Do Say Gay: una revisión detallada sobre sexo y género (V): “inquietudes apremiantes”, tercera parte

 (…viene de la segunda parte)

Desmenuzando la DGIR y la narrativa dregeriana detrás de ella

He hablado bastante y con detalle de las distintas bases argumentativas en la transfobia. Y habrán notado que en la mayoría de ellas –y cuando hablemos de las feministas trans-excluyentes, también aparecerá-, es recurrente un argumento de apariencia médica y científica, uno que a pesar de sus debilidades conceptuales y su pobreza en evidencia sigue siendo acariciado por muchos, desde un presentador de The Daily Wire hasta un biólogo evolutivo. Es, por supuesto, la tesis del “contagio social”, concretada en una hipótesis específica: la disforia de género de inicio rápido (DGIR).

“Contagio social” no es un término exclusivo de movimientos anti-trans. Se trata de un concepto de las ciencias sociales que, aunque no muy bien definido, existe desde finales del siglo XIX antes de ser formalmente presentado en 1939 por el sociólogo estadounidense Herbert Blume. Se refiere a conductas, emociones o condiciones que son transmitidas de forma espontánea a través de una red de individuos. Es un concepto interesante, aunque su principal crítica yace en la falta de una teoría o definición unificadora, a pesar de presumir de análisis que supuestamente lo evidencian.

En el campo médico, también se han propuesto hipótesis de contagio social en torno a problemas de salud mental como la ansiedad o la depresión. Va también de la mano con las críticas actuales en torno al autodiagnóstico de condiciones neurodivergentes como el autismo y el TDAH, y podríamos también relacionarlo con el manejo que tuvo a principios de la década de los 2000 el incremento de casos de anorexia y bulimia en adolescentes, y la proliferación de foros pro-Ana y pro-Mia en Internet. Todas son hipótesis muy cuestionadas, pero para entender el por qué, debemos hablar en específico sobre la DGIR.

Como mencioné de paso al hablar sobre los JAQers, la idea de un “contagio social” como explicación tras el incremento percibido en el número de adolescentes que se identifican como transgénero ya rondaba hacia 2016 en el foro de 4thwavenow. Y de acuerdo con el seguimiento de Julia Serano, todo indica que fue la propia Lisa Marchiano quien acuñó por primera vez el término bajo un nickname anónimo en el sitio. El concepto se propagó rápidamente entre otros dos sitios web frecuentados por padres anti-trans, Transgender Trend y Youth Trans Critical Professionals. Sería hacia junio de ese año que Lisa Littman abriría la encuesta que dio lugar a la publicación, en 2018, de su trabajo “Rapid-onset gender dysphoria in adolescents and young adults: A study of parental reports” (Disforia de género de inicio rápido en adolescentes y jóvenes adultos: un estudio de reportes parentales).

En su estudio, Littman hipotetiza que el contagio social es una hipótesis seria, y que de ser así, 1) debería registrarse un incremento atípico de casos de disforia de género con un inicio rápido en adolescentes y jóvenes adultos, y 2) las hipótesis generadas para explicar este fenómeno no deben descargar la influencia del contagio social y la presión de pares. Con esto en mente, realizó una encuesta de 90 preguntas en tres sitios web frecuentados por profesionales y padres de hijos trans, entre ellas sobre demografía básica, criterios diagnóstico del DSM-5 para disforia de género en niños, adolescentes y adultos, exposición a grupos de amigos y medios sociales, conductas que condujeran a interacciones clínicas, y el manejo de emociones negativas. Los datos fueron procesados con análisis estadísticos típicos para datos cuantitativos (frecuencias, porcentajes, medias, ANOVA, entre otros). Encontró que el 82% de los adolescentes y jóvenes descritos eran de sexo asignado femenino; un 62,5% habían sido diagnosticados con al menos una enfermedad mental antes de presentar disforia de género; 41% habían expresado una orientación sexual no heterosexual antes de identificarse como transgénero; en 36,8% de los grupos de amigos descritos, la mayoría se identificaron posteriormente como trans; y muchos empeoraron su relación con sus padres y otras personas no transgénero. Littman concluye en su estudio original que la DGIR parece corresponderse como una entidad médica bien diferenciada de la disforia de género típica, aunque recomienda más estudios sobre el alcance de este fenómeno.

Según la hipótesis de la DGIR, existen casos de disforia de género en adolescentes y jóvenes adultos que surgen de forma repentina, sin señales previas de una identidad transgénero. Tales casos pueden ser rastreados hacia un incremento de la persona en frecuentar y consumir espacios en redes sociales y grupos de amigos donde predominan transgénero, o una actitud positiva tras ellos. De acuerdo con Littman y otros, un adolescente homosexual o bisexual puede encontrar en la identidad transgénero una forma de validación personal ante las dificultades de manifestar orientación sexual, y contar con una red de apoyo fuerte. No sería entonces una identidad innata, sino una decisión voluntaria, replicada a través del contacto con el discurso activista transgénero, pero una que no sería permanente, sino transitoria. En tal sentido, el enorme incremento de adolescentes identificados como trans sería más bien producto de esta disforia de inicio rápido, por lo cual la TAG debería restringirse en menores de edad, o realizarse una evaluación más estricta de su diagnóstico de disforia. Para los más radicales sobre el concepto, el supuesto incremento en las destransiciones se explicaría por la DGIR, y es lo que les motiva a proponer y apoyar legislaciones que limiten cualquier información sobre identidad de género en espacios públicos, sea de participaciones en deportes a incluso un comercial. Y cuando Littman publicó su trabajo, profetizaron que en unos años, habría una ola de destransiciones.

