincide en la base biológica de la
identidad, está empezando a comprender mejor la complejidad en el desarrollo y
la determinación del sexo individual, y al estar más consciente de su papel
social y político (sin por ello politizarse), se ajusta poco a poco al modelo
biopsicosocial desde el cual se analizan las sexualidades diversas.
No obstante, esto no ha impedido que algunos biólogos
sean escépticos o directamente negacionistas de la identidad de género, a
menudo desde una argumentación básica sobre la sexualidad desde la
gametogénesis o el arreglo cromosómico, y una comprensión muy insuficiente de
la ciencia médica en torno a la identidad de género. No son tantos, pero sí
bastante vocales, y comparten en común no sólo argumentos en principio
trans-suspicaces, sino también una crítica a las políticas de identidad y los
movimientos de justicia social, a quienes ven concebidos desde el vientre
postmoderno, y como una influencia ideológica negativa que amenaza la academia
y el diálogo sobre hechos científicos, así como erosionar la confianza pública
en la ciencia.
Para efectos de este texto, son importantes tres personas, tres biólogos evolutivos, los tres siendo ateos confesos y escépticos científicos, pero también críticos sobre la realidad biológica y el alcance ideológico del concepto de género y la identidad. El primero es por supuesto Richard Dawkins, uno de los divulgadores científicos más reputados de la actualidad, formulador del término “meme”, activista político por la defensa del humanismo y el secularismo, y el reconocimiento público del ateísmo, crítico de la religión organizada y uno de los llamados cuatro jinetes del Nuevo Ateísmo. Como un personaje enfrentado a la ignorancia en temas científicos, aunque no tan versado en ciencia médica o neurología del sexo, Dawkins cuestiona el planteamiento del sexo como espectro, así como el activismo transgénero, al que acusa de ser autoritario y paranoide. Así mismo, en su podcast The Poetry of Reality (La poesía de la realidad) ha promovido libros de reconocidas feministas trans-excluyentes como Helen Joyce, Abigail Shrier y Katleen Stock, así como llamado “heroínas” a esta última y a la ya repudiada J.K. Rowling, autora de la saga de Harry Potter.
Un tanto similar es Jerry Coyne, también biólogo evolutivo. Coyne es también un referente importante en biología evolutiva, gracias a sus trabajos en especiación, y su texto de estudio Por qué la evolución es verdad. También es un activista del Nuevo Ateísmo, un fuerte crítico de la hipótesis científica del diseño inteligente, aunque también de la desacreditada tesis del conflicto, y uno de los voceros más activos sobre la supuesta captación ideológica de las universidades por causa de los programas de Diversidad, Equidad e Inclusion (DEI), la teoría crítica y el activismo woke. Por supuesto, cuestiona también el enfoque constructivista del activismo transgénero y ver la sexualidad humana como un espectro, ha defendido a Dawkins en ocasiones tras polémicas relacionadas con el tema, y ha atacado de forma más directa los programas de DEI a través de artículos en “defensa del mérito” y hablando sobre “la subversión ideológica de la biología”.
El último ejemplo a mencionar es Colin Wright, otro biólogo evolutivo quien, a diferencia de los otros dos y su compromiso tácito con el liberalismo progresista, se ha inclinado en tiempos recientes hacia la derecha, e incluso admitió haber votado por los republicanos. Dejó la academia por una supuesta persecución por afirmar que los sexos no son constructos sociales, y tras ello fundó el proyecto de blog Reality’s Last Stand (El último bastión de la realidad), y se integró al Killarney Group, un think tank conservador enfocado en sexo y género que hace parte de Genspect, un grupo internacional fundado en 2021 por la psicoterapeuta Stella O’Mailey, opositor a la TAG y a la transición médica y social en cualquier edad, y promotor de hipótesis pseudocientíficas de “contagio social” sobre la identidad de género (y que, irónicamente, guarda relación con grupos religiosos fundamentalistas). Wright no sólo cuestiona el modelo biopsicosocial de la sexualidad, sino que además se opone directamente al concepto de identidad de género como tal, rechazando cualquier aspecto de autodeterminación que no considere la “realidad objetiva” del sexo, refiriéndose al modelo como “pseudociencia de género”. Y es el creador del concepto de falacia univariada, del cual hablamos en la sección anterior.
