Do Say Gay: una revisión detallada sobre sexo y género (VI): activismo LGBT+: ¿una teoría cínica?

 

Parte I: prefacio

Parte II: niveles y elementos de la determinación sexual

Parte III: historia y luchas de la diversidad sexual

Parte IV: mitos y realidades de la comunidad transgénero

Parte V: la falsa dicotomía de “sólo hacer preguntas” (partes 1, 2 y 3)

 

Introducción

Usualmente, la relación entre grupos oprimidos y marginales es distante, pero cordial. El hecho de que no compartan las mismas problemáticas no significa que no puedan apoyarse en ocasiones. Cuando Martin Luther King marchaba en Washington, la comunidad judía manifestó su apoyo a las manifestaciones no sólo con palabras, sino que también salieron a marchar a su lado. Es apenas natural que si hay objetivos que coincidan, los movimientos sociales puedan unirse a la hora de luchar.

Como hijos de la revolución sexual en los sesenta, los movimientos feministas y LGBT+ han caminado casi de la mano por más de 50 años, pues ambos grupos fueron muy reprimidos a nivel social y sexual. El acceso a derechos sexuales y reproductivos y la despatologización de orientaciones sexuales y expresiones emocionales hicieron parte de sus luchas. Así mismo, el desarrollo intelectual de teorías feministas influyó en el marco teórico de las tesis sobre el género y la socialización de la sexualidad, mientras que las críticas desde teóricos queer hacia los roles de género y la heteronormatividad han fortalecido también algunos postulados feministas. Se puede decir que entre ambos movimientos ha existido una retroalimentación durante mucho tiempo, una que ha beneficiado tanto al feminismo como a los activismos LGBT+.

Sin embargo, no todo ha sido miel sobre hojuelas en tal relación. Después de todo, cada uno tiene sus luchas específicas, y si bien pueden intersectarse, el feminismo tiene un objetivo concreto, y el activismo por derechos LGBT+ otro específico a sí mismo. Y en décadas recientes, ha surgido un quiebre por causa de las teorías postestructuralistas enfocadas en el género y la sexualidad, pero al mismo tiempo por la naturaleza más “radical” y crítica de los activismos nacidos de estas hacia el statu quo social. Las vertientes del feminismo han tomado caminos separados de acuerdo a su apoyo o rechazo al activismo queer, en especial sobre la aceptación de las identidades transgénero, y eso ha moldeado diferentes tipos de críticas desde el feminismo, algunas que, de forma paradójica, rayan en el sexismo y misoginia que supuestamente combaten.

De todas las entradas en la serie hasta ahora, esta es quizás la de mayor contenido político. Eso no significa que no procure ser objetivo en el análisis, o que deje el espacio para que aceptemos ciertas “discrepancias” como simples diferencias políticas, sino que aquí hay menos teoría biológica y científica que yo pueda aportar –aunque también habrá un poco de eso-. Pero sin duda es más fácil que muchos puedan discrepar aquí, o no se sientan obligados a coincidir conmigo (aunque, no pretendo que todo el que me haya leído hasta ahora coincida). Como sea, significa que no sólo debo analizar las críticas generadas por fuera de los activismos por derechos LGBT+, sino también aportar mis propias críticas a los argumentos activistas, ampliando un poco lo mencionado en la Parte IV sobre teoría queer y diferentes causas dentro de la comunidad.

Sobre los feminismos trans-excluyentes

Empezar por la ignorancia y antagonismo de ciertos sectores feministas hacia la comunidad transgénero se hace necesario, tanto para cerrar adecuadamente la taxonomía de la transfobia, como porque se trata del síntoma más obvio de un problema más grande. Así, aunque es innegable la actividad tóxica de las feministas trans-excluyentes en redes sociales, y que en el Reino Unido se ha convertido de plano en un movimiento político anti-derechos muy poco feminista, por lo que es necesario enfrentarlas, las discrepancias que les dieron lugar seguirán vigentes, y pueden volver a dar luz a nuevos movimientos transfóbicos.

Pero antes de continuar, debemos comprender que el feminismo trans-excluyente no es sólo cosa del feminismo radical. Sin duda, el feminismo radical trans-excluyente (TERF) es el más visible en la actualidad, pero no es la única forma en que se pueden manifestar opiniones y actitudes transfóbicas. Algunas más “tenues”, por ejemplo, pueden manifestarse como lo que Julia Serano denomina feministas mainstream trans-ignorantes (por sus siglas en inglés, TUMF). Estas son feministas que, si bien pueden hacer comentarios sobre que las mujeres trans perturban las nociones sociales sobre sexualidad y género, o que “las mujeres trans no son mujeres”, no se involucran en excluirlas de espacios femeninos ni las ven como adversarias o “depredadores”, sino que, simplemente, no son el foco de su activismo, y por falta de información evitan afirmaciones más fuertes al respecto. Es decir, no son ni activamente transfóbicas ni trans-excluyentes.

Por supuesto, habrán comentarios y opiniones de las TUMFs que coincidan con las TERFs, pero hay una diferencia importante, aparte del antagonismo: las TUMFs son feministas que pueden llegar a manifestarse a favor de la inclusión trans. Su, digamos, transfobia pasiva, se fundamenta principalmente en un desconocimiento sobre la comunidad y las experiencias transgénero, por lo que informándose más al respecto, y abrirse al diálogo respetuoso con ellas, puede hacerles abandonar una visión limitada y algo negativa. En contraste, con las TERFs y otras trans-excluyentes es prácticamente imposible interactuar de forma respetuosa porque, cuando no manejan una visión patológica de la población trans, les acusan de ser “varones infiltrados”, violadores, pederastas y criminales que buscan debilitar las luchas feministas y LGBT+ a través de conseguir que se normalice su conducta degenerada.

Hablo de “otras trans-excluyentes” porque es necesario dejar claro lo siguiente. Las TERFs son una expresión transfóbica del feminismo radical, pero no incluye todo el feminismo radical (feministas radicales trans-incluyentes también existen, entre ellas Andrea Dworkin), y al mismo tiempo hay ramas del feminismo liberal que son igualmente trans-excluyentes, sin estar asociadas a elementos del feminismo radical, en particular su objetivo clave de la eliminación de la distinción del sexo a nivel social. Es decir, no toda feminista radical es trans-excluyente, y no toda trans-excluyente es una feminista radical. Eso sí, los argumentos son esencialmente los mismos. Así, si bien podemos llamarlas TERF a todas las trans-excluyentes por comodidad, creo que debo separar este feminismo trans-excluyente en dos ramas principales, tomando como ejemplo a Reino Unido, por ser uno de los países con mayores debates y pugnas internas entre los movimientos feministas: las feministas anti-sexuales –digamos TERFs sensu stricto- y las feministas liberales.

Podemos referirnos a las primeras como sobrevivientes doctrinales de las llamadas “Guerras Sexuales” de los setenta, los conflictos surgidos entre grupos feministas por el enfoque dado a prácticas sexuales heterosexuales y disidentes. Estas feministas radicales, muchas adscritas al lesbianismo político y al feminismo lésbico (no son lo mismo), consideraban que toda práctica sexual que involuque penetración, incluso con dildos y otros juguetes sexuales, o dinámicas de poder como en el BDSM, era una imposición patriarcal que debía ser erradicada; es decir, toda práctica sexual que no sea sáfica es una humillación a la mujer –una de estas feministas, Julie Bindel, ha llegado a decir que la violación “es un crimen sexuado, que sólo puede ser cometido por alguien con un pene”- Por ello, ya en los setenta atacaban a los grupos feministas que daban espacio a las mujeres transgénero, acusándolos de ser cómplices de la violencia contra la mujer y colaborar con la supremacía masculina. A este grupo pertenecen reconocidas activistas radicales como Sheila Jeffreys, Linda Bellos y Julie Bindel, quienes aún hoy en día se refieren de forma negativa a las identidades trans, acusándolas de ser minstrel show y considerando la terapia afirmativa y la transición médica como violaciones a los derechos humanos, aun siendo voluntarias.