Sin embargo, el estudio no tardó mucho tiempo antes de ser retirado de PLoS One tras las críticas de profesionales y activistas. La WPATH publicó unas semanas después una declaración sobre la DGIR, asegurando que no era un diagnóstico formalmente reconocido y que, requiriese o no mayor investigación clínica, los profesionales debían abstenerse de emplear el concepto a la hora de evaluar pacientes. De hecho, cuando a las dos semanas de la publicación del artículo de Littman, la revista anunció que realizaría una revisión post-editorial al artículo, la Universidad de Brown retiró una nota de prensa al respecto, y en un posterior comunicado justificó su accionar asegurando que sólo podían respaldar trabajos con el más alto nivel de excelencia. En marzo de 2019, se publicó una versión corregida del artículo, en el cual Littman tuvo que dejar específico que al no reportar la perspectiva de los propios adolescentes y jóvenes, no era una validación del fenómeno descrito.

Y es que, por mucho que personajes como Hall, Singal u Osorio aseguren que el trabajo generaba “preguntas importantes”, que el activismo trans radical no se molestó en abordarlas antes de pedir que se retirase el trabajo, y que PLoS One y la Universidad de Brown cedieron a la presión activista, lo cierto es que el trabajo contenía serias fallas metodológicas, algo reconocido parcialmente por la misma Hall. En particular, porque Littman no sólo realizó únicamente las encuestas con padres, sin consultar nada con los hijos, sino porque, como he comentado en secciones anteriores, realizó la encuesta en los tres sitios anti-trans previamente mencionados, garantizando así descripciones que encajarían en el marco del contagio social, por parte de padres que ya creían que sus hijos “sufrirían” de un contagio social.

Fragmento de la corrección de Littman, 2018: “El uso de reclutamiento dirigido y muestras de conveniencia, usados en general y en este estudio, ofrece el beneficio de conectar con poblaciones difíciles de alcanzar, pero introduce limitaciones asociadas con sesgo de selección que puedan subsecuentemente ser tratados por más estudios. Para el presente estudio, el sesgo de selección podría haber resultado en hallazgos que sean más positivos o más negativos de lo que se encontrarían en una población mayor y menos autoseleccionada. Estudios futuros deberían referirse a estos problemas.”

Esto es una forma terrible de plantear un razonamiento circular para verificar la DGIR, y por mucho que se excusara en que se trata sólo de un estudio descriptivo, es una impresionante falta de criterio en el mejor de los casos; en el peor, significa que Littman, a la Singal en su artículo de The Atlantic, deliberadamente construyó el estudio para confirmar los prejuicios de los padres en vez de evaluar de forma rigurosa a los hijos. Una revista científica más rigurosa no habría publicado un estudio con problemas tan serios en su concepción pero, aunque PLoS One es un portal prestigioso, es de acceso abierto y prioriza la cantidad de publicaciones antes que la calidad o pertinencia de un estudio, fijándose sólo en el análisis de datos y experimentos (algo que, técnicamente, Littman cumple), así que no sorprende tanto que se les hayan “escapado” esos pequeños detalles –esto también responde la duda de Hall sobre por qué otros estudios con problemas metodológicos no han sido retirados-. Ý eso sin mencionar problemas con la discusión sobre las causas por el “inicio rápido” que se percibe, y de los que hablaremos en un rato. Si bien no se puede acusar al artículo o a Littman directamente de transfóbico, contiene demasiados problemas tanto en el planteamiento de sus hipótesis base como en su forma de evaluar y responderlas como para que se le considere un estudio válido sobre la disforia de género y la condición trans.

Por supuesto, esto no detuvo a quienes ya entretenían las ideas de explicaciones no identitarias sobre las identidades trans y una “manía médica” tras los diagnósticos de respaldar y defender a Littman. Como ya dijimos, personajes como Bailey, Singal y la difunta SkepDoc hicieron un buen trabajo en argumentar a favor del estudio, al igual que varias páginas que replicaron los comentarios de dichos personajes. En Daño irreversible, Abigal Shrier recurre a la misma táctica de darle especial énfasis a los testimonios de padres a la hora de construir su defensa a la DGIR. Otros incluso complementaron el discurso de la DGIR con otro diagnóstico de apariencia científica, pero cuya validez está bastante descriteriada: la autoginefilia (por sus siglas en inglés, AGP). Y esta es otra nuez que toca romper aquí, porque es un discurso que rejuveneció gracias a la tesis de Littman, y que ha sido recientemente aplicado en trabajos como When Kids Says They’re Trans.

