Do Say Gay: una revisión detallada sobre sexo y género (V): “inquietudes apremiantes”, segunda parte
(…viene de la primera parte)
JAQers: los eternos lobos marinos
¿Quiénes son? Dado que los principales ejes de este grupo son el
enfoque afirmativo en cuanto a la identidad de género, la TAG y el concepto de
infancias trans, este es el grupo más diverso a nivel de profesión. Aquí
participan divulgadores ateo/escépticos, periodistas (algunos enfocados en
periodismo médico o científico), psicólogos y psicoterapeutas. Lo que todos
tienen en común en su posición trans-suspicaz sobre la TAG, una preocupación
por una supuesta ola futura de arrepentimiento y destransición, o en el mejor
de los casos un sobrediagnóstico de disforia de “identidad de género”, un apoyo
a limitaciones o restricciones totales a la TAG en menores de edad, y un hábito
constante de escudar críticas o cuestionamientos hacia su postura o argumentos
con la idea de que “sólo están haciendo preguntas importantes” sobre la
evidencia médica de la rigurosidad y efectividad en la TAG. En ese sentido,
podríamos decir que son los trans-suspicaces arquetípicos.
Empecemos con los periodistas, que son más accesibles
y reputados para el público general. Y aquí es donde toca hablar de una de las
más destacas en la actualidad, Abigail Shrier. Periodista del Wall Street Journal, saltó a la fama internacional
al publicar en 2021 el libro Daño
irreversible: la locura transgénero que seduce a nuestras hijas, donde
recopila una serie de testimonios de padres y algunos artículos científicos
sobre el aparente crecimiento demográfico en el número de adolescentes, sobre
todo asignadas como mujeres al nacer, que se identifican como transgénero, para
validar la tesis del “contagio social”. Su trabajo ha sido increíblemente
divisivo, pero ha sido aplaudido, respaldado o al menos recomendado por
personajes del movimiento escéptico, como el ya mencionado Richard Dawkins y
algunos más de los que hablaré en esta sección.
Quizás el más reputado entre los periodistas JAQers es Jesse Singal, quien desde 2018, con la publicación de un artículo sobre un supuesto repunte en la autodeterminación trans de adolescentes tras entrar en contacto con información o foros sobre identidad de género, se ha enfocado en cuestionar la efectividad de los diagnósticos y tratamientos nacidos desde el enfoque afirmativo de género, además de hablar sobre tasas supuestamente altas de arrepentimiento y destransición entre estos adolescentes “confundidos”. También se ha dedicado a analizar con detalle algunas críticas esgrimidas contra trabajos escritos por otros JAQers de los que hablaremos más adelante. Otras periodistas notables que se han prestado para hacer eco de las “preguntas” son Azeen Ghorayshi, quien publicó este año en el New York Times una historia sobre una clínica de género en St. Louis desde un marco negativo, replicando la declaración jurada de Jamie Reed (volvemos en un rato con Reed); y Bari Weiss, fundadora y editora del portal independiente The Free Press, declarada liberal de centro-izquierda, “incómoda con los excesos de la cultura de izquierda”, quien fue de las primeras en reportar la historia de Reed, pero sin ser periodista de investigación ni estar realmente enfocada en temas transgénero.
Entre los profesionales de salud mental, encontramos a
varios que van de lo suspicaz a lo antagónico. Por nombrar unos pocos, tenemos
a Lisa Marchiano, psicoanalista jungiana y fundadora del sitio anti-trans Youth
Trans Critical Professionals, quien fue la primera en acuñar el concepto de
“contagio social transgénero” para intentar explicar el repentino “crecimiento”
en la juventud que se presentaba como trans; la doctora Lisa Littman, quien
llevó al escenario médico dicho concepto con la tesis de disforia de género de
inicio rápido a través de un estudio descriptivo que publicó en 2018; John
Michael Bailey, psicólogo y genetista conductual quien publicó en 2003 El hombre que sería reina, un libro que
defiende la topología de transexualidad de Blanchard, la cual también ha sido
usada como supuesta explicación del “contagio social”; y la psicoterapeuta
Stella O’Malley, fundadora de Genspect, consejera clínica de la Sociedad para
la Medicina de Género Basada en Evidencia (SEGM, por sus siglas en inglés),
otra organización pseudocientífica que defiende la tesis de Littman, y quien
recientemente publicó junto con Littman un libro titulado When Kids Says They’re Trans (Cuando
los niños dicen que son trans), otro trabajo enfocado no sólo en promover la
hipótesis de contagio social y negar de tajo la existencia de infancias trans y
cualquier proceso de transición en menores de edad, sino además en recomendar estrategias
discursivas para que los padres hagan luz de gas a sus hijos y los lleven a
desistir de su identidad percibida, en un antagónico y grosero esfuerzo de
terapia de conversión accesible a “padres preocupados”.
Finalmente, los escépticos y divulgadores tienen también un papel de trans-suspicaces y JAQers. Una de las más sonadas fue la fallecida Harriet Hall, apodada como la SkepDoc (1945-2023). Médica retirada de la Fuerza Aérea, y dedicada crítica de las medicinas alternativas y la homeopatía durante años, destacó también en sus últimos años por validar los cuestionamientos sobre las juventudes transgéneros, primero con una crítica sobre los cuestionamientos al artículo de Littman de 2018, y posteriormente con una reseña positiva a Daño irreversible en el portal Science-Based Medicine (SBM, no confundir con SEGM) la cual fue retirada poco después bajo críticas de poca rigurosidad científica, y republicada en el propio blog de Hall, así como por otras páginas escépticas. Si bien Hall reconoció en parte que el trabajo de Littman tenía debilidades metodológicas, defendió hasta el final que generaba preguntas importantes sobre el enfoque afirmativo y el tratamiento en adolescentes transgénero.
Uno de los divulgadores que dio respaldo a Hall luego del incidente en SBM fue el historiador de la ciencia Michael Shermer, director ejecutivo de la Skeptic Society y fundador y editor de su revista oficial, Skeptic. Libertariano confeso, y autor de trabajos como Por qué creemos en cosas raras (1997) y La enciclopedia escéptica de la pseudociencia (2004), Shermer es un defensor de la teoría evolutiva frente al diseño inteligente y crítico del negacionismo del Holocausto, aunque también defensor de enfoques adaptacionistas en la psicología evolucionista, y por un buen tiempo escéptico del consenso científico sobre el calentamiento global. Además de republicar la reseña de la SkepDoc sobre Daño irreversible, Shermer ha escrito algunos artículos sobre la normativa en torno a la participación deportiva de mujeres trans, partiendo del caso de Lia Thomas, así como llamar dopaje a… ¿la pubertad en las atletas transgénero?, de modo que sería una “trampa” en una competencia justa.