¿Cuáles son sus argumentos? Ya hemos tocado en la Parte II de esta
serie los argumentos por los cuales se rechaza la visión del sexo como un
espectro, y en las dos siguientes algunos en torno al concepto de identidad de
género y las identidades transgénero, por lo que se hace difícil no redundar al
respecto. De modo que para ser pragmático, resumiré los principales ejes en el
argumento de los mencionados biólogos, dirigiéndolos a los capítulos anteriores
en caso de necesitar un poco más de detalle: la anisogamia en la reproducción,
la baja incidencia estadística de los trastornos del desarrollo sexual (TSD),
la supuesta incertidumbre en el concepto de identidad de género, el papel de la
teoría queer en el activismo trans y el pánico antimarxista.
El tema de la anisogamia reproductiva es sencillo: nuestra especie se considera binaria porque presenta dos tipos de gametos de diferentes tamaño y motilidad, cada uno producido sólo por machos o hembras. En esto los tres son enfáticos, algunos con mayor finura que los otros, y realmente no hay mucho que debatir, porque no creo que nadie ponga esa distinción en duda. Wright incluso discute sobre este hecho mientras acusa a quienes proponen un modelo multimodal de la sexualidad de introducir política en los análisis científicos para “proteger o afirmar a las comunidades marginadas”, algo que, asegura, no es el trabajo de un biólogo.
Sobre la baja
incidencia de los TSD, los tres también coinciden en que la muy pequeña
frecuencia estadística de trastornos asociados a la intersexualidad (un
0,018%), y la baja frecuencia de las identidades transgénero (entre un 1-3% de
la población), no bastan para proponer una redefinición de cómo analizar o
entender la sexualidad en el ser humano. Como Coyne comentó en
una publicación reciente de su blog, “es la misma probabilidad de lanzar una moneda y que caiga de canto, pero
no decimos “¿cara, sello o canto?” cuando adivinamos el lanzamiento de una
moneda”. En ese sentido, no hace falta “distorsionar” la realidad biológica
para “empujar la ideología”, puesto que eso no debería tener importancia con
respecto a cómo deberíamos tratar a las personas transgénero y no binarias.
Es en su tratamiento sobre el concepto de identidad de género y su “incertidumbre” donde más
se distingue entre los tres. Wright ni siquiera considera que el concepto de
identidad de género sea algo real, refiriéndose a ello con el hombre de paja de
“ideología de género” que complica excesivamente la comprensión del sexo, y
rechaza la idea de que los menores de edad puedan manifestar una identidad
transgénero, tal como todos en Genspect y el think tank del que hace parte. Coyne y Dawkins son menos drásticos
en apariencia, pero la elección de palabras del primero es confusa. Si bien
recuerdo que cuando salió en defensa del segundo hace unos años, como
recordarán de esta entrada que escribí yo mismo entonces,
el propio Coyne le cuestionó su uso ligero de palabras como “elección” al
hablar sobre la identidad de género, en sus publicaciones constantemente habla
de las personas transgénero como aquellos que “sienten” que pertenecen a otro sexo, y sin saber si lo ve como una
sensación arbitraria o no, no tengo muy claro en qué forma ve la identidad.