Pero, ¿qué es la AGP, y cómo ha llegado a vincularse tanto con el discurso del “contagio social”? Bien, a través de varios artículos académicos, el sexólogo estadounidense-canadiense Ray Blanchard presentó en 1989 una tipología psicológica del transexualismo, en la cual hacía una distinción de las mujeres trans en dos tipos: homosexuales transexuales, quienes se sienten atraídos por los hombres, y transexuales autoginéfilos, quienes sienten una propensión sexual a excitarse en la fantasía de verse a sí mismos como mujeres; en otras palabras, según Blanchard, este segundo tipo es una parafilia, una conducta sexual anómala, aunque posteriormente buscó clasificarla como una orientación sexual. Blanchard incluso señaló que existen distintos tipos de autoginefilia: travestista (excitación en el acto o fantasía de usar ropas femeninas), conductual (excitación en el acto o fantasía de replicar conductas femeninas), fisiológica (lo mismo, pero enfocado en procesos corporales femeninos) y anatómica (ídem, sobre partes normativas del cuerpo femenino).

A pesar de parecer prometedora en su momento, la tipología de Blanchard y la AGP pasaron algo desapercibidas, hasta que Bailey publicó El hombre que sería reina. Fue entonces cuando el concepto recibió más atención en la comunidad, pero a la vez una gran cantidad de críticas por parte de distintos cuerpos médicos y activistas transgénero; numerosos estudios posteriores no respaldan la teoría de Blanchard. Con excepción de Bailey, la sexóloga transgénero Anne Lawrence (autoproclamada autoginéfila) y el propio Blanchard, nadie en la comunidad científica apoya la tesis de la AGP como origen de las identidades trans.

Por supuesto, ha sido recogido por grupos transfóbicos y anti-trans –Blanchard y Bailey incluso han escrito artículos para 4thwavenow- pues, como quizás algunos ya habrán imaginado, ofrecía explicaciones menos inocentes detrás del activismo trans y el incremento de personajes LGBT+ en cine y televisión: la satisfacción de un fetiche al moldear poco a poco a adolescentes y jóvenes adultos, o incluso niños, en el sexo que ellos desean. En otras palabras, grooming. Y sus promotores en el campo médico no sólo hacen constantemente comentarios hirientes sobre la comunidad trans, o respaldado que el ex presidente Donald Trump retirara protecciones a la población transgénero, sino que han participado también en espacios de extrema derecha y anti-trans, incluso junto a personajes vocalmente trans-antagónicos como Graham Lineham. Igualmente, feministas trans-excluyentes como Helen Joyce, Katleen Stock, la lesbiana política Sheila Jeffreys y la columnista canadiense y ex investigadora del sexo Debra Soh –otro personaje de la IDW-, han respaldado la AGP en sus trabajos contra la comunidad trans y la identidad de género.

Asumamos entonces que la DGIR y la AGP sean reales. En ausencia de poder emplear enfoque afirmativo, ¿cuáles son las alternativas que ofrecen quienes desdeñan el concepto de infancias y adolescencias trans, incluso de la identidad de género como tal, para manejar los casos de disforia de género en menores de edad? Los más desenfadados, como O’Malley, Singal y muchos de los que no son médicos, son directos en hablar de terapias reparativas de género, un tipo de prácticas enfocadas específicamente en que el paciente “acepte” su sexo asignado como su verdadera identidad. Bajo este marco, el enfoque de los especialistas y terapeutas debe ser en ayudar al paciente a reconciliarse con su sexo asignado al nacer, al menos en teoría hasta que tengan la madurez física y mental para tomar la decisión de transicionar; algunos incluso proponen que denegar o impedir temporalmente la transición del paciente para lograr este cometido.

Uno de los mayores exponentes de este enfoque es el psicólogo y sexólogo americo-canadiense Kenneth Zucker, quien fue psicólogo a cargo en el Centro para la Adicción y Salud Mental (CAMH) y jefe del Servicio en Identidad de Género. En 2015, Zucker fue objeto de numerosas críticas cuando surgieron denuncias por su enfoque terapéutico, “vivir en tu propia piel”, contrario a las prácticas aceptadas por la comunidad médica internacional, al punto que fue echado de su cargo y la clínica cerrada, aunque fue por supuesto defendido por clínicos y periodistas, en especial nuestro querido Jesse Singal. Desde los 70, Zucker se dedicó sobre todo a que los pacientes menores de edad amoldaran su identidad de género a las expectativas sociales en torno a su sexo asignado, supuestamente para evitar el ostracismo y los ataques por decidir transicionar hacia su identidad de transgénero; también presentaba argumentos más bien freudianos para el origen de la identidad trans en personas asignadas varones o mujeres al nacer (AMAB y AFAB, respectivamente). El enfoque terapéutico de Zucker involucraba métodos cuestionables, desde retirarle a los niños juguetes usados por el sexo contrario, y decirles a los niños que no jugaran con niñas ni las dibujaran, hasta desaconsejar la cercanía con amistades del sexo opuesto. Eso sí, supuestamente apoyando a los pacientes si aún decidían transicionar después de la adolescencia.

Entonces, dicho todo lo anterior, ¿hay realmente evidencia que respalde la tesis de un “contagio social”? ¿De la AGP? ¿Qué dice realmente la ciencia al respecto?

La realidad es que, independiente a la polémica con PLoS One, el trabajo de Littman fue despedazado en la comunidad científica. Y en concreto, tres análisis en 2020 abordaron la pobre metodología del artículo: Restar, quien realizó una crítica metodológica desde su diseño de muestreo sesgado hasta el lenguaje patológico empleado; Ashley, que contextualiza su crítica hablando de la historia de la DGIR y el “pánico trans”; y Pitts-Taylor, quien señaló la forma en que la construcción del discurso de “disforia de inicio rápido” ignora el dinamismo y variabilidad en las experiencias trans durante la adolescencia. Todos coinciden en los sesgos de Littman, que vician los datos y resultados obtenidos del estudio, y los cuales explican mejor el por qué en apariencia la idea de un contagio social parece respaldarse con su trabajo.