Y con inquietud, me temo que debo incluir aquí a mi colega divulgador David Osorio, del portal De Avanzada. David ha sido por muchos años uno de los activistas más dedicados en la esfera ateo/escéptica latinoamericana en cuando a divulgación de la ciencia y el pensamiento crítico, así como cuestionar diferentes pseudociencias y supersticiones, y no negaré que ha sido una de mis principales influencias durante el desarrollo de mi pensamiento; si el lector es de los que detesta su trabajo de más de una década en activismo ateo y escéptico, borre la sonrisa previa creyendo que voy a acusarlo de anti-trans, porque tampoco es que vaya a hablar mucho de él.
No obstante, David también comparte con varios autores
mencionados a lo largo de esta entrada la tesis de las nuevas “guerras
culturales” en los espacios académicos e intelectuales, y como tal también ha
cuestionado el “radicalismo” del activismo trans, defendiendo a Dawkins y a
Rowling, así como ha traducido y compartido los análisis de Hall,
Coyne,
Singal e incluso de Wright sobre la
determinación sexual, la TAG y el concepto propio de identidad de género. Siendo
justos, yo mismo defendí a Dawkins cuando su concepción del tema era menos
obvia (y yo menos informado), y es cierto que Osorio no ha escrito directamente
opiniones respaldando las tesis del contagio social; a lo sumo, ha caído en el
error de considerar que se maneja un dualismo cartesiano con la identidad de
género. Pero no puedo pasar por alto que contribuye igual a mantener un clima
de desinformación al difundir “preguntas incómodas” basadas en observaciones y
metodologías, en el mejor de los casos, sumamente cuestionables.
¿Cuáles son sus argumentos? No voy a ampliar a detalle sobre los
problemas conceptuales y metodológicos detrás de las tesis del conflicto
social, pues eso va a tener su espacio propio en las secciones posteriores a
las categorías de argumentos transfóbicos. Por ello, la mejor forma de resumir
los argumentos de los JAQers es desde su propia perspectiva, la de “sólo estar
haciendo preguntas”, y que actúan desde la honestidad intelectual y el rigor
crítico al presentar las inquietudes planteadas en torno al enfoque actual de
la medicina de género.
Aunque Singal no fue el primero en plantear el
“contagio social”, como periodista investigativo fue su artículo del 2018 en The Atlantic, “Cuando
los niños dicen que son trans”, uno de los trabajos digamos
pioneros en llevar la tesis a la luz pública. Narrando la historia de personas
que se arrepintieron de sus distintos procesos de transición, Singal aborda el
incremento en el número de personas que se identifican como trans y la supuesta
aceleración de los procesos de tratamiento por parte de algunos médicos, así
como la incertidumbre sobre los efectos de la transición temprana en menores
disfóricos, el incremento percibido en casos de destransición, y la influencia
de presiones sociales en la auto-identificación.
A través de los años, Singal ha seguido presentando
argumentos sobre problemáticas con la TAG, en especial el inicio de terapias
afirmativas en preadolescentes (el autor ha afirmado que una persona no debería
transicionar antes de la mayoría de edad) y la poca atención del entorno social
en la decisión de adolescentes disfóricos de identificarse como trans o no
binarios, especialmente mujeres. Como tal, cuando los editores de la SBM
publicaron una
crítica detallada sobre la pobreza científica en las afirmaciones del libro de
Shrier, Singal dedicó un artículo señalando
errores e inconsistencias en los datos presentados dentro de la
crítica, muchos reconocidos y corregidos en la página, y complementados con
una segunda crítica.
Desde inicios de este año, tanto él como Weiss y Ghorayshi han respaldado y difundido el testimonio de la alertadora (whisteblower) Jamie Reed, una mujer que trabajó en el Hospital Infantil de St. Louis como administradora de casos para el Centro Pediátrico Transgénero de la Universidad de Washington. En un artículo publicado en The Free Press, y una posterior declaración jurada, Reed afirmó ser testigo de cómo, en varias ocasiones, los psicólogos en el hospital prescribían tratamiento hormonal a pacientes adolescentes sin verificar cuidadosamente que tenían disforia de género, y denunció también un proceso insuficiente en que los pacientes y sus padres comprendieran los riesgos presentados en el consentimiento informado de los procedimientos. Cuando surgieron observaciones e investigaciones que pusieron en duda las afirmaciones de Reed (más de eso en unos minutos), Ghorayshi publicó a finales de agosto un artículo en The New York Times donde presentó las historias de algunos pacientes del hospital infantil, corroborando al parecer algunas de las afirmaciones de Reed, mientras reconoce al mismo tiempo que “algunas de las afirmaciones de la Sra. Reed no pudieron ser confirmadas, y al menos una incluía imprecisiones fácticas”. Singal, por supuesto, presentó este artículo como otra evidencia de que la declaración de Reed era una denuncia poderosa sobre las levedades y excesos en el actual enfoque afirmativo de la medicina de género sobre la disforia.
El mejor resumen del por qué estudios y testimonios
que a menudo levantan serias dudas son respaldados por los JAQers lo podemos
encontrar en las reseñas de Hall al estudio de Littman y al libro de Shrier. A
pesar de reconocer las falencias metodológicas del primero, la SkepDoc aseguró
que el estudio es valioso por las “preguntas importantes” que generó: “Si incluso un puñado de niños están siendo
influenciados excesivamente por presión de sus pares y los medios, si la
disforia no siempre persiste, si incluso un puñado de personas tratadas sienten
más tarde la necesidad de revertir sus transiciones, queremos entender lo que
está pasando”. Es por ello que cuestionó que la Universidad de Brown, donde
Littman ejercía entonces, solicitara retirar el artículo de PLoS ONE antes de
que se republicara con una serie de correcciones, responsabilizando de ello a
la presión ideológica de los sectores que cuestionaron sus tesis, pues “no creo que la evidencia debiera ser
suprimida por miedo de que algunas personas podrían usarla mal”. De manera
similar, aunque reconoció tangencialmente que Daño irreversible también es un texto fallido, con bibliografía
sesgada, Hall aseguró que eso no era tan importante al ser un texto
periodístico más que científico (?), y presentaba preguntas serias que
requerían una mayor atención, esta vez confirmando que sí creía en la validez
de las sospechas sobre un “contagio social” detrás del aparente ascenso de la
incidencia de disforia de género en adolescentes.