Si las TERFs sensu stricto son las mismas feministas antisexuales que se veían en décadas pasadas, las feministas liberales trans-excluyentes son un fenómeno relativamente nuevo, pero con las mismas banderas y argumentos setenteros. Estas son herederas de la tradición de los derechos individuales del liberalismo clásico que conforma la visión sociopolítica tradicional, por lo que en apariencia no son radicales, sólo protegen la libertad de expresión y pensamiento de aquellas feministas que discrepan con medidas de inclusión transgénero como la autodeterminación, su presencia en categorías por sexo, y el reconocimiento legal de su género como sexo legal. El problema es que, en la práctica, exigen una segregación tácita de la población transgénero, y en especial de las mujeres trans, bajo acusaciones de pánico delictivo y una negación de la identidad de género en su totalidad, con un importante énfasis en la infancia, pero todo acolchonado por una retórica “calma” y en apariencia menos agresiva que las de las TERF antisexuales, e incluso de activistas trans-incluyentes. Aquí se encuentran la mayoría de las trans-excluyentes más reconocidas dentro y fuera de Reino Unido, como la periodista y activista Helen Joyce, la filósofa y feminista lesbiana Kathleen Stock, la abogada retirada Allison Bailey, cofundadora de LGB Alliance y, por supuesto, la autora de Harry Potter, J.K. Rowling. También podríamos mencionar aquí a personajes como las escritoras y periodistas Meghan Murphy, de Canadá, y Carolina Sanín, de Colombia.

Joyce (izquierda) y Maya Forstater junto al célebre biólogo evolutivo Richard Dawkins.

Un tercer elemento, un personaje que resulta siendo una sui generis para ambos movimientos, es Kellie-Jay Keen-Minshull, mejor conocida en el activismo TERF como Posie Parker. Parker es una activista anti-trans extremadamente radical, aunque rechaza la etiqueta de “feminista”, que se opone a toda protección legal hacia la población transgénero, popularizó el concepto de “hembra humana adulta”, y es muy reconocida por rallies transfóbicos en Reino Unido, Australia y Nueva Zelanda, a los cuales han asistido grupos abiertamente neonazis, como la Red Nacional Socialista en Melbourne (protagonistas de la infame foto “Destroy Paedo Freaks”), sin que Parker u otros organizadores hagan un esfuerzo por rechazarlos o expulsarlos (a pesar de que asegura repudiar a los nazis). Keen-Minshull ha asegurado en redes que aquellas mujeres que se interpongan en su cruzada por acabar con la “ideología de género” serán “destruidas”, llamó pedófilo al actor David Tennant por ser un aliado trans, y no tiene problemas en que se le reconozca como extremista y afirmar que los “críticos de género” necesitar “enterrar sus diferencias” con el supremacismo blanco si quieren derrotar a su adversario, a un punto en que incluso otras trans-excluyentes le han pedido sin éxito que modere sus declaraciones, e incluso YouTube desmonetizó todos sus videos y la suspendió temporalmente de la plataforma por violar las reglas sobre discurso de odio. Recientemente intentó lanzar un partido político para la elección general de 2025, pero su aplicación fue rechazada por la Comisión Electoral.

Aquí Parker en una discusión con Stella O’Malley (fundadora de Genspect y coautora de When Kids Says They’re Trans) sobre la presencia de personas trans pro-exclusión en una reunión de Let Women Speak.

Todas coinciden en una cosa: la exclusión de las personas transgénero de espacios públicos, y la eliminación de protecciones legales. Y han tenido bastante actividad política al respecto Joyce, autora del libro Trans: When Ideology Meets Reality (Trans: cuando la ideología conoce la realidad), es una de las caras visibles de Sex Matters, grupo activista que cofundó con Maya Forstater, una investigadora económica que fue protagonista del caso contra el Centro para el Desarrollo Global por sus posturas sobre la población trans (explicaremos en un momento), y que ha ejercido presiones en decisiones del gobierno de Reino Unido que incluso han logrado retrasar medidas importantes a nivel de derechos humanos, con el objetivo de eliminar la transición social en menores de edad y la necesidad de transición médica. Rowling ha sido por mucho tiempo una respetada activista de derechos de la mujer, y a pesar de su giro transfóbico, sigue contando con un apoyo importante en escenarios ideológicos y políticos. Parker incluso ha tenido relaciones políticas en Australia y Nueva Zelanda, razón por la que el Partido Liberal de Victoria expulsó de sus filas a la parlamentaria Moira Deeming, luego de involucrarse con en marzo con el rally asistido por movimientos nazis.

Las feministas trans-excluyentes se basan principalmente en una visión determinista del sexo para su rechazo a la presencia de mujeres trans en el espacio público y político. Reconocen de hecho la existencia el género, pero como un sistema de opresión masculina que segrega los derechos de la mujer, por lo que no dejan de ser abolicionistas de género; aceptan, eso sí, las diferencias sexuales observables entre hombres y mujeres, por lo que obviamente no tenemos las mismas experiencias y necesidades. Pero en su comprensión, las personas transgénero (sobre todo las mujeres) refuerzan la imposición social de los estereotipos y sesgos de género al pretender ajustarse a modelos tradicionales de género, por lo que son una amenaza para las luchas del feminismo, pues se apropian de identidades y experiencias femeninas, y así debilitan al movimiento. Por supuesto, también acunan la idea de que la relajación de las leyes con la autodeterminación legal de género pueda conducir a que abusadores sexuales aprovechen la ley para invadir espacios como baños públicos o colegios, y así puedan agredir a mujeres y niñas con impunidad, o que “se conviertan” en mujeres durante un proceso legal para obtener una pena más baja o ser enviados a una prisión de mujeres. Finalmente, en palabras de Stock, la autoidentificación es una amenaza para la lesbiandad, pues las mujeres trans no dejan de ser “machos con genitales masculinos”, y que las lesbianas se encuentran en crisis debido a que algunas se describen como queer o no binarias.

Con el surgimiento de tesis pseudocientíficas como el “contagio social”, la AGP y la DGIR, las feministas trans-excluyentes han “sofisticado” un poco su discurso, especialmente las de origen más liberal. En Trans, Joyce asegura que gran parte de las mujeres trans son autoginéfilos, y apoyar la transición no es el enfoque médico que deberíamos estar aplicando; ha afirmado en reiteradas ocasiones que es necesario reducir o frenar por completo el incremento de personas que se identifican como trans, porque cada una de estas personas transicionando es un costo público que no debemos asumir, y son “una amenaza para un mundo cuerdo”. Para Stock, las identidades trans son una “ficción legal”, tal como una compañía es tratada de forma legal como si fuese una persona, por lo que no deben permitirse la presencia de mujeres trans no reasignadas en espacios exclusivamente femeninos. Rowling y Forstater han asegurado que muchas de las AFAB que transicionan como hombres o no binarias son además personas autistas que están siendo instrumentalizadas en su confusión por los activistas trans radicales. Y por supuesto, la educación sexual referente al género, a la idea del “espectro sexual” y el apoyo público a las identidades trans puede también estar influenciando en el incremento de jóvenes que se identifican como transgénero, por lo que las trans-excluyentes no suelen creer en las infancias trans, muchas son defensoras de la tesis de “contagio social”, y abogan por la eliminación de cualquier discurso de tendencia queer o favorable a la identidad de género en la educación pública.

Ante muchas críticas sobre su potencial discurso de odio, las trans-excluyentes no llamadas Posie Parker insisten en que están ejerciendo su derecho de libre expresión, y que en una sociedad democrática su discurso está protegido. Al respecto citan el caso de Forstater, a quien en 2019 no se le renovó el contrato por una serie de comentarios sobre las personas trans en un chat privado del CDG. El jurado falló a favor de la empresa, pero Forstater apeló la decisión, y en 2021 se decidió que se habían vulnerado sus derechos laborales, asegurando que sus comentarios sobre el cambio de sexo y los espacios femeninos estaban protegidos por la ley. Figuras como Rowling (momento en el cual se quebró su recepción pública) y Joyce, quienes apoyaron a Forstater durante el proceso con la etiqueta #IStandWithMaya, celebraron la decisión.

Antes de pasar al análisis crítico de su discurso, hay que realizar un par de observaciones curiosas. La primera es que, para ser tan enfáticas en la inexistencia de la identidad de género y la abolición de roles de género, sin duda dependen mucho de estos últimos para su crítica a la educación trans-incluyente. Al punto que en un evento de Sex Matters a inicios de año, presentaron una serie de reglas propuestas para la educación en los colegios, que incluían el reforzamiento de reglas basadas en el sexo, desde uso de baños hasta códigos de vestimenta, en un claro apoyo a roles de género que otras feministas estarían criticando en serio, como el de faldas para niñas y pantalones para niños. Y todo mientras, por ejemplo, Forstater usaba pantalones de tela. No parece en el fondo una visión tan diferente de los masculinistas e incels que hablan de recuperar la masculinidad tradicional, o los varones ultrarreligiosos que dicen que las mujeres sin hijos están incompletas.