Posteriormente, estudios independientes publicados en revistas científicas encontraron resultados inconsistentes o de plano que contradicen los hallazgos de Littman. No es posible identificar una cohorte de pacientes con disforia de género que se diferencie de un diagnóstico típico, según la idea de “inicio rápido”. Así mismo, critican duramente a Littman por no considerar explicaciones más parsimoniosas a las observaciones. Por ejemplo, que el contacto con redes sociales o grupos de apoyo con personas trans no fue lo que generó la identificación en los adolescentes sino, simplemente, que estos adolescentes ya presentaban algunas inquietudes disfóricas, y simplemente buscaron más información al respecto (Internet) o una red de apoyo que les permitiera sentirse cómodos e intercambian información relevante sobre esa experiencia (grupos de amigos). Esa es una explicación más aterrizada para la “repentina explosión” de adolescentes trans-identificados que un “contagio social”, la cual suena más a un post hoc que otra cosa.

Pasa lo mismo con el percibido cambio demográfico en los casos de disforia de género, sobre todo entre AFAB. Una vez que las restricciones sociales se hacen menos severas, hay una mayor probabilidad de que personas que se identifiquen en un grupo previamente estigmatizado y marginal sean más abiertos públicamente a reconocerse así. Pasó por ejemplo con las personas zurdas: las estadísticas muestran un supuesto aumento en el número de zurdos, pero no es indicio de un “contagio social”, sólo de la reducción de restricciones a nivel social. Y también es sabido que existen sesgos de género en varias estadísticas otrora consideradas hechos sólidos, como la supuesta proporción 2:1 entre hombres y mujeres en el trastorno de espectro autista (TEA). Es decir, es una combinación de un ambiente social cada vez más tolerante y el uso de mejores herramientas y datos estadísticos en la evaluación de prevalencia de identidades de género lo que conduce al supuesto “cambio demográfico”. Es la disminución del estigma, no el incremento de un contagio.

¿Y qué hay del supuesto incremento en tasas de arrepentimiento y destransición, esa que en 2018 gente como Singal proyectaba que se alzaría en unos años por causa de la “manía médica”? La verdad es que los estudios enfocados al respecto, como ya mencionaba en la parte anterior de la serie, reflejan valores consistentemente bajos, cercanos al 1%; la tasa de hasta 80% que ha citado Singal en ocasiones es completamente absurda.  Es llamativo, por decir lo menos, que para tanto bombo y platillo al discurso sobre la ola de personas que desisten y destransicionan, para las audiencias sobre proyectos anti-trans en el ciclo legislativo actual de EE.UU.  lleven siempre a los mismos dos o tres destransicionados (cuando no es sólo Chloe Cole), y algunos incluso se separaron de estos grupos transfóbicos, sintiendo que manipulaban sus historias. Por supuesto, con historias como la de Jamie Reed (que, recordemos, todo indica que es un testimonio falso), podría esperarse que esa ola de destransiciones venga en unos años, pero es lo mismo que decían hace cinco años; sólo están rodando la portería.

La autoginefilia no sale mejor librada. Desde el principio, se señaló que la tesis de Blanchard descansaba sobre una correlación en la cual aquellos individuos “autoginéfilos” reportaban tener fantasías con ser mujeres o más femeninas con mucha más frecuencia que sus contrapartes “homosexuales”. Un razonamiento tan endeble no es una base sólida para construir una tipología. En estudios posteriores, el propio Blanchard encontró que había muchas excepciones a su marco de trabajo, mostrando además que esas fantasías aparecían sólo después de que los individuos manifestaban disforia de género, y desaparecían gradualmente con el tiempo. Así mismo, las fantasías en mujeres trans que son lesbianas, bisexuales y asexuales son bastante diferentes entre sí y hay influencia de otros factores en la prevalencia de fantasías femeninas, como la raza o la edad. Y lo peor de todo: las fantasías de encarnación femenina (FEF, un concepto distinto y mejor validado), así como fantasías de travestismo, también están presentes y son comunes a muchas mujeres cisgénero.

Graciosamente, cuando las mujeres trans en comunidades reaccionaron con crítica y hasta risa a la tipología de Blanchard a finales de los 90, pues era demasiado rígida para cubrir las múltiples experiencias personales, el argumento de Blanchard, Bailey y Lawrence fue que esas críticas venían por parte de mujeres trans que mentían o se identificaban mal dentro de su teoría. Retórica graciosa, pero increíblemente mediocre, y que por supuesto no elude el hecho de que en el propio campo de la medicina se le criticó con mucha fuerza. La comunidad trans también criticó la excesiva sexualización de las mujeres trans dentro de la tesis de Blanchard. Finalmente, cabe destacar que Blanchard intentó que en el DSM-V se ampliara el concepto de parafilia para patologizar las FEF, y aboga por el reconocimiento de una dimensión parafílica llamada error en la localización de objetivos eróticos (en inglés, ETLE), que incluye la autoginefilia, los trastornos de identidad de género, el fetichismo travesti y básicamente cualquier expresión sexual no normativa.