Así pues, el eje de los argumentos de Singal, la
SkepDoc, Osorio y otros tantos difusores sobre estas “inquietudes apremiantes”
en torno al enfoque afirmativo en la medicina de género y las infancias y
adolescencias trans, como Benjamin Ryan o Leo Sapir, es que, a pesar de sus
limitaciones, hipótesis como las planteadas por Littman y Shrier merecen ser
tenidas en cuenta porque generan preguntas valiosas sobre el estado de
conocimiento y la adecuada praxis en los centros médicos que atienden a menores
de edad en salud mental. Serían trabajos pioneros en argumentos que son
injustamente vilipendiados por los críticos, sobre todo por el activismo trans,
quienes los desestiman del todo porque temen que las historias sobre influencia
social y tasas de destransición puedan ser empleadas para negar sus
experiencias de vida y restringir o eliminar el acceso a terapia afirmativa,
tal como ha estado ocurriendo desde inicios de año en Estados Unidos. Y sería
una falta de pensamiento crítico, y un rechazo al ejercicio y defensa de la
ciencia, limitar la capacidad y disposición de esta última a plantear preguntas
por la probabilidad de que puedan ser empleadas con propósitos ideológicos
nefastos.
Y hablando de esto último, señalar sesgos ideológicos
y políticos también es parte del esquema de debate JAQer. Por ejemplo, ante el
argumento de la Universidad de Brown sobre retirar el estudio de Littman por sus
serios problemas metodológicos, Hall indicó que hay muchos otros estudios con
problemas metodológicos en PLoS ONE, y no se ha visto retractados con la misma
celeridad, por lo que sugiere que la universidad cedió a la presión de grupos
activistas. De manera similar, David acusa también que los activistas trans
atacaron incesantemente estos trabajos y las columnas de Hall, pero sin
responder directamente las preguntas que en ellas se plantean; también ha
compartido trabajos de otros que acusan de sesgo ideológico a Steven Novella y
David Gorski, editores de la SBM, en especial por dar espacio a las ideas de
que el sexo es un espectro bimodal, algo que según sus críticos no se
corresponde con la realidad biológica, y son sólo acomodaciones ideológicas
para complacer a minorías marginalizadas, lo cual sería noble, pero equivocado.
¿Cuál es el problema de sus argumentos? Voy a partir desde una afirmación fuerte: la mayoría de los JAQers que no son directamente científicos (es decir, periodistas y comunicadores), e incluso algunos que son científicos, tienden a manejar una noción bastante pueril de lo que significa ciencia, más limitada a la experimentación y el ejercicio de la razón, y a una definición rígida de lo que es el método científico, una que se aplica de igual forma en todas las disciplinas científicas. Esto explica por qué algunos como Singal o Jennifer Block, quien publicó una columna reciente en el Boston Globe, insisten constantemente en que no hay suficiente evidencia científica, o es poco rigurosa, sobre la terapia afirmativa y los tratamientos hormonales; menos claro es cómo Hall o Shermer dan espacio a posturas como el contagio social transgénero, que en realidad no cuentan con ninguna, sólo porque “generan preguntas importantes”.
Porque si algo ha sido constante en los últimos cinco
años, desde el trabajo de Singal y el artículo de Littman, es que por mucho que
los JAQers ponen en tela de juicio el rigor científico y la adecuada praxis del
enfoque afirmativo en la medicina de género, especialmente en menores de edad
(cuando se molestan en reconocer que
existen las infancias trans), no han sido capaces ni de producir evidencia sólida
de estas supuestas falencias, ni tampoco de producir evidencia científica sólida
–y que no haya sido completamente destrozada a nivel científico- del “origen
social” en el incremento de adolescentes que se identifican como trans, ni
mucho menos de presentar terapias alternativas al enfoque afirmativo y la TAG
que cuenten con un respaldo ético y científico. No tienen más a su favor que el
argumento de que “sólo están haciendo preguntas”, y que en su opinión el
iliberal activismo radical transgénero se empeña en no reconocerlas.
Pero, ¿basta realmente con “sólo hacer preguntas” para
considerar que se está haciendo un buen trabajo científico o un buen trabajo en
general?
Es decir, sabiendo que el cuerpo de evidencia del artículo de Littman descansa en una encuesta realizada en portales web de padres anti-trans que ya consideraban que sus hijos tenían un “contagio social”, y que Daño irreversible recurre al mismo problema metodológico, el planteamiento del problema en ambos trabajos está sesgado desde el inicio, y con ello las preguntas formuladas a partir de ellos también lo están. Hall tendría que haberlo sabido: fue una importante activista del escepticismo, y luchó por décadas contra paparruchas disfrazadas como “medicina alternativa”, fundamentadas a menudo en la misma clase de falacias racionales. Si las “preguntas importantes” son generadas a partir trabajos pro-contagio social que caen siempre en errores metodológicos y sesgos ideológicos descarados, ¿qué tan “importantes” son realmente? ¿De verdad podemos considerar que son dudas legítimas?
Y ojo, no estoy diciendo que no puedan surgir
preguntas científicas o filosóficas importantes a partir de trabajos
deficientes o mediocres. Defiendo, como lo he hecho siempre, que “incluso el hecho
de pensar erróneamente es mejor que no pensar en absoluto”. La reflexión es
importante. Sin embargo, hay una diferencia entre dudas y conclusiones
erróneas, pero nacidas a partir de argumentos robustos, y aquellas inquietudes
y afirmaciones que surgen de información viciada y sesgos de selección. Y no es
pequeña. El pensamiento racional y la curiosidad científica no pueden ser
suficientes para validar la formulación de preguntas que, desde su concepción,
parten de un supuesto racionalmente defectuoso. Hipótesis ad hoc así son
incapaces de alentar o producir conocimiento científico, y figuras escépticas
como Shermer, la SkepDoc e incluso el propio Osorio tendrían que estar más que
curtidos en identificarlas en cuanto son presentadas.