La segunda es que el movimiento trans-excluyente británico, y en particular Sex Matters, se ha opuesto enfáticamente a la prohibición de las terapias de conversión en Reino Unido, pues aseguran que no hay ejemplos abusivos de estas “terapias” en el país, y que esto le cierra la puerta a regular o prohibir las TAG. Ah, porque en la gimnasia argumentativa de Joyce y Forstater, cualquier enfoque afirmativo sobre la identidad de género es considerado como “terapia de conversión moderna”, donde los médicos mienten a los pacientes y sus familias para que accedan a una transición social y médica, sin explicarles los inconvenientes de ello en el diario vivir –inconvenientes que, por cierto, son perpetuados gracias al acoso de grupos como Sex Matters-.

El primer problema de las feministas trans-excluyentes, como creo que se ha evidenciado poco a poco, es que manejan un esencialismo del sexo superficial e impreciso. Es arriesgado decir que no hay elementos esenciales en el desarrollo que influyen en la diferenciación y expresión del sexo, pero las TERFs setenteras y las liberales toman como esenciales elementos enteramente sociales del sexo y la feminidad, como la opresión sistemática del sexo femenino y experiencias transitorias como la ovulación y la menstruación, que son importantes en el sexo femenino, pero no determinan la feminidad individual; pensemos que las mujeres menopáusicas dejan de producir óvulos, las preadolescentes no ovulan, y hay mujeres cis que nunca han sido fértiles. Por esto es que muchas feministas critican que las TERFs tienen una idea martirizante donde no se vive la feminidad, sino que se padece.

Relacionado con esto, otro problema mucho más fuerte y extendido no sólo en estos feminismos, sino en otros movimientos de la justicia social, es el esencialismo determinista y excluyente que divide al mundo en “ellos” vs “nosotros”. En particular con ellas, lo que Serano llama mentalidad depredador/presa: todo hombre que se acerque al movimiento es un depredador o un abusivo toda mujer trans es un hombre camuflado, así que toda mujer trans es un depredador. No son ni siquiera sutiles, pues Rowling los llama constantemente “violadores violentos y engañosos” en redes sociales, y si alguien le sugiere que estigmatizar de esa forma no está bien, se refiere a tal persona como “defensora de violadores”. No hay espacio para la autocrítica y la mesura, todo es agresividad discursiva, lo que genera una extraña dualidad donde las trans-excluyentes liberales se refieren a menudo a las personas trans como enfermas mentales, que necesitan un apoyo médico “serio”, pero al mismo tiempo son fetichistas y delincuentes.

Si a alguno le sorprendió la frase tan grosera de Rowling, puedo entenderlo, pues si uno no pasa tanto tiempo en redes, es fácil perderse muchas actitudes degradantes. La realidad es que muchas de estas figuras trans-excluyentes en apariencia racionales y educadas son abiertamente antagónicas, algunas con más “tacto” que otras. Ya hablamos de cómo Joyce se refiere a la comunidad trans como “una amenaza para un mundo cuerdo”, y no tiene ningún interés en que la sociedad se acomode a ellos; Forstater se ha opuesto a comerciales de cuchillas de afeitar con hombres trans, diciendo que sus marcas quirúrgicas pueden incitar a autolesiones y a “mutilaciones” de jóvenes saludables (cuando se molestan en reconocer a los hombres trans, es de forma condescendiente y patológica); Stock considera que la transición debe ser retrasada hasta los 25 años, cuando los cambios puberales que pueden generar disforia ya están bastante establecidos; y no hace falta mencionar mucho del lenguaje de Jeffreys o Parker, cuando esta última incluso llama a la violencia. No son en absoluto heroínas, como asegura Richard Dawkins (ni siquiera Stock, que suele ser más cautelosa en sus palabras), sino unas vapuleadoras abusivas. De hecho, es bastante común en redes notar en las cuentas de feministas trans-excluyentes y otros transfóbicos que gran parte de su actividad es compartir y repetir discursos anti-trans (con Rowling como ejemplo quintaesencial), como si su diario vivir no fuese otra cosa.

A veces llegan a niveles anti- y pseudocientíficos absurdos.

Por supuesto, sus justificaciones yacen en argumentos débiles. Ya hablamos en la Parte V sobre las falencias en torno a la tesis del “contagio social”, la AGP y la DGIR, así que de entrada eso convierte libros como el de Joyce en un lumpen pseudointelectual. La mentalidad depredador/presa es poco más que un tribalismo radical sin mucha base en ideas racionales, y que reposa a su vez en ideas puristas de la sexualidad y el papel de hombres y mujeres a nivel social; la asociación de la masculinidad a la violencia, y la importancia de la “pureza femenina”, ayudan a comprender la estigmatización tan irrespetuosa hacia las mujeres trans. En cuanto a las acusaciones de delitos, las trans-excluyentes mienten de plano sobre el supuesto riesgo en espacios femeninos, y omiten con frecuencia contextos importantes como el trabajo sexual en los índices de “criminalidad” de personas trans.

El tema de la relación entre condiciones neurológicas e identidades trans, tan difundido por personas como Forstater y Rowling, se hace especialmente irritante, porque no es otra cosa que la condescendencia irrespetuosa y capacitista sobre las facultades cognitivas de los autistas. En contraposición, estudios han mostrado que en efecto hay una tendencia mayor entre personas dentro del TEA a manifestar orientaciones sexuales e identidades de género más allá de las identidades cishetero, y que se explica mejor tanto por sus configuraciones neurológicas como por una menor fijación en las normativas sociales típicas. Subestimar las capacidades intelectuales de personas autistas o TDAH es replicar estereotipos sobre inocencia, ingenuidad y debilidad de carácter que ya deberíamos estar superando.

Normalmente, la defensa al discurso de estas trans-excluyentes no llamadas Posie Parker radica en que “sólo están expresando opiniones”, y se les ataca injustamente por un pensamiento que debería ser libre. En un artículo reciente, Joyce incluso asegura que han “jugado a ser amables” sin éxito. Nada más alejado de la realidad: como he explicado también, usar un lenguaje abierto y sin exaltaciones cuando comunicas pseudociencia e hipótesis mal fundamentadas detrás de un fenómeno social no te exime de una responsabilidad social cuando tales argumentos son usados en discursos de odio y propuestas segregacionistas, sólo provee una “negación plausible” para esquivar acusaciones de transfobia. Este tipo de argumentos yacen en una racionalización ingenua donde la libertad de expresión es igual a libertad de consecuencias, incluso cuando estas últimas sean la denuncia y la crítica, como se supone debería ser lo esperado según su propia concepción liberal de los derechos y responsabilidades sociales. Bajo su propia concepción, incluso la pérdida de plataformas donde promover discursos mal fundamentados estaría dentro de las consecuencias naturales del análisis crítico de dicho discurso, no como censura.

Otro detalle inquietante que surge es que, a pesar de la base en apariencia liberal, mucho del discurso feminista trans-excluyente se acerca bastante a discursos radicales de extrema derecha, quizás por la visión jerárquica de diferencias biológicas inmutables. Y no sólo me refiero a los coqueteos de Posie Parker con el neonazismo, sino a otros discursos menos evidentes, pero igualmente nocivos. Por ejemplo, en Trans Joyce habla sobre multimillonarios detrás de la supuesta ola de transiciones, que buscan normalizar la disociación corporal entre personas cisgénero sanas, y no es difícil notar los paralelismos con los clásicos tropos antisemitas del fascismo; de hecho, este es un discurso que replica un argumento ya presentado por la periodista Jennifer Bilek en 2018, quien habla específicamente de nombres como George Soros y Warren Buffett, típicos cocos de los neofascismos y postfascismos contemporáneos. Teniendo esto en cuenta, y el incremento de medidas conservadoras en el actual Reino Unido, es comprensible el temor de que movimientos ultraconservadores y radicales estén aprovechando el debate público sobre las identidades trans como una ventana de Overton para empujar otras medidas conservadoras, como la reducción de derechos reproductivos y el freno a la inmigración, incluso la legal. Es más, aparte de Parker, muchas de las activistas trans-excluyentes mencionadas son aliadas de fundaciones ultraconservadoras y radicalmente opuestas a derechos sexuales y reproductivos de la mujer, como Alliance Defending Freedom, The Heritage Foundation y CitizenGO.