En cuanto a Dawkins, me temo que el principio de caridad no lo ayuda tanto. No sólo en trabajos recientes se refiere de forma despectiva al concepto de género como “sexo ficticio”, como cuando comenta en sorna que eran más de 80 la última vez que revisó, sino que también destila un tono paternalista que sugiere que ve a las personas transgénero desde el concepto patológico de disforia de género de ediciones anteriores del DSM, sin mencionar que acepta tácitamente la tesis del contagio social. También ha reducido las experiencias de personas transgénero sobre su inclusión en espacios acordes a su identidad con frases típicas de fiscalización deportiva, donde parece asumir que la identidad de género no tiene nada que ver con su desarrollo sexual, y escenarios hipotéticos tan burdos que parecen salidos de cualquier presentador en The Daily Wire, no de la prosa de un divulgador científico. Y cuando tu retórica es prácticamente indistinguible del meme transfóbico de un abogado ultracatólico, y no sólo por las conclusiones, creo que tenemos un problema.
Se vuelven a acercar en cuanto a sus críticas sobre el activismo trans. Los tres coinciden en que se basa en una expresión de la teoría queer y el constructivismo de género, que tiene sus raíces en el odiado pensamiento postmoderno que tanto cuestiona la objetividad del quehacer científico, y tienden mucho a reducirlo a “reemplazar sexo con género” o que se trata de que “si te sientes o crees que eres de un género, lo eres”. Dawkins ha sido especialmente despectivo al respecto en trabajos recientes: como he comentado en entradas anteriores, los considera un grupo autoritario, que impone sus “caprichos” al resto de personas racionales, y que “la verdadera tiranía” yace de su lado. Y ha acuñado una curiosa analogía sobre la similitud entre la idea de transidentidad y la transubstanciación de la Iglesia Católica: además del obvio prefijo trans (‘detrás de’, ‘al otro lado’), la transidentidad “plantea” que basta con decir que perteneces a un género para que tu sexo cambie literalmente al género con el cual te identificas, de forma similar al concepto de que las hostias y el vino se convierten en el cuerpo y la sangre de Cristo durante la Eucaristía. En ese orden de ideas, Dawkins plantea que el activismo de género comparte los elementos de un culto religioso potencialmente nocivo.
Finalmente, una similitud menor yace en un pánico reaccionario de corte antimarxista.
En su artículo sobre subversión ideológica, Coyne acusa que las críticas sobre
las diferencias conductuales y psicológicas entre machos y hembras y hacia la
psicología evolucionista de corte adaptacionista estaría parcialmente
influenciada por las tesis marxistas y la “infinita
maleabilidad de los seres humanos” a través de la socialización. Dawkins no
es tan directo sobre dicha influencia, pero sí es bastante enfático en sus
escritos sobre los derechos individuales, y el cómo no estamos obligados como
sociedad a complacer los “caprichos” de una minoría autoritaria y agresiva con
la promoción de su identidad, más allá de lo cortés y necesario como el uso de
pronombres preferidos, en un típico enfoque de justicia liberal individualista.
¿Cuál es el problema de sus argumentos? A través de las entradas anteriores en esta serie, hemos hablado a detalle sobre los diferentes niveles en la determinación y la diferenciación sexual, y que esto es lo que realmente significa cuando se habla del espectro de la sexualidad, pero por el bien de este análisis volvamos a destacarlo. Es perfectamente esperable un desarrollo individual en el cual los niveles de diferenciación sexual puedan presentarse de forma incongruente entre sí, sin que esto represente una anomalía patológica del desarrollo sexual. Así mismo, las características de la diferenciación sexual del cerebro abren la puerta a que ocurra de forma distinta al resto de los niveles de diferenciación, dando lugar a lo que entendemos como identidad transgénero.