Incluso ignorando los sesgos tras la formulación de la
tesis del “contagio social”, la búsqueda de evidencia que respalde sus
“preguntas incómodas” y las acusaciones sobre una “manía médica” en las
instituciones de medicina de género no ha sido especialmente fructífera, y muchos
de los principales JAQers acaban soltando las máscaras sobre su supuesta
rigurosidad profesional al respecto.
Tomemos el caso del testimonio de Reed, tan difundido
por Singal, Weiss y Ghorayshi. Más temprano que tarde, los medios locales de
St. Louis empezaron a desmentir las afirmaciones que presentaba la alertadora. Casi
dos docenas de padres y ex
pacientes comunicaron
sus experiencias en el Hospital Infantil de St. Louis, contradiciendo
directamente a Reed –a quien pocas veces conocieron- sobre la desinformación o
la presión para iniciar terapia afirmativa y hormonal, y sembrando la duda de
que una empleada sin un papel médico pudiese acceder a los registros de los
pacientes en cuanto a los exámenes médicos realizados. Una adolescente incluso
fue explícita, en contra de la afirmación de Reed de que el centro médico no
descontinuaba la terapia hormonal, que cesó voluntariamente la terapia con
estrógeno hace un año, luego de sentirse conforme con los cambios intermedios
obtenidos en su cuerpo. Así mismo, una investigación interna de la Universidad
de Washington no
encontró tampoco evidencia de mala conducta profesional al interior del centro médico.
Y es que, como demostró el periodista transgénero Evan Urquhart, creador del sitio de noticias Assigned Media, dedicado a cubrir propaganda anti-trans, las afirmaciones de Reed no sólo no fueron corroboradas adecuadamente por Ghorayshi o Singal –de las 69 afirmaciones sobre el hospital, sólo siete fueron realmente corroboradas por la historia de esta última en NYT, y ni siquiera contienen evidencia de mala praxis-, sino que muchas han sido refutadas, no son acusaciones reales, o son vaguedades y distorsiones de efectos secundarios reales, aunque poco comunes, del tratamiento hormonal. Quizás una de las que mejor ilustra la “fiabilidad” del testimonio de Reed, revelada graciosamente por Singal en un intento de reivindicarlo, es cuando una de sus señales de alerta por el manejo de los pacientes es que los menores usaran “pronombres” como comunista, gato o incluso helicóptero de ataque al llegar a la clínica, y uno que incluso bromeó con ser “género mapache”. Es decir, memes de Internet que fueron concebidos para burlarse de la comunidad trans, y que incluso los adolescentes trans se han reapropiado como comedia. No pinta un cuadro muy halagüeño sobre la señora Reed, y definitivamente no es una medalla a la rigurosidad periodística de Singal.
Hablando de Singal, para ser tan activo en señalar
errores y contradicciones en los trabajos de quienes cuestionan las tesis del
contagio social (algo por lo demás deseable si queremos tener argumentos
confiables), es curiosamente parco a la hora de verificar la evidencia sobre
una “manía médica”, y sospechosamente tibio en revelar detalles que un lector
podría considerar importante sobre aquella evidencia que él mismo recopila. Un hecho
que tanto Jesse como The Atlantic
omitieron de su afamada pieza en 2018 es que las fuentes consultadas por el
periodista eran
muchas de
padres que hacían parte de 4thwavenow, un sitio web que reúne
padres claramente anti-trans y que usa constantemente comparaciones agresivas
sobre las identidades trans, en un tono evidentemente trans-antagónico. Julia
Serano realizó una recopilación importante de críticas,
testimonios y reportes que se publicaron a lo largo de los años,
y que evidencian que Singal no sólo buscó específica y constantemente a
individuos de comunidades anti-trans, sino que además omitió deliberadamente
toda referencia al respecto en el artículo de The Atlantic (y no es que no le faltara espacio, pues es bastante
extenso), al punto que la Alianza Contra la Difamación de Gays y Lesbianas (por
sus siglas en inglés, GLAAD) creó una entrada para
el periodista en su
proyecto de responsabilidad sobre organizaciones y fuentes que emplean retórica
discriminadora contra las comunidades LGBT+.
Singal asegura haber sido difamado por años por sus críticos y activistas trans, y ha acusado a Serano de ser hipócrita y oportunista, pero la verdad hace muy poco por despejar las críticas sobre su ética profesional. No hablemos sólo de su respaldo e intentos por reivindicar la declaración de Jamie Reed, la cual aseguró fue corroborada por Ghorayshi. También fue repudiado recientemente por compartir el fragmento transcrito de una entrevista a una mujer y su hija trans, Cam Ogden, sobre su experiencia con 4thwavenow y sus tácticas para generar pánico en los padres de adolescentes trans, y enmarcar la remisión a una clínica de género como una aprobación para la terapia hormonal de la joven. Cuando la misma Cam le llamó la atención en Twitter/X por engañar a sus lectores caracterizando así su historia, teniendo que revelar detalles más personales de su experiencia, Singal borró el trino y se intentó excusar diciendo que había sido culpa de TransLash Media, el sitio que compartió la entrevista, por la forma en que presentó la información que compartió él mismo, a pesar de que ni el transcrito ni el testimonio de Ogden respaldan una interpretación semejante.
Pasó algo similar cuando acusó a The Majority Report
de hacer un segmento donde lo llamaban transfóbico y “una basura de ser
humano”, y el propio Sam Seder explicó que sólo era un
fragmento corto de un segmento no publicado, del cual había
aceptado retirar esa acusación. Y pasó también cuando lo reportere Jo Yurcaba,
de NBC News, presentó un
reportaje de
dos partes sobre la alerta de Reed, incluyendo un testimonio de
un ex colega laboral suyo y un estudiante que trabajó en el centro de salud y
se reportaba directamente con ella. Cuando Singal publicó en su cuenta de
Substack cuestionando la credibilidad de una de sus fuentes, Yurcaba publicó un hilo en Twitter
señalando otros portales donde se compartió el testimonio con evidencia de lo
ocurrido, y además aportando evidencia de que Singal contactó a la persona para
enviarle una lista de preguntas, pero dándole poco tiempo para responderlas
antes de publicar su nota. También pasó cuando filtró la carta
interna a un comité de contratación de la UCLA expresando
inquietudes por la contratación de un profesional, poniendo en riesgo de
retaliación a los estudiantes que firmaron el documento. O el pobre análisis estadístico que realizó en
un artículo suyo publicado en 2016, basándose en un estudio de Streensma et al
(2013), pero haciendo inferencias descuidadas, falsas dicotomías y conclusiones
apresuradas. Sin duda es
llamativo que alguien que acusa de descuido y mala praxis a periodistas,
editores e incluso científicos y médicos tenga una ética periodística tan laxa
y haga tan poco esfuerzo en verificar la información que comparte.