(Entre paréntesis: mientras edito esto, a inicios de diciembre, grupos feministas trans-excluyentes en Colombia se organizaron para lograr la ponencia de un proyecto de ley que prohibiría cualquier TAG en menores de 18 años. Y como reforzando lo comentado en el párrafo anterior, los ponentes son senadores de los sectores más conservadores y antiderechos sexuales y reproductivos en la política colombiana: Centro Democrático, el Partido Conservador y Colombia Justa Libres. Cierro paréntesis.)

En un todo, la mayor falencia en los feminismos trans-excluyentes es que perpetúan, irónicamente, un esencialismo sexista y determinista que justifica segregaciones sociales, sólo que con los mínimos derechos garantizados para cualquier ciudadano, pero reforzando las ideas de la debilidad e inseguridad femenina, que las hace no sólo propensas a ser víctimas de violencia, sino además ser susceptibles a la “ideología de género”. Forzar reglas por sexo desde la temprana educación, suprimir la diversidad sexual y de género en espacios públicos, por temor a que escuchen que las diferencias sociales no tienen que ver necesariamente con diferencias biológicas no hace más que facilitar la supervivencia de jerarquías antropocéntricas en las sociedades occidentales, renunciando así de facto a las causas primordiales del feminismo. En ese sentido, ni me sorprende ni reprocho a las activistas que acusan a las TERFs de nunca haber sido realmente feministas.

Lo más desafortunado es que, feministas o no, el feminismo trans-excluyente no está perdiendo fuerza. Su alianza con grupos religiosos y conservadores en Estados Unidos sigue generando proyectos de ley opresivos a nivel federal, y Florida se mantiene aún como un laboratorio anti-LGBT+. En Reino Unido, no sólo torpedearon la declaración de las terapias de conversión como delitos, mientras insisten en que la TAG es una terapia de conversión, sino que el actual gobierno decidió que no reconocerá en las Islas los certificados de reconocimiento de género emitidos por un buen número de países, convirtiéndose ahora mismo en una de las naciones más hostiles para la población trans/nb en el Occidente más “democrático”.

Las fracturas en el feminismo liberal

¿Es posible que tanto odio pueda surgir a partir de movimientos que se supone abogan por los derechos de la mujer? Para muchos, no debería serlo. Y dado que, como dije, muchas personas transfóbicas parecen dedicar su cuenta a casi nada más que desinformar, atacar y hasta acosar en redes a personas transgénero, algunos podrían sugerir que en muchos casos, se trata de la influencia de grupos externos que se han “infiltrado” en grupos feministas radicales para meter ideas discriminadoras que dividan a los colectivos feministas. Si no fuese por la presencia del feminismo transfóbico desde una época tan temprana como los setenta, evidencia de las naturales divisiones en objetivos de los distintos grupos feministas, incluso podría darle una mejor consideración.

Sin embargo, me parece que eso es evitar reflexionar sobre explicaciones más probables y centradas en la propia estructura de los movimientos feministas. Y es que, como comentaba de manera similar hace un tiempo sobre el conservadurismo postmoderno, el surgimiento de movimientos radicales y reaccionarios dentro del feminismo es consecuencia de las mismas debilidades del liberalismo en las sociedades occidentales. En particular, su visión idílica de que los logros alcanzados en materia de derechos son gracias a las instituciones liberales contemporáneas, y no en pocas ocasiones a pesar de ellas, de su pasividad y comodidad ante lo que se considera el mejor resultado social posible.

Sé que todo esto suena un poco abstracto, así que paso a explicarlo con más detalle. Las llamadas revoluciones burguesas del siglo XVIII, como la emblemática Revolución Francesa, dieron lugar para la conformación de democracias representativas que protegen los derechos individuales, y buscan la satisfacción de las necesidades humanas a través de las instituciones políticas y administrativas que las organizan. Al mismo tiempo, la Ilustración promovió los valores de la razón, la libertad individual y el pensamiento científico como las bases filosóficas que sustentan las sociedades actuales.

Sin embargo, la resolución de derechos universales en el papel no significa que se resuelvan en el ejercicio, pues la inequidad en el poder económico y político de los ciudadanos dentro del Estado significa que el sufragio y la democracia representativa no garantizan igualdad de poder político para el ciudadano. Así mismo, la protección del libre mercado y la propiedad privada abrieron la puerta al sistema de producción capitalista, generando como consecuencia la acumulación de poder y capital en pocas manos que acaban influyendo a gran escala, incrementado las desigualdades socioeconómicas y políticas.

Finalmente, la protección sin matices concretos de derechos individuales da cobijo a que resurjan movimientos conservadores y reaccionarios que, asimilando un poco su discurso en torno a los valores liberales e ilustrados, obtienen suficiente fuerza política para buscar mantener las jerarquías tradicionales, debilitando la asignación de derechos universales a minorías tradicionalmente marginalizadas y oprimidas. Es lo que estamos viendo en la actualidad con movimientos políticos de extrema derecha que han subido al poder en varias naciones, jugando dentro de las reglas de la democracia. Y lo cierto es que la forma en que se conciben legalmente la libertad de expresión y el discurso de odio, donde sólo el acoso o el llamamiento expreso a violencia se penan, es insuficiente para atajar el camino de la intolerancia política.

-¿Crees que podríamos estar equivocados otra vez?

-Esta vez definitivamente va a ser diferente.

¿Qué tiene que ver todo lo anterior con el feminismo? El feminismo mainstream o mejor dicho, el feminismo liberal, es un feminismo que busca jugar bajo las reglas liberales de las sociedades modernas, por insuficientes y manipulables que puedan ser, partiendo desde la idea de que una vez que todos los derechos individuales de la mujer estén garantizados, se logrará la verdadera liberación femenina. Se trata de una concepción individualista del feminismo, donde la organización ocurre no por una idealización colectiva del activismo feminista, sino por la meta del avance individual en medio de los derechos universales. En otras palabras, las necesidades de la mujer dependen principalmente de resolver las inequidades en un contexto abstracto, ajustado a las instituciones liberales.

No es de sorprender que este tipo de feminismo sea el más defendido por feministas trans-excluyentes, pues muchas de sus representantes son mujeres en una posición socioeconómica acomodada. No suelen enfrentarse a otras dimensiones de inequidad aparte de su propia condición de mujeres, por lo que imaginan que una vez que se ofrezcan las mismas garantías a hombres y mujeres por la ley, cada mujer tendrá entonces las mismas oportunidades de medrar y desarrollarse como sujeto de derechos en la sociedad. Y al concebir toda dificultad enfrentada por la mujer exclusivamente a su condición de mujer, no solo ignoran otras inequidades sociales, sino que además esencializan sexualmente las luchas feministas.

Así, poco a poco se pierde la lucha contra las inequidades inherentes a las instituciones, y se esencializa y determina la conducta individual del varón como principal contribuyente a las desigualdades. Las estructuras que dan lugar a las actitudes machistas y/o sexistas no se cambian de modo sustancial, sino que las leyes deben restructurarse para modular y eliminar las tendencias sexistas del varón. Y no me malinterpreten: creo que las discriminaciones de todo tipo tienden un componente tanto individual como sistémico (más adelante criticaré precisamente el énfasis en el primero por parte de sectores postestructuralistas de la izquierda), pero enfocarse sólo en el papel individual sin modificar el segundo, siendo que hay una retroalimentación entre ambos, es un enfoque descuidado e incompleto por parte del feminismo en su búsqueda por la igualdad entre hombres y mujeres.