Bailey no se ha rendido tampoco, y ahora que es uno de los psicólogos más vinculados con el discurso de la DGIR, quiso complementar el repudiado trabajo de Littman con un estudio coescrito con Susan Diaz, “Rapid Onset Gender Dysphoria: Parent Reports on 1655 Possible Cases” (Disforia de género de inicio rápido: reportes de padres en 1655 casos posibles), el cual fue publicado en marzo de este año en la revista Archives of Sexual Behavior. El artículo fue retractado de la revista por Springer Nature, tras señalarse que cometía los mismos errores que Littman, y algunos incluso peores: reclutó padres del sitio anti-trans Parents Of ROGD Kids, sesgando así el muestreo; carecía de aprobación de la junta de revisión institucional; y tampoco tenía el consentimiento informado de los participantes. El estudio sería republicado a finales de octubre (hecho celebrado por grupos anti-trans como Genspect y Transgender Trend) en Journal of Open Inquiry in the Behavioral Sciences, una revista creada apenas en agosto de este año para enfrentarse al “sesgo progresista” en la academia y las iniciativas de Diversidad, Equidad e Inclusión (DEI), y de la cual Bailey es casualmente miembro fundador, indicando (junto con otros casos similares) que es simplemente una plataforma de autopublicación. Algo así como el Journal of Controversial Ideas de Peter Singer, pero aún más sesgado y de peor calidad.

Y eso nos lleva a la última parte de esta sección: el por qué hipótesis tan pobremente argumentadas y consistentemente refutadas y rebatidas siguen defendiéndose, a pesar de su incompetencia. Los defensores de la DGIR, la AGP y el contagio social recurren mucho a un escenario en el que los “activistas trans radicales” intentar silenciar la “investigación científica” de académicos profesionales y responsables que sólo buscan comunicar la verdad, en una inversión de la realidad en que ellos mismos (los “académicos profesionales”) son de hecho poco menos que ineficaces en esa tarea. Es decir, otra supuesta expresión de las nuevas “guerras culturales” y la “captura académica de Occidente” por parte de discursos postmodernos e ideologías iliberales.

Serano se refiere a esto como narrativa dregeriana, en referencia a la historiadora y bioeticista Alice Dreger, su defensa de El hombre que sería reina en un artículo de 2008 y su propio libro de 2015 Galileo’s Middle Finger: Heretics, Activists and the Search for Justice (El dedo medio de Galileo: herejes, activistas y la búsqueda de justicia), en los cuales evitó centrarse en las críticas científicas a la AGP, y en su lugar destacó el esfuerzo de los activistas en “arruinar” la carrera y reputación de Bailey. Según la narrativa dregeriana, los esfuerzo de la ciencia por desvelar hechos fácticos sobre la identidad de género son perseguidos y castigados públicamente por grupo de activistas radicales transgénero que ven cualquier investigación científica en torno a temas que dan por hecho, como las infancias trans y la autoidentificación, como una forma de desacreditar su lucha. Es un estilo retórico muy usado por defensores de las tesis de contagio social, como los mencionados Singal y Hall, entre otros que sugieren o implican el mismo discurso.

Esta narrativa resuena con el público llano por varias cosas: falta de fluidez científica, la formación a partir de enseñanza de colegio y noticias de ciencia pop que muchos tienen, la propia inquietud, desconfianza y desconocimiento sobre las personas trans, y el típico discurso sobre la “cultura de la cancelación”. Y todo esto tiene gancho, tenemos que admitirlo. Escuchas sobre un supuesto hallazgo científico que parece ir en contravía del consenso general, y cómo de repente es cuestionado desde sectores activistas (algo que pasa mucho, dados los sesgos en el periodismo a la hora de presentar temas científicos), y es fácil creer que se trata de personas intentando “acallar la verdad”.

Por supuesto, la narrativa dregeriana parte de errores y supuestos bastante notables. Otorga un poder institucional grande a un pequeño sector de un grupo social minoritario y marginalizado; invierte el poder que la academia y las instituciones científicas han tenido históricamente sobre las experiencias trans (Dreger tendría que saberlo bien, pues es crítica de las cirugías “correctivas” a bebés intersexuales); reduce a los críticos a “activistas trans”, ignorando las credenciales científicas de muchos; ignora el papel de las experiencias de las propias personas trans en un cuadro más matizado de la identidad de género; y más importante, desvía el debate para enmarcarlo como una lucha de la libertad académica/científica, cuando en realidad se trata de una discusión en torno a la responsabilidad académica/científica.

Y aquí es donde entramos al quid de la cuestión: responsabilidad. No se está impidiendo que personajes como Littman y Bailey realicen estudios en torno a los cambios demográficos en la identificación de adolescentes con disforia de género y su posible origen, pero sí se pide que usen criterios más honestos y robustos a la hora de seleccionar datos para ello. Cuando personajes como Singal, Hall, Osorio o Dawkins ignoran esto, intentando enmarcar la problemática en un discurso de “activistas contra científicos”, están eludiendo la responsabilidad de estos últimos en la generación de conocimiento, valorando más el acto de generar conocimiento que el conocimiento que generan en sí. Y esto es sólo un pobre intento de eludir un hecho fundamental: que desde la creación del concepto de contagio social tras y la publicación del trabajo de Littman, no solo nadie ha producido resultados creíbles que justifiquen seguir intentando comprobar dicha tesis, sino que virtualmente todas las instituciones de salud y estudios científicos posteriores la contradicen directamente.