Quizás no está consciente de que esos sean errores.
Después de todo, respaldó el artículo de Ghorayshi en el NYT, ese que aseguró
que corroboraba al menos en parte las afirmaciones de Jamie Reed. Artículo que,
por cierto, fue recibido con indignación por los padres que fueron contactados
por la periodista, y a quienes les había prometido que su testimonio no sería
usado para presentar de forma negativa a la clínica. Y aunque un periodista no
está obligado por ética profesional a redactar un artículo en la dirección que
su fuente desea, los padres no dejaron de sentirse traicionados, en especial
porque Azeen se presentó de forma bastante respetuosa con ellos, fue empática
incluso al punto del llanto, pero luego presentó hechos reales enmarcados de
forma en que los testimonios de estas personas sobre el exitoso tratamiento de
sus hijos y su agradecimiento a la clínica no se viesen reflejados de tal
manera en el periódico. En ese sentido, aunque periodistas como Singal o
Ghorayshi son, definitivamente, terribles periodistas con una ética profesional
muy pobre, sus errores no yacen en no respetar los deseos de tranquilidad de
sus fuentes, sino en que sus sesgos les llevan a cometer errores notables de cherry picking, son mediocres a la hora
de verificar el contenido y veracidad de las afirmaciones o testimonios que
comparten, y son cobardes en negarse a reconocer ambos problemas.
Para concluir, regresemos de nuevo al tema de “sólo hacer preguntas”. En intercambios de redes sociales, Singal se ha defendido de quienes critican que no presente evidencias del supuesto aumento de tasas de destransición por terapias aceleradas, diciendo que simplemente “no podemos saber” las tasas reales por la poca información que generan los centros de medicina de género (a pesar de que unos meses antes parecía convencido de que el testimonio de Jamie Reed demostraba la “manía médica” de la transición), y que sólo atacan a personas como él por hacer “las preguntas más básicas y obvias”. En una conversación reciente con Urquhart en Twitter, Reed reconoció que sus testimonios sobre las historias de pacientes no nacían de primera mano, incluyendo una paciente con toxicidad hepática que ella quiso vincular al uso de un bloqueador de pubertad (algo que su familia ha desmentido), pero que su mayor preocupación era “llamar la atención sobre a una práctica médica que merece escrutinio”. Y no hace falta destacar la gran cantidad de condicionales que empleó Harriet Hall al reseñar la importancia del estudio de Littman. Generar “preguntas importantes”, dirían algunos.
¿Pero cuál es el punto de “sólo hacer preguntas” sobre
posibles escenarios de los que, no es sólo que no sepan si están ocurriendo en
gran medida, sino que ni siquiera están seguros
si son reales? ¿Cómo es que, tras cinco años sin obtener un solo caso veraz y respaldado de transición acelerada,
y montones de estudios avalando la seguridad de un enfoque médico, al ser
confrontado con este hecho sólo pueden replicar como otáridos fastidiosos que
“no hay suficiente información”? ¿Por qué compartir material de personas que
claramente son incapaces de respaldar sus afirmaciones extraordinarias con la
evidencia correspondiente, bajo la excusa engañosa y cobarde de simplemente “generar
preguntas importantes”? ¿Por qué tendría la gente que pretender, entonces,
creer que lo que los impulsa es una genuina preocupación por la salud de las
personas o un interés de fortalecer el escepticismo y la libertad del trabajo
científico?
Estas son las preguntas importantes que
deberían hacerse a los vendedores del pánico trans en estos momentos, en lugar
de acusar de radicales a quienes los reconocen como los charlatanes que son por
“sólo hacer preguntas”.
¿Es posible hacerlos entrar en razón? La verdad es que con la mayoría, me temo
que la respuesta es negativa. No creo que todos sean insalvables: he conocido
por años a Osorio, por ejemplo, y me consta que no es antagónico a la comunidad
trans, a pesar de divulgar sin observaciones las pobres “preguntas” planteadas
por los varios personajes mencionados, y puede ser más abierto a cambiar
posturas de acuerdo a la evidencia disponible. La cuestión es que está bastante
aferrado a su rechazo al proyecto de justicia social en general, dentro del
cual se ubica el activismo trans, así que mientras David siga cómodo en esa
visión simplista y un tanto libertariana sobre la caída del Nuevo Ateísmo, dudo
que abandone pronto esa promoción de “preguntas incómodas”. Pero no es alguien
inaccesible.
Soy menos optimista con personajes como Singal y Ghorayshi.
Estos no sólo han demostrado ser activamente malos periodistas al abordar temas
transgénero, sino que también se excusan y escapan cuando se les confronta con
sus propias debilidades profesionales, de modo que se mantienen chapoteando una
y otra vez como lobos marinos, repitiendo las mismas preguntas que han sido
respondidas una y otra vez, en vez de dedicarse a presentar evidencia
remotamente creíble sobre sus tesis acerca de la “epidemia trans” y los
“excesivos” diagnósticos de disforia. Es razonable dudar de que se trate de
simple trans-suspicacia. Sobre Shermer, me gustaría creer que, siendo parte del
círculo escéptico contemporáneo, también está abierto a cambiar su postura,
pero episodios como el debate alrededor de la relación de Edward O. Wilson con
propuestas científicas racistas han demostrado que se trata de alguien más
motivado por su postura política que por un compromiso con la objetividad, al
punto que incluso otros escépticos contemporáneos lo critican duramente.