De este modo, el feminismo liberal, acomodado en una concepción limitada y parcial del origen de las desigualdades, termina promoviendo la principal raíz de la transfobia y el activismo anti-trans: el feminismo cultural. Este concepto fue acuñado en 1983 por Andrea Echols, en su trabajo Cultural Feminism: Feminist Capitalism and the Anti-Pornography Movement (Feminismo cultural: capitalismo feminista y el movimiento anti-pornografía). Echols define el feminismo cultural como una subordinación de la realidad material a tener un papel de apoyo ante el análisis psicológico de las asimetrías de género, donde la supremacía masculina se vuelve un aspecto secundario ante la conducta masculina. Es decir, la violencia del varón se proyecta como un aspecto intrínseco a su naturaleza: los hombres son codiciosos, competitivos, compulsivos y violentos, mientras que las mujeres son atenuadas, etéreas, tiernas y muy afines a la naturaleza. El feminismo cultural propone un determinismo biológico detrás de las jerarquías de género y los estereotipos de masculinidad y feminidad, donde la dominación masculina se sustenta en su infertilidad y rapacidad como varones; algunas feministas culturales llegan a proponer que por su construcción anatómica y genital, el hombre siempre es depredador y la mujer siempre su presa. En ese sentido, se niega cualquier agencia individual a los hombres o personas identificadas como varones porque, bueno, son varones o aspiran a serlo.

Creo que el lector puede ir notando cómo estas ideas sobre la naturaleza del varón permean no sólo gran parte de lo que muchos entienden como feminismo radical, sino también de las feministas que solemos llamar liberales. Pero hay una diferencia importante: el feminismo radical, en su base, busca abolir las diferencias basadas en género, y aunque en ocasiones incluso lamenta algunas dificultades inherentes a la mujer, rechazan explicaciones deterministas desde la biología. Mientras, el feminismo cultural reconoce la importancia de las asimetrías de género en el sistema patriarcal, pero tiende a explicar el comportamiento social del varón como un aspecto atribuible a su naturaleza, con lo que son deterministas biológicas que llaman a preservar las distinciones de género a nivel social. Manejan una disonancia donde los aspectos conductuales del varón son inherentes e inmutables a una naturaleza negativa, mientras que la naturaleza de la mujer es reducible siempre a sus conductas más positivas.

Donde el feminismo radical considera una construcción social la identificación de la mujer y la maternidad con la naturaleza, el feminismo cultural asegura que son más cercanas incluso a vincularse con el orden natural, de modo que el desastre ecológico actual es responsabilidad de la naturaleza estéril del varón. Donde el primer grupo rechaza dar importancia al supuesto dilema de si las conductas y comportamientos en hombres y mujeres son innatas o adquiridas por socialización, el segundo distingue entre una sumisión patriarcalmente condicionada y una ternura y equidad natural en la mujer, mientras que la violencia masculina es parte de su masculinidad innata. Si el feminismo radical identifica el rol social del varón individual como el problema tras la supremacía masculina y patriarcal, su racionalización con base en la biología y el dimorfismo sexual, el feminismo cultural diluye la individualidad y el papel social, cambiando el enfoque del problema hacia la propia naturaleza biológica del varón, donde el individuo no es más que aquello hacia lo que su propia naturaleza le empuja a ser y actuar.

Relación entre hombres y mujeres, según el feminismo cultural.

No se detiene ahí. Echols sugería que la derivación del feminismo radical hacia el cultural ocurrió por los debates que se dieron en los 70 sobre la importancia del lesbianismo en el activismo feminista, cuando algunas feministas lesbianas se encontraron de frente con la homofobia y anti-sexualidad dentro del movimiento feminista, y optaron por promover y justificar su sexualidad en bases exclusivamente políticas. Al hacer esto, miraron los argumentos del feminismo heterosexual que acusaba al lesbianismo de ser un acto sexual reaccionario, pero al mismo tiempo estableció el lesbianismo como un compromiso político prescriptivo para su feminismo, en lugar de una orientación sexual descriptiva. Este lesbianismo político, principalmente menor, empezó en los 80 a reformularse bajo el feminismo cultural para alcanzar un mayor público, enfocándose más en promover el vínculo entre las mujeres y la separación de los valores masculinos, en lugar del radicalismo anti-varón del separatismo lésbico y la sexualidad represiva del feminismo heterosexual.

Como señala también Serano en sus trabajos, las bases deterministas sobre la naturaleza del género y la concepción del lesbianismo en términos políticos más que sexuales ayudan a comprender el papel del feminismo cultural en el activismo anti-trans y sexualmente represivo de sectores trans-excluyentes. Si el varón es por naturaleza un depredador, entonces las mujeres trans no pueden ni deben ser reconocidas dentro del movimiento, pues se trata de potenciales agresores que no escapan de una naturaleza agresiva, estéril y violenta, y si son “esencialmente” varones, entonces tampoco deberíamos considerar las agresiones que sufren como misoginia. En el caso de los hombres trans, puesto que son “esencialmente” féminas, los conciben como mujeres manipuladas y “contaminadas” por la ideología de género, engañadas bajo la idea de que transicionar como varones les permitirá acceder mejor a los privilegios sociales de que estos disponen, y/o fetichizadas por la visión queer.

Eso sí, camelar a misóginos de derecha como Matt Walsh, cuando atacan a las mujeres trans, no está por debajo del feminismo cultural.

Y más allá del lesbianismo –siempre y cuando entendido desde una concepción política-, las orientaciones y prácticas sexuales diversas tampoco escapan de las racionalizaciones impositivas del feminismo cultural, cuando no de su instrumentalización. Los hombres homosexuales hacen parte de los privilegiados por las jerarquías sociales de género, y a lo mucho son también retratados como “borrados” por el activismo trans radical, que insiste en “feminizarlos” físicamente; las bisexuales son rechazadas por ser lesbianas “alienadas” o “contaminadas” al mantener relaciones con los promotores de la opresión a la mujer; las asexuales son ridiculizadas por supuestamente perpetuar la fetichización de la sexualidad (o la ausencia de ella) en la sociedad; las prácticas BDSM, incluso consensuadas, son otra manifestación de la dominancia del varón en las relaciones sexuales; la pornografía es la máxima expresión de la violencia esencial e inherente a la sexualidad masculina. Incluso se ataca a las lesbianas que manifiesten su apoyo a la comunidad trans como oportunistas acomodadas, o poniendo en duda su compromiso con la lesbiandad.

Obviamente, no estoy afirmando o sugiriendo que todas las feministas que se oponen a la inclusión transgénero en la sociedad y los movimientos feministas sean lesbianas políticas –aunque Stock y Bindel definitivamente lo son-. Lo que intento es exponer y explicar el papel del lesbianismo separatista detrás de la formación del discurso y tesis trans-excluyente del feminismo cultural, y los subsecuentes movimientos de TERFs y ciertas feministas liberales. Y para ser más práctico en el análisis, de ahora en adelante me referiré a estas feministas trans-excluyentes, tanto TERFs como liberales, como feministas culturales.

Como se ha visto a lo largo de estos párrafos, el mayor error del feminismo cultural es un esencialismo sexual y sexista que reposa en determinismos biológicos increíblemente sesgados, donde todos los factores negativos del varón son inherentes a su naturaleza masculina, por lo que no hay consideración por individuos “reformados” o “anomalías” conductuales. La masculinidad es inherentemente contaminante y peligrosa, y así lo son también las mujeres trans o personas trans-femeninas; por ello, rechazarlas de espacios femeninos se vuelve imperativo en el feminismo cultural. Es esencializar la mentalidad de depredador/presa a su máximo nivel, una absoluta reificación –tanto en el sentido marxista como el de la falacia informal- de las relaciones humanas basadas en sexo o género, que simplifica la opresión y marginalización social. Por ello no buscan cambios sustanciales en las instituciones actuales: para el feminismo cultural, el problema no son las instituciones liberales y sus debilidades internas, sino el sexo esencialmente violento y competitivo, el masculino, quien las deteriora y proyecta esa depredación en ellas.

¿Autonomía individual o identidad colectiva? La interseccionalidad en el discurso

Dado el marco conceptual simplista a la hora de analizar las inequidades sociales entre hombres y mujeres, no debería sorprender tampoco la relación conflictiva del feminismo cultural con activismos más progresistas como el interseccional y el postestructuralista. El énfasis del primero en que el éxito individual de la mujer puede ocurrir dentro del sistema actual de instituciones liberales, donde si cada mujer recibe poder, entonces las mujeres en general adquieren más poder, le lleva a rechazar el activismo de feminismos identitarios y transincluyentes, que conciben su lucha de un modo más bien colectivo, centrado en las redes de apoyo entre comunidades. Echols pone incluso el ejemplo de una organización feminista que acusaba a las feministas que se comprometían a la colectividad y la rendición de cuentas en sus agrupaciones de “pensar como hombres”, y que estos eran “conceptos patriarcales” que buscaban engañar a las mujeres.