Las objeciones de los biólogos mencionados, cuando no
caen en hombres de paja como el “tercer gameto” de Coyne y Wright, o los 83
géneros de Dawkins, se resumen en simplificaciones genitalistas sobre los
trastornos de desarrollo sexual y la identidad de género. Reducir las
ambigüedades sexuales a la composición genital observable o la producción
gamética esperada (porque, seamos directos, la mayoría de nosotros jamás se ha
realizado un cariotipo o un diagnóstico de gametos en la vida) es poner la lupa
en apenas dos de las varias expresiones fenotípicas en la diferenciación sexual
individual, ubicándolas como la máxima evidencia del desarrollo sexual
embrionario. A la luz de la evidencia actual sobre biología del desarrollo en
el ser humano, esto es una reducción cómoda, pero más cercana al entendimiento
básico de ciencias biológicas que al conocimiento académico y universitario
actual, y en últimas tan simplista como el conservadurismo más rancio que
reducía el papel social de la mujer, e incluso su valor, a su capacidad
reproductiva.
Es cierto que en la vasta mayoría de los casos,
podemos asignar correctamente el sexo de una persona basados en sus rasgos
físicos, pero eso no significa que tengamos que desestimar las observaciones
sobre ese pequeño porcentaje donde no funciona, y la evidencia de cómo dicha
comprensión binaria de la sexualidad no sólo ha influido en la comprensión
social de la sexualidad, sino en el propio tratamiento médico y sociocultural
que le damos a esas variaciones atípicas (véase la sección “Mis comentarios
sobre el activismo queer” en la Parte IV), y la forma en que limita el
desarrollo de nuevos paradigmas que integren modelos biológicos y sociales
sobre la sexualidad. El hecho es que la determinación sexual y la
diferenciación no funcionan como un sistema binario de un interruptor que
podemos encender o apagar para obtener uno u otro sexo, sino como una serie de
diales que ajustamos en diferentes posiciones para dar lugar a un individuo con
características más asociadas a un sexo particular; y es una información que,
por vital que sea para la reproducción, la presencia de un juego de gametos no
refleja en realidad.
Las analogías que han presentado con respecto al tema son, además de pobres y mal planteadas, otra evidencia de su incapacidad en analizar la sexualidad humana de forma integrativa. En el caso de Coyne, su analogía del lanzamiento de la moneda es bastante irónica desde su concepción. El hecho de que el canto de la moneda no sea considerado un “tercer lado” por su baja probabilidad estadística es precisamente el resultado de una simple convención social, no de las características propias de la moneda. Es decir, dejamos de lado el canto de la moneda cuando jugamos a cara y sello porque a través de las relaciones inter-jugadores dentro de las normas de juego, hemos convenido que cara y sello son los resultados que valen por ser los más “comunes”, pero no porque nos sentemos a considerar un valor propio más allá de la probabilidad en el canto; lo descartamos sin más, de forma curiosa a como lo hacemos con ese 0,018-1,7% de condiciones en intersexualidad que, por fuera de la fría estadística, comprendería entre un millón y 136 millones de personas, cifra superior a las poblaciones de cientos de países. En otras palabras, Coyne acaba minando su propio argumento sobre los TSD y las ambigüedades sexuales con su poco craneada analogía, la cual termina abriendo el melón del papel de la normatividad social en nuestra propia comprensión de la sexualidad. Detalles como el uso de pronombres preferidos correspondientes a género o el cambio del sexo legal de modo que corresponda a la identidad, no buscan reemplazar o destruir el sexo biológico, sino lograr que los comportamientos y normativas de la sociedad se regulen para permitirles un espacio válido dentro de la comunidad, sin restricciones ni prejuicios. Ignorar dichas necesidades como el capricho de una minoría probabilística será técnicamente estadístico, pero difícilmente humanista.
La transubstanciación de Dawkins es incluso peor.