En cuanto a los directos formuladores de hipótesis
pseudocientíficas como Bailey, Littman y Marchiano, me temo que no hay
esperanza de un intercambio fructífero. De esto hablaré un par de secciones más
adelante pero, tal como en el caso de los biólogos antiposmo, estos
profesionales de la salud son hábiles en racionalizar no sólo prejuicios, sino además
las propias debilidades metodológicas
que sustentan sus tesis acerca de los individuos transgénero y el aparente
incremento en su demografía y diagnóstico. Y si no lo hacen, contarán de igual
forma con el respaldo de otros JAQers como Singal o la difunta SkepDoc, bien
prestos en enmarcar las críticas a sus teorías zombi en un contexto político e
ideológico, pero bastante pusilánimes a la hora de cuestionar con más dureza
los problemas científicos en su trabajo. Con ellos, queda por hacer lo que
muchos ya estamos haciendo: atacar directamente sus argumentos y falencias
científicas.
Los que ni siquiera disimulan su desprecio genocida
¿Quiénes son? ¡Muchos! Y aunque las personas netamente
trans-antagónicas no son tan comunes como la gente indiferente o “sospechosa”,
muchas de las figuras anti-trans más vocales en varios países no sólo tienen un
audiencia amplia, sino que en varios casos intervienen de forma incluso directa
en acciones políticas destinadas a restringir y limitar la integración de
personas trans y no binarias en la sociedad. En ese sentido, su impacto acaba
siendo mucho mayor.
Como debo saltarme a Sex Matters y el feminismo transfóbico británico, que se han esforzado mucho a nivel político en años recientes por desempolvar ideas que rayan en la segregación y reforzamiento de estereotipos de género incluso en mujeres cis, empezaremos por el grupo de pregoneros de odio en The Daily Wire, una compañía ultraconservadora de medios, cofundada por el nefasto comentarista político Ben Shapiro. Tenemos aquí al comentarista político de derecha Matt Walsh (no confundir con el actor Matt Walsh), el más popular de ellos, presentador del pésimo documental en línea What is a Woman?; Michael Knowles, de quien ya hemos hablado en este blog por su discurso sobre la “erradicación del transgenerismo”; la comentarista conservadora Candace Owens, escéptica del supremacismo blanco y promotora de teorías de conspiración como las de su amigo Kanye West; entre otros.
El más importante junto a Walsh, aunque incorporado apenas en 2022 a The Daily Wire, es el afamado psicólogo canadiense Jordan Peterson. Miembro de la llamada “Intellectual Dark Web” (IDW), Peterson es uno de los críticos contemporáneos de derecha más importantes sobre la “corrección política”, las políticas de identidad y la identidad de género, y comparte con personajes como Dawkins (manifiestan cierto respeto mutuo, a pesar de las diferencias políticas y religiosas) y Coyne la visión de que la academia está capturada ideológicamente por el postmodernismo woke. También ha sido un crítico de sectores feministas que desdeñan las problemáticas que enfrentan los varones en la sociedad, con lo que se ha ganado un lugar entre los nuevos movimientos masculinistas y MGTOW. Y uno de los principales escépticos en la actualidad sobre el cambio climático de origen antropogénico.
En redes sociales, en particular Twitter/X, también
son bastante activas cuentas de odio y acoso que esparcen bulos y publican
información delicada de negocios, escuelas y docentes que manifiesten apoyo a
la comunidad LGBT+, como End Wokeness, Gays Against Groomers y LGB Alliance,
prosperando lejos de muchas repercursiones legales gracias a las pobres
decisiones ejecutivas de Elon Musk (quien de hecho promueve activamente estos
discursos transfóbicos). Una de las más activas y peligrosas es la cuenta Libs
of TikTok, creada por Chaya Raichik, la cual se ha visto bajo el ojo del
escrutinio público luego de que USA Today recopilara las denuncias sobre decenas de ataques y amenazas de bomba a personas y lugares difundidos en la cuenta deTwitter, al punto en que estuvo temporalmente incluida en la lista de la Liga
Antidifamación (ADL). Otras figuras activamente transfóbicas en redes sociales
son el nuevo consentido de Musk, el periodista malayo de juegos Ian Miles
Chong, reconocido trumpista, y el agresivo comediante británico Graham Linehan,
creador de series británicas como Father
Ted y The It Crowd.
Y en habla hispana no nos quedamos cortos. Tenemos a
los autores Agustín Laje y Nicolás Márquez, quienes promovieron el concepto de
“ideología de género” con su libro coescrito El libro negro de la nueva izquierda; Laje ha seguido publicando
libros donde “denuncia” el giro postmoderno en la izquierda moderna y las
nuevas generaciones. También podríamos contar aquí al filósofo político Pablo
Muñoz Iturrieta, creador de los libros Atrapado
en el cuerpo equivocado y Las
mentiras que te cuentan. Todos tienen en común no sólo reducir el activismo
trans y cualquier debate sobre la identidad de género a una “ideología”
promovida por la teoría queer, sino que además lo denuncian como una
conspiración de adoctrinamiento cultural. Y también hay figuras en redes
sociales que diseminan conceptos patológicos y discriminadores, como los youtubers Drossrotzank -otrora
considerado como aliado por parte de la comunidad LGBT+- y Lord Zowl; ninguno tienen
un aporte valioso en “debates” sobre la identidad de género y el activismo
trans, pero eso no les impide promover discursos bastante infelices sobre la
población transgénero en particular, y escondiéndose (al menos Dross, Zowl ni
se molesta en disimular su criptofascismo y homofobia general) tras la falsa
distinción de que “yo apoyo al gay, pero critico al LGBT”.
En fin, que si me pusiera a reunir nombres de todos
los que en distintas plataformas digitales configuran discursos anti-trans y
narrativas transfóbicas, no me daría el espacio. Y no: entre los personajes
citados, la verdad es que no hay ninguno que pueda considerarse trans-suspicaz.
Prácticamente todos son negacionistas del concepto de identidad de género, y la
retórica florida de tono académico no alcanza a disfrazar su ignorancia
profunda en temas de sexualidad y neuropsicología del sexo. Menos aun cuando
acusan a conspiraciones multimillonarias de promover e imponer la “ideología
queer” en las instituciones académicas, en otra replicación del discurso de la
“captura académica de Occidente”.