“Un momento, Pensador”, podrían decirme, “¿no son acaso grupos trans-excluyentes como Sex Matters o The Lesbian Project pues eso, grupos? ¿Cómo podrían oponerse a la colectividad?”. Y lo son, pero tengan en cuenta que su eje no es una visión colectiva, sino que se cohesionan por los puntos en común entre sus miembros: es decir, aquellas opresiones que sufren las mujeres bajo el único eje, sin considerar otros factores que puedan influir en su experiencia individual. Recuerden: para ellas, beneficiar a una mujer es beneficiarlas más a todas. Es por ello que, acunadas dentro del feminismo liberal, estas feministas culturales tienden a rechazar los movimientos queer, que beben mucho de las políticas de identidad, el postestructuralismo y la teoría crítica al fundamentar sus objeciones hacia el tratamiento social de la sexualidad y el género, y el énfasis en las luchas identitarias. Y no puedo continuar la sección sin hacer una mención a las objeciones generadas hacia este activismo queer, enmarcadas en el libro Cynical Theories: How Activist Scholarship Made Everything About Race, Gender, and Identity—and Why This Harms Everybody  (Teorías cínicas: cómo el activismo académico hizo que todo girara en torno a la raza, el género y la identidad… y por qué esto nos perjudica a todos), de Helen Pluckrose y James Lindsay.

Cynical Theories es una obra que busca denunciar la supuesta toma del activismo y las instituciones académicas por parte de la teoría postmoderna y el discurso de las identidades, los cuales según los autores lastiman activamente los movimientos sociales. Pluckrose y Lindsay son bastante críticos del enfoque actual en la justicia social crítica, y se refieren a los activismos identitarios como “teorías cínicas”, una serie de interpretaciones teóricas que desconfían de los logros de la Ilustración (el conocimiento objetivo, una verdad universal, una naturaleza humana universal, el método científico, el individualismo y la razón- y su papel en el desarrollo de las sociedades modernas. Como buenos liberales y herederos del discurso irónicamente postmoderno del escepticismo intelectual del siglo XXI, también acusan a la gran Teoría Crítica de actuar como un culto religioso que exige un dogmatismo absoluto y la reificación falaz de sus principios teóricos.

Por supuesto, los feminismos interseccionales y queer (Capítulo 6) y la propia teoría queer (Capítulo 4) reciben su dosis de críticas en el libro. Aunque a los primeros les reconocen el deconstruir la narrativa binaria y simplista del feminismo radical y materialista (hombres = opresores, mujeres = oprimidas), y la exploración de género más allá de los roles socialmente impuestos, los acusan de limitar los marcos analíticos en estudios sociales sobre sexo y género, y de ignorar la base biológica tras algunas conductas humanas. Con la teoría queer tampoco contienen golpes: le acusan de ser ilógica e ininteligible, de influir en gran parte de los estudios sociales en las universidades, y por consiguiente en movimientos activistas. Señalan también el problema de caracterizar la disidencia sexual como una afirmación política, al punto de rechazar nociones biológicas detrás del sexo y el género, y se refieren a su elasticidad y rechazo a la categorización como una “incoherencia”. Y aunque reconocen también el tema de la imposición en las nociones sociales de género y sexo, denuncian (y no sin razón) que la teoría queer y sus activistas e ideólogos tienden a ser ferozmente radicales en su constructivismo, complejizan innecesariamente los análisis críticos de la discriminación, y aseguran que sufren de un razonamiento circular cuando analizan cómo los discursos perpetúan las injusticias sociales, bajo el supuesto de que tales discursos deben estar presentes. Para Pluckrose y Lindsay, la teoría queer es el ejemplo paradigmático del discurso postmoderno reificado en los estudios de identidad.

Tengo que decir que Cynical Theories, si bien denuncia muchas falencias y problemas con las bases postmodernas y postestructuralistas de los activismos en la izquierda identitaria, en general hace una lectura limitada y muy pobre del origen y desarrollo de tales bases (de hecho, por momentos no parece que conozcan otro autor postmoderno aparte de Foucault), evita la consideración de desarrollos teóricos e intelectuales más allá de la Ilustración, acusa a las teorías criticadas de un relativismo cultural que no llega a demostrar de forma satisfactoria en medio de supuestos y malas interpretaciones, y sus autores son sorprendentemente ingenuos y acríticos en las debilidades y alcances de la justicia social liberal como el remedio ante las teorías “cínicas” del postmodernismo. Es casi desconcertante cómo Pluckrose y Lindsay pueden reconocer que el liberalismo en el contexto de la modernidad también da cabida a discursos iliberales, que es impersonal, que si no regula el capitalismo ocurren desastres, que en sí mismo es difícil de definir, y que ofrece una resolución de conflictos en vez de soluciones a los mismos, y al mismo tiempo confiar que la sociedad liberal provee casi todas las oportunidades para que cualquier individuo tenga éxito en la vida.

Mi mayor problema con el enfoque analítico en Cynical Theories es que parte desde una visión muy ingenua de la modernidad, enmarcado en el paradigma liberal y anglosajón que promueve la autonomía personal y el individualismo como el logro máximo de las sociedades occidentales. Ignoran, por supuesto, que esa impersonalidad ha tenido también su cuota de papel tras la opresión del sistema industrial que da pie a las sociedades actuales, que favorecen la explotación laboral y la desigualdad social, y que es precisamente el germen del postmodernismo y los marcos teóricos que cuestionan el progreso social y tecnológico como principal solución. Pluckrose y Lindsay recaen en el problema de la única controversia, en este caso el acceso individual a las oportunidades y beneficios sociales donde, como Julia Serano comenta, se visualiza una dinámica de goteo inverso, en que por ejemplo resolver los problemas de clase harán que los demás se solucionen a través de ello. Y a semejanza de como Serano satiriza esas críticas marxistas a las políticas de identidad, debo preguntar: si aceptamos que es cierto que el sistema sólo tiene que refinar sus herramientas e instituciones para alcanzar la verdadera igualdad, ¿cuánto tenemos que esperar por ese “refinamiento”? ¿Un año, una década, varias décadas? ¿Qué hacemos entonces con los problemas sistémicos del racismo, la homofobia, el capacitismo, etc., que se mantienen mientras tanto? ¿Cuánto tienen que esperar los que padecen día a día estos problemas antes de que las instituciones en las democracias liberales se refinen y puedan procurar el acceso a todo individuo para superar todos esos baches discriminatorios?

Por otro lado, y de lo que he notado, cuando se critica al liberalismo y los valores de la Ilustración desde enfoques postestructuralistas, no se hace porque sean intrínsecamente opresivos o heteropatriarcales. Se hace porque se han instrumentalizado para sustentar y justificar sistemas sociales opresivos y heteropatriarcales en poblaciones dentro y fuera de las sociedades occidentales, y las propias debilidades internas de sus instituciones las hacen susceptibles a ser instrumentalizadas una y otra vez no sólo por postmodernismos y relativismos, sino -y más peligrosamente- por discursos discriminadores y hasta reaccionarios, tal como ya hemos visto con el avance de la extrema derecha y el postfascismo en décadas recientes –a pesar de que figuras liberales clásicas hubiesen reprochado la persecución-. No hay cinismo en esta apreciación: es simplemente el resultado de observación en la información disponible, pues recordemos que todos estos episodios, incluyendo la Ilustración misma, nacen a partir de contextos sociopolíticos e históricos muy específicos. Para personas como Pluckrose y Lindsay, que han crecido en ese paradigma anglosajón de las libertades individuales, parece ser muy difícil notar todos estos matices.

Es indudable que a menudo, los activistas interseccionales y postmodernos caen en el error de anular la individualidad en la población cuando analizan las problemáticas sociales, y centrarse en los ejes de opresión que se intersectan. Y por supuesto que es deseable un futuro postidentitario, que sea acromático a condiciones, diferencias e identidades. Pero tal como describían Kaplan y Winther sobre el realismo racial, promover ingenuamente la individualidad en el análisis de las problemáticas sociales identitarias no hace que desaparezcan dichas identidades, precisamente porque la identidad de las personas perjudicadas es tenida en cuenta, primero y principal, por aquellas instituciones e individuos que los perjudican. Es además ignorar el hecho de que nuestra propia especie, el ser humano, es social: que ha prosperado a través de las eras y alcanzado grandes logros y desarrollos culturales, sociales y tecnológicos gracias a la cooperación y la acción colectiva de los miembros de las comunidades, en redes de conexión de un volumen que no sería posible en otras especies, ni siquiera las más cercanas a nosotros. Y esto deberían tenerlo en cuenta los autores, que tanto pregonan sobre reconocer nuestras características biológicas.