La realidad es que están pidiendo libertad científica para el regodeo de una teoría zombi, que sólo sobrevive por la intransigencia de unos investigadores y la pusilanimidad de sus defensores. Por eso intentan decir que la información generada en centros de terapia de género es insuficiente, o que no basta para realizar estudios sobre el contagio social: porque realmente no tienen forma de generar información que acredite ese cadáver viviente. Si no los reconocen, es problema de sus críticos; si los cuestionan, ellos pueden invertir el discurso y presentarse como las víctimas -una táctica tramposa conocida en inglés como DARVO (siglas de Denegar, Atacar y Revertir Víctima y Ofensor)-, aquellos a quienes no dejan desarrollar sus proyectos científicos por “inquietudes prosociales” de que pueda dañar a terceros.

Por lo mismo, no sorprende que sean discursos aceptados de forma cálida por grupos anti-trans, que poco se fijan en los argumentos y más en la contundencia de las palabras. Para ellos, cualquier discurso que ponga en tela de juicio la realidad de las experiencias transgénero será bienvenida, porque les sirve para fortalecer sus intenciones de suprimir cualquier expresión positiva sobre la identidad de género y la inclusión de personas LGBT+ en el espacio público. No es como que esas inquietudes les importen demasiado a quienes proponen las ideas de la DGIR y la AGP, puesto que en su visión, ellos sólo están “haciendo ciencia” y “planteando cuestiones importantes”. No es responsabilidad suya que otros puedan usar su trabajo para impulsar políticas de odio: su única responsabilidad es con la ciencia.

Por qué debemos dejar de entretener el discurso de las “preguntas importantes”

Ah, pero que hay una responsabilidad del científico con el alcance de su trabajo. Volvemos así al tema que comentábamos en la sección sobre JAQers, aunque de forma más concreta que el “sólo hacer preguntas”. Los defensores de la hipótesis de contagio social argumentan que los ataques y críticas recibidas por parte de activistas y otros científicos son injustos, puesto que 1) ellos no tienen control sobre la forma en que sectores políticos y activistas empleen su trabajo, y 2) por mal fundamentada que la tesis pueda estar, es importante considerar el alcance de la DGIR en caso de tratarse de un diagnóstico real. Ambas ideas, me parece, son terriblemente ingenuas y hacen un peor servicio al quehacer científico, pues surgen de una visión muy simplista de la ciencia.

Sólo estoy haciendo preguntas. Y, por implicación, validando salvajes y peligrosas teorías de conspiración.

La primera idea ya hace levantar una ceja, considerando todo el contexto social e histórico previo al artículo de Littman. Recordemos que el concepto de DGIR ya existía en 2016 gracias a 4thwavenow, y estaba siendo empleado por varios grupos de padres transfóbicos para frenar el proceso de transición de sus hijos. Aun ignorando ese incómodo precedente, si Littman hubiese querido ser realmente seria con su investigación sobre la DGIR, habría al menos incluido encuestas realizadas en grupos con una visión más positiva sobre la experiencia trans de los menores de edad, y no lo hizo. Y fallido como es, su estudio y los trabajos publicados posteriormente en su respaldo han terminado influyendo en la ola de proyectos de ley anti-trans que han plagado Estados Unidos durante el presente año, y no tardará mucho para que empiecen a permear en otros países. ¡Se basan en un trabajo sesgado y fallido! Pretender que los científicos no deben tener en cuenta las implicaciones y ramificaciones sociales de un trabajo enfocado en un tema social complejo, en especial cuando el estudio está muy mal estructurado, es una insensatez impresionante, y eso lo digo tanto de autores como de defensores.

Pensemos, por ejemplo, en el argumento tan frecuente en audiencias anti-trans, el de “los países europeos”, según el cual el ejemplo de naciones como Suecia o Finlandia, donde se ha empezado a restringir el acceso a TAG (ninguno lo ha hecho), es una señal de que trabajos como los de Littman y los proyectos que inspiran van por buen camino. Para razonar así, se requiere ignorar no sólo las falencias metodológicas de Littman, sino también los propios contextos de las mencionadas naciones o los estudios presentados. Por ejemplo, el tan citado “estudio sueco” (Dhejne, 2011) que habla supuestamente de que las personas trans tienen altísimas tasas de suicidio tras el tratamiento, es una evaluación de mortalidad general en una población de pacientes transgénero a fin de enfocar. Pero no sólo no se enfoca en la reasignación sexual como un tratamiento efectivo, sino que tampoco compara entre personas trans que recibieron TAG y aquellas que no. Compara a la población transgénero con la población cisgénero general, para evaluar factores de riesgo en la población trans post-operación, y usa datos de los años 70 y 80, donde la discriminación y el SIDA causaron grandes pérdidas en la comunidad LGBT+. Incluso la autora salió a declarar por el mal uso que se le estaba dando a su estudio. Eso es responsabilidad científica.