¿Cuáles son sus argumentos? Ninguno de los reaccionarios
criminalizantes considera que las transidentidades son reales, y lo cierto es
que manejan un discurso en apariencia contradictorio: creen que son personas
clínicamente enfermas, pero cualquier expresión de su identidad debe ser
considerada un delito grave. Consideran que todos nacemos con nuestra
sexualidad fija, pero creen que los menores están en riesgo de ser confundidos
y corrompidos por cualquier libro que contenga un personaje LGBT+. Aseguran que
la comunidad trans no sabe ni definir lo que es una mujer, pero la mejor
respuesta al tema en el documental de Walsh es que su esposa le pide ayuda para
destapar un frasco al final del metraje.
Si tuviera que definir líneas que marcan el discurso reaccionario, serían unos tres: el de la “ideología de género”, la patologización de la identidad y la corrupción de menores. Con “ideología de género” intentan reunir la teoría queer y el activismo trans en un solo paquete conceptual, según el cual la sexualidad y el género no son fijos, sino que impuestos por la socialización de estereotipos, y por lo tanto cualquier persona puede identificarse en un género diferente al sexo asignado, incluso sin evaluación médica. Y claro, todo esto cultivado por el pensamiento postmoderno y su corrupción del orden social y el pensamiento racional. Dependiendo del locutor, “la ideología de género” es o parte de una conspiración de marxismo cultural promovida por algún multimillonario de gran alcance internacional (usualmente el magnate George Soros, con lo que se vuelve una postura antisemita), o una cábala globalista que busca destruir por completo los cimientos de la civilización occidental para reformarla en un neomarxismo postmoderno, la infame Agenda 2030.
La patologización
de la identidad, por otro lado, es un argumento menos conspiranoide, aunque
no por ello más robusto. Personajes como Walsh y Peterson caen en el mismo
error de los biólogos antiposmo de equiparar la disforia de género con la
identidad de género, por lo cual consideran que una persona disfórica es
aquella que cree ser de un sexo distinto al que nació, y no que sufre de
tensión porque su identidad no corresponde con sus otros aspectos sexuales. Esta
no es una diferencia pequeña, pero no es reconocida por las figuras
reaccionarias. De tal modo, bajo esta concepción de las transidentidades, las
personas que dicen ser transgénero no tienen una identidad transgénero, sólo
una enfermedad mental, por lo que no es lícito realizar acomodaciones para
complacer sus “caprichos”, que al final del día vienen de una mente perturbada.
Pero no crea el lector que estos personajes son más comprensivos por la condescendencia de ver a la comunidad trans como pacientes mentales. Al contrario, bajo esa idea y el ver la identidad de género como una simple “ideología política”, los reaccionarios no sólo apoyan y promueven proyectos de ley anti-trans, que van desde prohibir su inclusión en espacios exclusivos para mujeres hasta vetar cualquier mención a temas LGBT+ en bibliotecas y escuelas públicas, sino que también defienden las terapias de conversión o su eufemística variedad reciente, la “terapia exploratoria de género”, a la vez que se refieren a las personas transicionadas como “mutilados”. Unos pocos más, que no están autoconvencidos de ser salvadores, o prefieren no disimular sobre su desprecio a las personas trans, optan por usar cifras públicas de discriminación y salud mental trans para presentar horribles mensajes a modo de “chistes”.
Finalmente, la corrupción
de menores es la retórica favorita de la mayoría en redes, sea un tipo con
una carrera una vez consagrada, como Lineham, o cualquier criptofascista que
sale en la mañana a trabajar para hacerse la compra de la semana. Bajo este
argumento, los activistas trans son mayormente groomers fetichistas (es decir, personas que forman una relación
cercana con menores de edad, y se van ganando poco a poco su confianza para
conseguir tener contacto sexual con ellos) que buscan moldear a los niños de
acuerdo a sus “perversiones”, y por ello están promoviendo la “identidad de
género” en la educación pública, en especial a las niñas –la seguridad e
integridad física de las menores femeninas recibe especial énfasis, dada la
aparente evidencia en la DGIR-. Por consiguiente, es imperativo prohibir
cualquier tipo de enseñanza sobre género e identidad a menores de edad, y de
ahí nacen proyectos como el Don’t Say Gay,
respaldado en Florida por el gobernador republicano y ultraconservador Ron
DeSantis, o los estúpidos boicots a empresas como Budweiser y Nike por incluir
mujeres trans en campañas.
Tristemente, no son pocas las personas homosexuales
que en varios países también se suman al ataque anti-trans del grooming, bajo un argumento similar de
que las personas trans quieren someter a menores y adultos homosexuales a sus
parafilias. Se supone que detrás de cuentas de redes sociales como LGB Alliance
y Gays Against Groomers hay, en efecto, homosexuales y lesbianas, pero muchos
albergan dudas al respecto, y sospechan que son cuentas manejadas por
conservadores ultraderechistas que fingen hacer parte de minorías sexuales para
impulsar una narrativa de división interna que fracture al activismo LGBT+. No
obstante, no hay mucha información para afirmar o desmentir esto. En todo caso,
la idea de que detrás del incremento en el número de personas que se
identifican como trans/nb se encuentra el grooming
está tan difundida entre los transfóbicos más recalcitrantes que es un discurso
comparable en importancia a la hipótesis del “contagio social”.
¿Cuál es el problema de sus argumentos? La retórica de estos reaccionarios
anti-trans no alcanza a disimular sus motivaciones discriminadoras y la
violencia camuflada tras sus intenciones. Además del discurso con vibras
genocidas de Knowles a inicios de año, Owens ha manifestado el deseo de golpear
trans (a quienes se refiere como demoníacos) con un bastón; Charlie Kirk pide
que los hombres se encarguen de entrar y vigilar los baños públicos femeninos,
para que se “encarguen” de las personas trans “como se hacía en los 50 y 60”
(léase: lincharlos); y Walsh está en
una guerra personal contra ellos. Su deshumanización de la condición
transgénero es peligrosa, y por mucho que estas figuras afirmen que lo hacen
por la seguridad de mujeres y niños, su retórica es por muchos momentos,
inequívocamente fascista. Pero hablemos entonces de sus “argumentos”.
El argumento de la “ideología de género” no tiene mucho
asidero. A estas alturas, la mayoría ya entiende que el concepto no es más que
un descomunal hombre de paja, para reducir el activismo trans a un supuesto
radicalismo postmoderno que no acepta críticas y busca imponerse. Quienes
promueven este argumento llegan incluso al punto patético de decir que llamar
“cis” a una persona cisgénero es un insulto comparable a nigger (negro o más bien negrata en inglés), como si cisgénero no
fuese una terminología médica precisa, y cis un prefijo que es usado en otros
campos científicos. Lo cierto es que el activismo trans no busca obligar a
nadie a usar los pronombres preferidos por una persona trans/nb so pena de
cárcel, sino que se entienda por qué esto sería lo preferible, y que tal
concesión no supone ni la destrucción del concepto de sexo, ni una imposición.