Creo, como tal, que el choque entre individualidad y colectividad que sugieren tanto teóricos liberales como intelectuales feministas y queer es otra falsa dicotomía del activismo, la de si es mejor aplicar enfoques top-down (enfocarse en una ideología o “ismo” particular, como el hetero- o cis-sexismo) o bottom-up (atacar las mentalidades y estrategias que permiten todas las formas de marginalización). Un enfoque top-down, de corte más individualista y centrado en puntos comunes más que en una identidad compartida, puede enfrentarse bien a los obstáculos que enfrenta un grupo marginado en particular, pero tiende a subestimar o ignorar las formas en que otros niveles de marginalización se intersectan a nivel de individuos. Y esta no es una crítica nueva ni ajena a la izquierda: Emma Goldman ya cuestionaba al movimiento sufragista a inicios del siglo XX, no sólo por su propia oposición anarquista al sufragio universal, sino porque reconocía que ese derecho al voto sólo otorgaba poder a las mujeres que ya eran parte de sectores acomodados de la sociedad.

El sufragio en los Estados Unidos hasta ahora no ha sido más que una cosa aparte, absolutamente alejada de las necesidades económicas del pueblo.” Fragmento de El sufragio femenino (1910).

Por su parte, el enfoque bottom-up es más colectivo y plural, y permite que los sujetos activistas puedan comprender la forma en que otros grupos marginalizados reciben escrutinio y ataques, puesto que estructuralmente los mecanismos de discriminación son similares entre distintas identidades. Es el enfoque emblemático del discurso interseccional, una herramienta importante para comprender la forma en que distintos ejes de discriminación actúan sobre la marginación social e individual, de modo que hace imperativo  explorar todas las formas que toman los discursos discriminadores. No obstante, enfocarse en tales puntos en común dificulta también acciones concretas contra problemáticas específicas que enfrenta cada grupo marginalizado y, como otros han denunciado, a menudo es mal empleada en un estilo de “Olimpiadas de discriminación”, donde algunos activistas ubican las intersecciones de modo jerárquico, como si unos ejes de discriminación fuesen más graves o importantes que otros, generando una división en la colectividad.

No hace falta dividir las luchas sociales LGBT+ por causa de la teoría queer o la interseccionalidad, pero tampoco caer en el simplismo liberal de la controversia única. Al contrario: integrar los enfoques top-down y bottom-up para que se complementen de forma mutua tendría que ser la ruta ideal. El enfoque multifactorial hacia los elementos comunes en los muchos rostros de la discriminación, opresión y marginalización ofrece una cohesión mayor entre las colectividades para confrontar los distintos ejes de opresión, de modo que desarrollar esta consciencia colectiva permite también un desarrollo crítico y argumentativo del individuo. Y al mismo tiempo, estos individuos pueden aprovechar ese desarrollo para abordar de forma directa aquellas problemáticas específicas a los ejes que les presentan mayor peso.

¿Requiere esto un derrocamiento de la sociedad liberal, o una ruptura con los valores de la Ilustración? No necesariamente. Pero también evita la débil comodidad de esperar el refinamiento de un sistema que ya se ha probado reiteradamente incapaz de tratar a fondo el origen de las desigualdades y de frenar el refuerzo de tendencias reaccionarias más agresivas contra los derechos humanos. Son necesarios cambios radicales si de verdad se busca la equidad entre los miembros de la sociedad. Admitir esto no requiere ningún compromiso con el cinismo, sólo una visión más integrativa y comunal de la experiencia humana que dé una calidad verdadera a los valores ilustrados.

Reestructurando la inclusión

Lo cierto es que las críticas que recopilan Pluckrose y Lindsay no son nada nuevas. No sólo reúnen las mismas objeciones que ya se ventilaban en el feminismo de segunda ola, sino que los comentarios más concretos sobre la teoría queer ya habían sido abordados veinte años antes de Cynical Theories por Anne Fausto-Sterling en Cuerpos sexuados, y trece años después de ella por Julia Serano en su tesis Excluded: Making Feminist and Queer Movements More Inclusive (Excluida: haciendo los movimientos feministas y queer más inclusivos). La ventaja es que, además de que las dos son feministas (y mujer trans en el caso de Serano), ambas son biólogas que han trabajado por años recopilando información sobre los factores y mecanismos biológicos detrás de la diferenciación sexual y la expresión de la identidad de género, combinando su visión científica con su activismo, con lo que construyen críticas mejor elaboradas que los capítulos en Cynical Theories, con la ventaja adicional de poder extenderse más en los temas, y sin tener que recurrir a hombres de paja como el socialismo, el relativismo cultural y Foucault. Y es sobre todo en la obra de Serano en la cual voy a centrarme para desarrollar la última sección de este ensayo.

Tanto Fausto-Sterling como Serano cuestionan que desde el feminismo de segunda ola y la teoría queer, se haya dejado de lado la materialidad biológica del género y el sexo a la hora de cuestionar los roles sociales y la imposición patriarcal sobre la mujer, dejando el espacio para que la crítica conservadora intente apropiarse del discurso racional y científico. Pero mientras Fausto-Sterling hace una exposición de la ciencia alrededor del desarrollo sexual y su papel en la orientación y la identidad, sin centrarse demasiado en los argumentos activistas, Serano critica directamente los enfoques activistas que reducen las experiencias subjetivas y la intimidad mental y emocional de las identidades transgénero a performances o discursos subversivos conscientemente elegidos.

Serano distingue cuatro errores en el discurso postestructuralista queer: la artefactualización del género, la contextualización del mismo en un sistema de género, las perspectivas fijas y, en un todo, la perversión de “Lo personal es político”. La artefactualización es como Serano distingue al construccionismo radical, un rechazo absoluto a cualquier atisbo de naturalidad en la sexualidad humana, donde el género y su expresión no son más que un artificio cultural, una construcción donde todo género es “un acto”, y algunos refuerzan la imposición de un binario. Nada es natural, todo es discursivo. La autora cuestiona duramente esta concepción por enmarcar la sexualidad en el mismo enfoque en que los conservadores que aseguran que ser gay es una fase o la transexualidad es una aberración elegida: simples actos del ego individual, que pueden ser dejados atrás a través de fuerza de voluntad o las temibles terapias de conversión. Las experiencias que sufren las personas LGBT+ desde temprana edad, sea el ocultar su identidad por miedo al ostracismo y la discriminación, o el alivio que sienten cuando pueden reconciliar y expresar quienes son, no pueden simplemente considerarse una performance.

Es el sistema de género donde Serano encuentra los mayores problemas en el discurso activista feminista y queer actual, y la homofobia y transfobia que surge aún en algunas de estas colectividades. El sistema de género es todo sistema hegemónico imperante, y que debe ser retado, subvertido o derrocado: puede tomar distintos nombres como el patriarcado, el binarismo de género, la heterosexualidad obligada, entre otros. Si las categorías de hombre y mujer no son más que artificios sociales, sin ningún factor intrínseco o no social que influya en la identificación del individuo con ellos, entonces cualquier afirmación de una experiencia personal, profunda y subconsciente de una identidad que caiga dentro de esa categoría se vuelve una falsa conciencia que surge como subproducto del sistema de género.

Es por este esquema de pensamiento tan arbitrario que podemos entender cómo otras formas de marginalización y discriminación siguen brotando de tanto en tanto no sólo en feminismos postestructuralistas y queer, sino también en otras corrientes como el feminismo radical y el cultural. Las personas transgénero, entonces, hacen parte del sistema que polariza el género, y sólo reforzarían la hegemonía del sistema al adjudicarse una categoría, rompiendo así con el objetivo feminista de eliminar el género a nivel social. De forma similar, la exclusión frecuente de la bisexualidad radica en que sería una expresión sexual que abarca las categorías marcadas dentro del sistema de género, por lo cual refuerzan también su hegemonía. Finalmente, aunque la asexualidad escapa de la categorización binaria, al enmarcarse dentro de la artefactualización del género, acaba siendo vista como una reificación de la decisión consciente de no tener sexo, y por consiguiente reificaría a su vez el acto sexual que el sistema de género enmarca como la realización máxima de su binarismo.