¿Y podemos hablar de cómo el hecho de que Bailey cometiera los mismos errores en diseño de muestreo que Littman al hablar de su estudio, sumado a otros propios, es una muestra de completa irresponsabilidad y falta de ética profesional? ¿De verdad pretendemos que no cabe ningún compromiso de parte suya en cómo algo así pueda ser armamentizado por discursos de odio? Un científico serio tendría en cuenta el clima sociopolítico actual y las falencias de aquellos trabajos que lo inspiraron a la hora de plantear hipótesis y tomar la información necesaria para sus análisis. Pero Bailey, por supuesto, no es un científico serio, o al menos es incapaz de separar sus sesgos personales de su profesión.

Salgamos de la sexología un momento. Pensemos, por ejemplo, en estudios de conservación de especies y ecosistemas. Pensemos, por ejemplo, en la problemática de los hipopótamos invasores en Colombia, que ya he comentado antes en el blog. Los científicos no se han quedado sólo en las recomendaciones para el plan de manejo y control de la población de paquidermos. Se han mantenido atentos en la demora de Minambiente para comunicar sus decisiones, se enfrentan a los gremios animalistas que entorpecen el ritmo de la implementación de medidas, y siguen advirtiendo al Gobierno que no se puede confiar solamente en la esterilización y traslocación de ejemplares, cosa que Minambiente parece insinuar que será su principal enfoque de control por ahora. ¿No es eso, acaso, una intervención en el uso que se le puede dar a las publicaciones científicas al respecto en el campo político? Es patético excusarnos a los científicos con que no tenemos agencia alguna en el uso de nuestro trabajo, y por ello no debemos tener consideraciones prosociales sobre el empleo de la información que presentamos, y sobre todo en cómo la generamos.

Sin embargo, por debatible que sea la idea de que el científico no tiene responsabilidad con el uso posterior de su trabajo, la segunda es incluso peor, pues de ella nacen los problemas mencionados antes. Sugerir que debemos dar cobijo a hipótesis científicas descuidadas por la probabilidad de que puedan tener asidero en la realidad es prácticamente una afrenta a la ciencia, primero porque ignora la forma en que se puede emplear el trabajo científico a nivel social y político, y porque es asignar la carga de la prueba en los críticos de una hipótesis, y no en quien la formula en contra del consenso actual.

Podría usar el caso del diseño inteligente para explicar bien este tema, pero seamos un poco más atrevidos e invoquemos otra hipótesis pseudocientífica que aún tiene gran tirada entre padres “preocupados”: el supuesto vínculo de las vacunas con el autismo. Recordemos: Andrew Wakefield publicó un artículo que reflejaba un supuesto vínculo entre la aplicación de vacunas con timerosal y la manifestación de rasgos autistas en menores de edad. Hoy sabemos que se trata de correlaciones espurias, y que no hay causas ambientales postnatales del TEA en seres humanos, pero aún hay personajes que siguen empleando el discurso de Wakefield para negarse a vacunar a sus hijos, con todos los problemas de salud a nivel individual y social que eso conlleva, y con las medidas sanitarias que se tomaron durante la pandemia de COVID-19, ha tenido un resurgimiento por causa de los debates sobre la vacunación obligatoria. Pero, ¿no pedimos acaso que haya una evidencia real de semejantes afirmaciones sobre el timerosal y el autismo como para que se justifique una prohibición de la vacunación? ¿No contamos acaso con decenas de estudios que muestran que la vacunación es segura, y no tiene nada que ver con condiciones neurológicas? ¿Por qué habríamos de considerar la posibilidad de que sea real mientras siga sin demostrar ser más que un fraude científico?

Ahora, imaginemos que de repente otro científico (digamos, Steve Kirsch) aparece diciendo que detectó un nuevo clúster de pacientes de autismo, en los cuales los síntomas se manifiestan después del contacto en redes con divulgadores e influencers autistas. Este científico, a diferencia de Wakefield, no nos dice que todos los casos de TEA estén relacionados con el consumo de redes sociales, sino que existe un segundo grupo de pacientes cuyos rasgos surgieron de forma repentina tras el acceso a información sobre autismo en redes sociales, pero fuera de ello, parecen ser indistinguibles de tu típico paciente autista.

(Entre paréntesis: creo que ni siquiera tienen que imaginar mucho, porque no son pocas las personas que actualmente, en el mundo real, creen que hay una especie de epidemia de autismo por causa del autodiagnóstico. Eso merece un debate aparte, pero las explicaciones van por la misma homofilia que en adolescentes trans: muchas son personas que ya tienen dudas sobre su neurología, y se han podido reconocer en los rasgos diagnósticos del TEA y las experiencias que muchos autistas diagnosticados comparten en redes. Cierro paréntesis.)

Imaginemos esta situación de autistas “contagiados”. La explicación coincide con la preocupación de muchos padres, pero los estudios no reflejan de forma consistente la conexión, y algunos incluso la desmienten. ¿Deberíamos, acaso, darle espacio a la posibilidad de que sean reales? Estamos hablando de una hipótesis mal fundamentada, a través de la cual podrían tomarse decisiones tangibles a nivel político y social sobre el acceso a la terapia ocupacional o a psicoterapias ya definidas y recomendadas para pacientes con TEA, decisiones que, sin una distinción real entre ambos tipos supuestos de autismo, terminarían afectando a cualquier persona autista. ¿No deberíamos entonces exigir información más sólida y estudios mejor trabajados sobre el tema antes de entretenernos con su supuesta veracidad? ¿Por qué tendría la comunidad científica que esforzarse en demostrar que este autismo de contagio social es una hipótesis sin fundamento antes de descartarla, si su proponente no ha sido capaz de presentar información que en verdad la fundamente como una posibilidad?