Es apenas una parte básica de cortesía e integración en la sociedad.
Sobre la patologización, he hablado con detalle sobre la diferencia entre la identidad de género y la disforia de género, y como esta última no es equivalente a una identidad transgénero. Tampoco se trata de una parafilia o fetiche, en contraste a lo que sugieren trabajos como los de Blanchard y Bailey: es una variación natural, por atípica que sea, dentro del desarrollo y la diferenciación sexual del individuo. Que se refieran constantemente a enfermos mentales o aberrados a la comunidad trans no sólo denota un profundo desprecio por su existencia, sino además una completa ignorancia del consenso médico y científico al respecto, y un desinterés total por su bienestar mental –de hecho, Matt Walsh ha sido vocal en repudiar la realidad de condiciones como depresión y ansiedad-, pues de nuevo, el consenso científico denuncia las terapias de conversión como abuso y discriminación. Y no sé yo, pero deshumanizarlos llamándolos “cosas” o insinuar que se “disfracen” de suicidas después de los 35 años sólo refleja que no hay interés humano detrás de las acusaciones de “enfermos mentales”, sólo un repudio que parece escupido de una alcantarilla victoriana y no de una red social en pleno siglo XXI.
En cuanto al discurso del grooming y la corrupción de menores, como señala Serano, no es más
que un reciclaje del estigma de la contaminación social y degeneración, común
en el siglo XIX y que en décadas anteriores se promovió contra homosexuales y
lesbianas. Según esta idea, la presencia de costumbres sexuales como la
masturbación, la promiscuidad y las “inversiones” eran propias de razas
consideradas “inferiores”, aunque las mujeres también eran más vulnerables a
ser “corrompidas” por tales costumbres, pues carecían de la racionalidad del
varón para manejar sus pasiones. Y si nos fijamos con lupa, la idea de que las
personas transgénero son groomers
comparte los mismos elementos: son personas “degeneradas” que pueden
“contagiar” su corrupción a otras personas, en especial cuando se encuentran en
un período de formación, y con un énfasis en que las mujeres son especialmente
vulnerables a ser “contaminadas” (de ahí, según su tesis, que el incremento en
casos de adolescentes trans parezca haber incrementado más en mujeres
asignadas). Es por ello que, bajo los argumentos trans-antagónicos, ningún tipo
de enseñanza, referencia o alusión alguna sobre temas LGBT+ debería permitirse
en el público, en especial en espacios frecuentados por menores de edad, sean
educación o entretenmiento, porque es “sexualizarlos” y “groomearlos” para que
se “conviertan” en homosexuales o trans.
Pero, ¿esto se corresponde con la realidad? No
realmente. Nuevamente, la tesis de contagio social es defectuosa desde su
concepción, y subsecuentes estudios en años no han evidenciado nada que pueda
respaldar la idea de que las identidades transgénero se puedan “contagiar”, ni
entrar en redes sociales, ni el uso de pronombres preferidos, ni mucho menos
que te enseñen en el colegio sobre diversidad sexual. Lo único que estas cosas
hacen es conseguir que la gente pueda entender más sobre orientación sexual e
identidad de género, y que muchos adolescentes se puedan reconocer en tales
experiencias y expresarse sin miedo (como se diría coloquialmente, salen del
clóset). Esto puede ser fácilmente confundido (o deliberadamente presentado) por transfóbicos como un “incremento
rápido” generado por “contagio social”, pero sería como decir que el número de
zurdos incrementó de repente cuando dejamos de forzar a los estudiantes a
aprender a escribir con la diestra porque “se contagiaron” del uso de la
izquierda.
En cuanto al supuesto vínculo entre identidades LGBT+
y el abuso sexual infantil, lo cierto es que la idea de que una persona
homosexual o transgénero es más probable que sea pederasta tampoco cuenta con
evidencia seria. Esto no significa que no haya personas dentro
de la comunidad LGBT+ que perpetren crímenes sexuales, pero esto no está
vinculado ni con la orientación sexual ni con la identidad de género. De hecho,
si tuviésemos que restringir o prohibir su presencia en espacios públicos por
estas pocas personas, mayor razón tendríamos para vetar a cualquier
heterosexual en cualquier espacio infantil. El discurso de que las personas
trans son abusadores sólo termina distrayendo al público de la inquietante
realidad de que la mayoría de casos de abuso sexual ocurren en entornos familiares para la víctima, y que esto muchas
veces es literal en el caso de
menores de edad, cuando el perpetrador es un pariente cercano, o incluso un
parental.
¿Es posible hacerlos entrar en razón? No. Este el grupo con el que menos vale
la pena intentar construir un intercambio razonable de ideas, porque no están
interesados en ello. Al contrario: están más que dispuestos a mentir, exagerar
y manipular para lograr que la población trans sea criminalizada, reducida y,
en últimas, que desaparezca por completo de la esfera pública e incluso de la
privada. Es ingenuo esperar una respuesta positiva de intentar debatir con
gente así.
Por supuesto, se puede intentar hacerlo. Incluso en el
extremismo, hay personas capaces de dejar a un lado sus ideas tóxicas a través
del diálogo y el contacto con otras experiencias. Sin embargo, la realidad es
que no es la regla general, pues el fundamentalismo ideológico es la base de
las ideologías extremistas, y gran parte de las personas adheridas a ellas
presentan los
típicos elementos del fanático: convicción inquebrantable sobre su comprensión de un
tema, imposición de su convicción, visión dualista del mundo, devoción y
autosacrificio por su convicción, y una mayor importancia a la devoción en sí
que al objeto de devoción. Irónicamente, los reaccionarios gustan de acusar a
las ideas que demonizan y atacan de fanatismo, ignorantes de sus propios
elementos fanáticos, y su proclividad de proponer incluso acciones violentas
para hacer avanzar su reacción contraria a cambios sociales hace que, a rasgos
generales, pensar que se puede derrotar una ideología radical con simple debate
y diálogo sea ilusorio.
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