Pero los prejuicios que alimentan estos análisis sesgados dentro del sistema de género nacen de una serie de dobles estándares (moral/inmoral, masculinidad fuerte/feminidad débil, cisgénero verdadero/transgénero falso, entre otras) que se amoldan a diferentes contextos, y pueden ser más o menos sexistas dependiendo de ello. Es allí donde las perspectivas fijas en un sistema de género fallan. Las perspectivas fijas asumen que se luchan contra un sistema de género donde ubicamos una serie constante de dobles estándares, y cualquier persona que no esté alineada con nosotros es servicial de un modo u otro al sistema, por lo que busca homogeneizar el modelo analítico de género y sexualidad. Pero así, se pierde de vista el factor contexto-dependiente de los dobles estándares.

Por ejemplo, cuando se acusa a hombres transexuales de replicar comportamientos estereotípicamente masculinos (digamos, salir a beber cerveza mientras ves un partido de fútbol), que no serían politizados de tal manera si las mismas acciones fueran realizadas antes de su transición, siendo vistas en tal caso más como un ejemplo de “rebeldía” o de “romper con los roles”. Esto sería cissexismo, ya que asume que las identidades y expresiones de género de una persona cis son entonces más legítimas que los de un transgénero. Y es sólo un ejemplo de los muchos en que grupos activistas minimizan o repudian las experiencias de grupos que ven “inconvenientes” para su enfoque top-down. Así, el problema de las perspectivas fijas es que al homogeneizar la lucha activista, ignora que se combate a una miríada de dobles estándares, tan variados y maleables en contexto que si te enfocas en un grupo específico de los mismos, ignoras fácilmente la forma en que se presentan dentro de otros ejes de opresión y discriminación.

Y esto es lo que conduce al mayor problema que Serano señala: la idea de que debemos reprimir o alterar nuestros géneros y sexualidad, de modo que se acomoden mejor a los objetivos y tácticas de los movimientos políticos feministas o queer. Es una distorsión completa de la frase “lo personal es político”, la corrupción de un argumento que, en su contexto original feminista de segunda ola, buscaba que las mujeres evaluaran su rol social y familiar, y su relación con dificultades y experiencias vividas al respecto, para que comprendieran la influencia del sexismo y la necesidad de enfrentarlo por medios políticos. Visto de forma secuencial, entonces: el error yace en i) considerar que hay expresiones de género y sexualidad menos convenientes a nivel político, por lo cual ii) se condicionan a los integrantes para que se ajusten en expresión y conducta a una perspectiva fija de la lucha política. Cualquier expresión o identidad que escape de allí, iii) sólo sería entonces un artificio del sistema de género que lo refuerza y permite su éxito.

¿Podemos encontrar entonces una forma de abordar la discriminación en los movimientos feministas y queer sin rechazar las bases biológicas subyacentes al género y la sexualidad? Serano hace una sólida propuesta al respecto. De manera similar a cómo Fausto-Sterling propone, para entender la sexualidad en el ser humano, una teoría de sistemas ontogénicos, Serano presenta un enfoque holístico para el feminismo, sintetizado en un modelo holístico del género y la sexualidad. En este, una compleja interacción entre factores sociales, biológicos y ambientales es lo que da lugar a una gran variedad de géneros y sexualidades, los cuales, debido a la variación biológica y su socialización situacional, pueden presentarse en formas que no encajan dentro de las normas culturales, pero caen siempre dentro de este mapa de interacciones multifactoriales. El modelo holístico permite reconocer que las similitudes biológicas no enmascaran la variación individual, y compartir la misma cultura o sociedad no evita que cada individuo se encuentre en una situación social particular, con distintas condiciones y ambientes; entonces, todas las conductas humanas son rasgos complejos, resultados de estas interacciones.

De ahí, pues, surge la diversidad que observamos en torno a la sexualidad, a pesar de que biológica y socialmente la tendencia sea hacia un binarismo de género. Como base, este modelo permite no sólo acomodar la diversidad sexual, sino además hacer indivisible el aspecto biológico sexual de lo social o ambiental. Somos plásticos, pero también tenemos componentes intrínsecos en nuestra identidad y expresión: no hay rasgos ni enteramente biológicos ni enteramente sociales, sea que presenten fuertes componentes intrínsecos (como el hecho de ser diestro o zurdo) o menos evidentes (el gusto por ciertas comidas). Por lo mismo, y llevando esta conclusión a la sexualidad humana, no es posible cambiar la sexualidad por simple capricho o imposición, y aunque puedan darse giros o desarrollos, son causa de la combinación de rasgos fisiológicos y sociales, o un intento por encajar en las normas culturales. Así, el modelo holístico rechaza la idea del género como performance, o la sexualidad como algo maleable y mutable a través de “terapias de conversión” o “terapias reparativas”, sin tener que recurrir a argumentos esencialistas o a una visión determinista del sexo y el género.

Dado que toma en cuenta la complejidad en la interacción de distintos factores, el modelo holístico es especialmente útil para analizar argumentos sexistas y planteamientos binaristas sobre el género en la sexualidad, bajo el marco de una miríada de doble estándares. En especial, la tendencia de que ciertos estándares se basen en rasgos “marcados” o “no marcados” en determinadas expresiones, si son excepcionales o están por fuera de nuestro grupo social interno: por ejemplo, que ciertos rasgos sean caracterizados en una categoría particular cuando se trata de mujeres (por ejemplo, la salud reproductiva), mientras que en hombres sean vistos de forma más universal. Una vez que estos rasgos son marcados, se generan dobles estándares que son asimilados y transmitidos culturalmente, transformándose en las expectativas fijas que comentaba antes.

Como enfoque feminista, el modelo holístico reconoce que los dobles estándares no están limitados a un –ismo particular, sino que hacen parte de un conjunto mucho más amplio que abarca muchas formas de marginalización, por lo que permite desarrollar estrategias interseccionales que puedan reconocer la heterogeneidad en la identidad y expresión de la sexualidad humana, y enfrentar dichas marginalizaciones múltiples. Es decir, reemplaza las expectativas fijas por una expectativa holística que responda no sólo a las necesidades específicas de los movimientos feministas o queer, sino que también se acomoden a las luchas de otras identidades que tienden a ser invisibilizadas e incluso repudiadas por el propio activismo, sin obligarlos a justificarse o acoplarse a una visión rígida de la sexualidad, impuesta de forma no consensuada por otros, algo que Serano llama licenciación de género, y que cumple un papel en toda forma de sexismo. Un enfoque holístico, a diferencia de modelos teóricos queer como la performatividad de género, no busca rechazar etiquetas sobre orientación, expresión o identidad, sino despejarlas de estereotipos y normativas, y reconocerlas como una heterogeneidad fundamental en todo grupo social, separándolas de la tendencia a una categorización jerárquica.

Por supuesto, ajustarse a un modelo así no es tarea fácil, y Serano concede el atractivo de modelos homogeneizadores mucho menos abstractos. Pero también señala que, en lugar de gastar recursos y energía en criticar y politizar los cuerpos, deseos e historias de vida de aquellos con sexualidades disidentes, el modelo holístico puede entenderse también como un estándar único y sencillo: el estándar de retar y cuestionar cualquier discurso ideológico y conductual no consensuado que niegue la autonomía de otras personas. No es un sustituto al activismo real, sino una guía para reconocer y retar dobles estándares e invalidaciones que surgen dentro del activismo, en pos de construir movimientos activistas más inclusivos.

Conclusiones

Comprender a fondo la discriminación y estigmatización que sufre a menudo la comunidad LGBT+ dentro de los movimientos progresistas requiere conocer a fondo la compleja simbiosis que tiene con ellos, en especial con los movimientos feministas. Y aunque su desarrollo argumentativo e intelectual no siempre va de la mano, como hemos visto a lo largo de este ensayo, no significa que sus objetivos y luchas no puedan integrarse de nuevo para alcanzar un activismo mucho más fuerte.

Hoy más que nunca los movimientos progresistas necesitan unidad, y esa no va a darse si seguimos enfrascados en conflictos basados en temores infundados, estereotipos caducos y dobles estándares. El verdadero progreso requiere reconocer que, de entrada, no somos una especie o una sociedad homogénea. Y en un momento en el que grupos políticos y de odio siguen atacando esa diversidad, necesitamos al menos ese reconocimiento para integrarnos y enfrentarlos.

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