¿Es claro lo que intento decir? El trabajo científico corresponde en generar nuevos conocimientos una vez que la solidez de las hipótesis es puesta a prueba, y la información recopilada puede sostenerse ante el análisis crítico y metodológico en contraste con el consenso ante la mejor evidencia disponible. La DGIR no ha cumplido con nada de esto. Y si su hipótesis está mal fundamentada, su evidencia es débil y fácilmente refutable, y en otros trabajos independientes siguen respaldando con evidencia lo que se sabe hasta el momento sobre identidad de género y disforia en la comunidad científica, en duro contraste a la hipótesis de la DGIR, y ante el escenario sociopolítico actual, es incluso irresponsable por parte de la comunidad científica darle un espacio de consideración luego de seis años porque “plantea preguntas importantes”. Es que ni siquiera tendríamos que haber entretenido la hipótesis de Littman en 2018, porque su estudio no contaba con la rigurosidad metodológica para darle validez a su propuesta.

No son pocos los que dirían que presentar análisis estadísticos en cuanto a una encuesta realizada a padres de adolescentes trans no es intrínsecamente malo: después de todo, sólo se están presentando hechos fácticos, y esas son las observaciones de los padres. Pero esa es una trampa retórica, pues también se puede confundir e incluso engañar con hechos fácticos: no sólo importan los hechos que presentas, sino la forma en que los enmarcas y contextualizas. Por ejemplo, Littman no tuvo que retirar sus resultados, así que técnicamente, no estaban equivocados. Sólo tuvo que decir que la DGIR no es un diagnóstico comprobado, y ella no buscaba presentarlo como tal, sino hacer un estudio descriptivo del concepto. Técnicamente, eso no lleva ninguna intención transfóbica.

Pero eso ignora el hecho de que sólo buscó padres de sitios anti-trans, no consultó en ningún momento a los hijos para hacer alguna comparación, y para colmo hizo todo basado en una hipótesis que nació precisamente en esos sitios anti-trans. Hay sesgos importantes en el trabajo de Littman, y por mucho que presentara hechos fácticos, la forma en que condujo y enmarcó sus hallazgos sí sugiere un matiz de veracidad a la idea del contagio social. No estaba simplemente “presentando hechos”. Que Littman pueda invocar la negación plausible porque, técnicamente, sus resultados eran correctos, no significa que no tenga responsabilidad en la forma descuidada en que diseñó su muestreo, ni en las implicaciones sociales de los resultados obtenidos a partir de una matriz fallida de datos.

Las preguntas científicas, o de supuesto matiz científico, no se deben respaldar simplemente porque son “preguntas importantes”. El respaldo se les da por la coherencia de su planteamiento, su fundamento, y que la evidencia que recopile abra espacio a fortalecerlas con otras preguntas complementarias. Una pregunta incoherente, mal fundamentada y sin buena evidencia simplemente se abandona, porque no está aportando al conocimiento científico e incluso termina entorpeciendo la labor científica. Tras una falta constante de todos estos elementos desde 2018, es momento de dejar morir la tesis del contagio social, sin importar si la defendía Hall, si la recomienda Dawkins, o si la entretiene cualquier periodista en redes. Que coincida con las preocupaciones de padres, sesgados o no contra la identidad de sus hijos, no la hace una pregunta importante.

La ciencia es un campo de conocimiento importantísimo, y gracias a ella se han logrado avances muy importantes en la sociedad, en salud, tecnología y educación. Y justo por ello, no podemos pretender que se mantenga al margen de los cambios sociales y las discusiones políticas. No puede ni debe estar politizada, pero sí que puede ayudar a tomar decisiones políticas mejor argumentadas. Y como en este caso, saber cómo abordar supuestas inquietudes que son poco más que prejuicios disfrazados hacia grupos marginalizados, y responder preguntas aparentes sobre miedos infundados, sin que ello alimente o deje espacio a los promotores de odio. Eso también hace parte de la labor de un científico.

Conclusiones

Este ha sido el ensayo más largo de esta serie, pues quise incluir no sólo los argumentos transfóbicos en general, sino atacar en particular una hipótesis pseudocientífica que ya tendría que haberse dejado de lado hace tiempo. Y aun así, siento que podrían haberse ampliado varias cosas, y no sólo por incluir a las feministas trans-excluyentes. Pero espero haber dejado clara mi posición en cuanto a los transfóbicos y anti-trans, siendo de distintos tipos y niveles. Y, después de todo, siento que muy pocos divulgadores en español han entrado realmente en el fondo del discurso de la DGIR. Es un nicho que requiere ampliarse, y pronto.

No espero, por supuesto, que cualquier persona transfóbica lea este documento y cambie de parecer. Pero creo que aquellos que son simplemente ignorantes del tema, o no cuentan con suficiente información sobre la identidad de género o los argumentos para respaldarla –y atacarla-, tienen aquí una compilación lo bastante robusta para formarse una opinión más clara y mejor fundamentada. Aquí no hay ni enemigos ni pervertidos. Es sólo una comunidad de personas que tienen muy clara su identidad, y sólo buscan vivir y expresarse de acuerdo con ella. Como una sociedad que presume de tolerancia e integración, debemos empezar por reconocer su existencia y sus necesidades.

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