Primero, porque evidencia su incapacidad de abordar académicamente el tema de
la identidad de género sin rebajar el debate a la torpe estructura
antirreligiosa y antiteísta del Nuevo Ateísmo. Segundo, porque la analogía está
muy mal concebida. Sobre la
identidad de género tenemos evidencia tangible en la neuroanatomía y la
neuropsicología, y a través de la TAG, se pueden modificar suficientes niveles
fenotípicos de la sexualidad como para afirmar que, en efecto, una persona
transgénero puede transformar su sexo en el género dentro del cual se reconoce
–sólo gametos y cromosomas son imposibles de modificar, pero esos no abarcan
toda la corporalidad-. En contraste, hasta donde yo sé, no hay una evidencia de
que las hostias y el vino de misa se transformen físicamente en el cuerpo y la
sangre de Cristo; y si los católicos me dicen que ocurre de forma espiritual,
pues es simplemente infalsable. Dawkins sólo intenta reducir la cuestión de la
identidad de género al activismo trans (lo que no es muy preciso, pues no toda
persona trans es activista de género), para vincularlo así a sus críticas al
postmodernismo y la teoría social crítica. Y son críticas que podrían
validarse, si no fuese porque pretende simplificar un aspecto importante de la
identidad biológica humana como una simple diferencia ideológica, de forma
bastante similar a los argumentos que hemos visto por décadas sobre las
orientaciones no heterosexuales. Un movimiento patético por parte de quien se
supone es uno de los intelectuales más importantes de la actualidad.
En cuanto a Wright, al rechazar activamente el concepto de identidad de género y la relación del desarrollo hormonal prenatal y puberal con esto, termina cayendo de forma curiosa en el error de falacia univariada que él mismo acuñó, ya que niega que la identidad represente un papel dentro del desarrollo sexual del individuo, al no poder asociarse con todo nivel de diferenciación y expresión de la sexualidad en el ser humano, y por tanto sería insuficiente en su opinión para distinguir categóricamente a los individuos de forma sexual. Su relato sobre dejar la academia por sus posturas “heterodoxas” queda además algo débil si descubrimos que su tutor doctoral, Johnatan Pruitt, acabó desprestigiado al descubrirse la falsificación de datos en sus publicaciones sobre conducta en arañas, lo que condujo a la retractación de varios artículos y la afectación de su grupo de trabajo, el cual incluía a Wright. Y si bien debe admitirse que este último no es responsable ni ha sido vinculado a las acciones de su tutor, el impacto de la debacle de Pruitt en su propia carrera académica y la negativa de Wright a comentar sobre el fraude complica un poco su narrativa de mártir por oponerse a la “ideología de género”.
Más allá de lo expuesto aquí, el mayor problema que comparten estos profesionales es que, en el fondo, sus objeciones al concepto de identidad de género y al activismo trans son más políticas que científicas. Los tres mencionados comparten un mismo discurso sobre el “secuestro” de la academia, las universidades y las instituciones científicas, por parte de un activismo postmoderno donde los caprichos de las minorías, la emocionalidad y el pensamiento tribalista pesan más que la razón, los hechos científicos –a pesar de que estos desacreditan a los tres científicos- y los derechos individuales, sin ofrecer evidencia robusta de sus afirmaciones. Son más bien un reflejo de la propia crisis interna que desarticuló el movimiento ateo y escéptico surgido post-9/11: una división entre un sector más defensor de la libre expresión y con tendencias más cercanas al libertarianismo individualista y el antimarxismo, y otro más próximo a la justicia social y el progresismo, sin más vínculo en común que la defensa pública a la irreligiosidad. Y todos podemos estar comprometidos con nuestras causas políticas; el problema es cuando se convierten en filtros que alimentan sesgos ideológicos del pensamiento crítico, como es el caso de estos biólogos.
La idea de que la ciencia debe ser apolítica y alejada
de debates políticos y sociales, a menos que involucren directamente hechos
científicos como el rechazo a las medidas sanitarias y los programas de vacunación
obligatoria, es bonita, pero no es más que un espejismo tan falible como
discordante. La ciencia es un conjunto sistemático de conocimientos
comprobables y evaluados, pero también es una actividad socialmente construida,
que puede influir en el desarrollo sociopolítico de la población, y que puede
también ser influida por diferentes ideologías y estructuras de poder. Y los
biólogos que se oponen al papel de la academia en la inclusión de minorías
históricamente marginales a través de argumentos científicos y nuevos
paradigmas en las ciencias biológicas no están exentos de caer en sesgos
políticos e ideológicos, por mucho que digan oponerse a ello. Cuando Coyne
habla de que la ciencia debe ser secular, apolítica y liberal, sin influencia
de teorías sociales nacidas en el seno de las humanidades, esa es una defensa que está
politizando la ciencia. Cuando Wright asegura que la “ideología de
género” les puede lavar el cerebro a adolescentes homosexuales acosados en la
escuela para que se “conviertan” en mujeres, eso es una posición política muy
mal disfrazada de ciencia. Y cuando Dawkins aplaude en su podcast el
trabajo de feministas radicales que se oponen activamente a la inclusión de
mujeres trans en espacios femeninos, usando él mismo argumentos genitalistas, eso
es tomar una posición política, y divulgar mala ciencia desde ahí.
Lo más irónico de todo es que, para sus críticas y
ataques a la base postmoderna de la teoría queer y el activismo trans, ellos
mismos aplican herramientas postmodernas al hacerlo. Cuando presentan los
avances en espacios científicos y académicos sobre la diversidad en la
determinación sexual y su papel en la intersexualidad y las identidades
transgénero como una “subversión
ideológica”, y al enfoque médico afirmativo de género en la infancia y
adolescencia como un “contagio social” y una “ideología de género”, en lugar
del resultado de la evaluación objetiva de supuestos y conocimientos
adquiridos, no hacen más que aplicar un
enfoque constructivista sobre la naturaleza de la actualización en hechos
científicos sobre la sexualidad, muy típico del marco postmoderno que
cuestiona la validez del conocimiento objetivo y los sistemas científicos. Lo
cual, a pesar de sus propios resquemores, no tendría que ser necesariamente
motivo de crítica, si al menos supieran aplicar ese enfoque basados en
argumentos científicos serios, algo en lo que fallan con notoriedad. Y esto, de
parte de científicos que dicen defender su profesión y mantener la confianza
pública en la ciencia, es tan desconcertante como risible.
¿Es posible hacerlos entrar en razón? Quizás son el grupo accesible más reacio
a poder cambiar sus posturas, primero porque están más impulsados por
preocupaciones ideológicas que científicas, y segundo porque son más que
expertos en racionalizar sus prejuicios e inquietudes. Es posible que algunos
como Coyne, quien al menos ha reflejado un entendimiento más cercano a la
realidad sobre el género y la identidad, puedan comprender mejor los argumentos
desde el activismo trans, y logren abandonar esos falsos dilemas, como fue mi
caso, aunque no es una tarea fácil. Ya vimos que Coyne adjudica el enfoque
biopsicosocial a una “subversión ideológica de la biología”, así que en
principio, no es tampoco alguien a quien se pueda abordar con comodidad sobre
sus yerros genitalistas.
Con otros, como Dawkins y Wright, parece más difícil, si no es que de plano imposible. La suspicacia del primero raya en un antagonismo tácito, dado su respaldo a trabajos anti-trans tan mal construidos como los de Joyce, Shrier y Stock, y el marco antirreligioso bajo el que engloba el concepto de identidad de género y el activismo trans, así que lo veo incluso menos abierto a la crítica que Coyne. En el caso de Wright, su trans-antagonismo es ya de plano irredimible: alguien que se decía de izquierda pero se pasa al otro lado del espectro político por el supuesto choque ideológico con la izquierda, a pesar de que le frustra el frío recibimiento que la derecha estadounidense le da a un ateo como él, es un profesional de poco carácter y bastante alejado de “el último bastión de la realidad”, dispuesto a regalar sus principios antes que reconocer la verdadera complejidad de la ciencia que dice defender.
(Continúa en la siguiente parte...)
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