Entre gametos universales y exclusiones sociales

 

Introducción

Algo común en los procesos cognitivos de los seres humanos es la categorización, acomodar la información que obtenemos y procesamos de acuerdo a determinados criterios. Es algo natural a nuestro pensamiento, y de hecho una herramienta muy útil en clasificar y organizar el conocimiento. Seguro el lector puede pensar, sin mucho esfuerzo, en categorizaciones que usamos todo el tiempo: organizar las prendas de vestir por la parte del cuerpo en que se usan, ordenar la música en su computador de acuerdo a género, ubicar los libros en un estante de acuerdo a su tamaño.

Por otro lado, un problema que puede surgir a partir de ello es que a menudo entendemos las categorizaciones como generalizaciones. Y esto puede complicar cómo procesamos la información pues, si encontramos un elemento que no encaja fácilmente dentro de categorías previamente establecidas, puede que intentemos empujarlo hacia alguna sin tener en cuenta la información contradictoria o directamente ignorarlo en el análisis, en lugar de evaluar si deberíamos ampliar las delimitaciones de la categoría, o si quizás estamos lidiando con una nueva categoría.

Esto es peor en el caso de que sean científicos quienes caen en este sesgo, pues deberían ser los más abiertos a considerar y replantear su conocimiento. Por desgracia, en estos tiempos donde muchos pretenden convertir discusiones sobre derechos y justicia en una guerra cultural, algunos han optado por una postura inamovible, convencidos de que las consideraciones sobre temas de biología y sexualidad son el resultado de una infiltración del pensamiento postmoderno en el quehacer científico, pero rara vez involucrándose de lleno con la información científica más actualizada.

Para explicar mejor esto, usaré un ejemplo reciente de una controversia en torno a la definición del sexo, a partir de un texto que pretende ser sólo de biología, pero que tiene alcances éticos y políticos fundamentados en mala ciencia y termina siendo, a pesar de lo que dice su autor, discriminación. La idea no es simplemente señalar con rechazo, sino tomarme la molestia de señalar cuales son las falencias del texto, y por qué debemos ser cuidadoso con opiniones de este tipo, incluso cuando son esgrimidas por un científico y escéptico.

¿Qué causó la controversia?

A inicios de noviembre del año pasado, la Freedom From Religion Foundation (FFRF) presentó un corto artículo de lo abogade no binaria Kat Grant, titulado “¿Qué es una mujer?”, en su página Freethought Now! En este, Grant, quien es activista por los derechos de las personas LGBT+, enumera los problemas y excepciones de intentar limitar la respuesta a la pregunta a partir de rasgos biológicos, para luego hablar un poco sobre el género, lo que abarca en varias culturas, y la experiencia actual de discriminación que sufre la comunidad transgénero, culminando con su propia respuesta: “Una mujer es quien dice ser”. Un poco insulsa para mi gusto, pero consecuente con su texto.

Bien, a finales de diciembre, la FFRF decidió publicar una respuesta al artículo de Grant, escrita por el biólogo evolutivo y activista ateo-escéptico Jerry Coyne. Jerry es un personaje bastante reconocido, pues es el autor de los libros Por qué la evolución es verdad y Fe vs hecho: por qué la ciencia y la religión son incompatibles. Sin embargo, y tal como expliqué en mi serie sobre sexualidad y género, también ha destacado en años recientes por ser un trans-escéptico y un crítico del supuesto giro postmoderno y la subversión ecológica que está enfrentando la biología, por lo que no es raro verlo emitir cuestionamientos a los argumentos del activismo trans. Y fiel a la forma, el artículo consistió en una argumentación sobre una definición gamética del sexo y su correspondiente respuesta a qué es una mujer, al mismo tiempo que defiende la exclusión de las mujeres transgénero de espacios exclusivos para mujeres. Todo bajo el título “La biología no es intolerancia”.

Entonces ocurrió que al poco tiempo, y tras una fuerte lluvia de críticas, el artículo de Coyne fue eliminado del sitio. Cuando el biólogo consultó al respecto, recibió una respuesta más bien impersonal en la cual manifiestan su defensa por la autonomía y derechos de la comunidad LGBT+, al mismo tiempo que reconocen que permitir la publicación del texto de Coyne fue “un error de juicio”, y aseguran que revisarán sus guías de contenido a futuro. Por supuesto, Coyne no estuvo nada contento, republicando su artículo en una entrada de su propio blog, en la cual además criticó a la FFRF por no permitir una discusión sobre el tema, y reiteró su postura expresada en el texto original sobre “la definición biológica de mujer”.

A un día de terminar el año, tanto Coyne como Richard Dawkins y Steven Pinker, otras dos figuras importantes del escepticismo y el Nuevo Ateísmo, decidieron retirarse de la Mesa Honoraria de la FFRF, a la que acusaron de ceder ante “chillidos histéricos desde cuarteles predecibles” (Dawkins), de convertirse en “la impositora de una nueva religión, completa con dogma, blasfemia y herejía” (Pinker), y de expandir su misión hacia un territorio político, sacando el artículo por causa de la “ideología de género” (Coyne). La polémica recuerda un poco a lo ocurrido hace unos años, cuando la AHA le retiró un premio a Dawkins por expresar una postura controversial también sobre las personas transgénero, y de la cual hablé en aquel entonces, cuando era más cercano a su forma de pensar y ver las cosas.

Algo que definitivamente es debatible de la decisión de la FFRF es que el mensaje de explicación sobre el artículo no contenga una explicación en sí, valga la redundancia, de cuáles eran los problemas con su contenido; pudieron exponer mejor una serie de contrapuntos a las explicaciones y afirmaciones de Coyne, pero con un mensaje tan largo que no explica nada sólo dejaron terreno para su narrativa de víctima de censura. También es cuestionable que se retirara el artículo sin una notificación previa a Coyne, a pesar de que venía con una nota diciendo que sus opiniones no representaban necesariamente las de la FFRF; si estaban conscientes de que no podrían lidiar con las críticas suscitadas, nunca debieron publicarlo en primer lugar. Y Coyne indicó en su blog que esa fue la versión aceptada por los editores, lo que significa que debieron revisar al menos una vez el texto completo, y no notaron los errores que contenía, o prefirieron ignorarlo y presentarlo así.

Porque hablando de contenido erróneo, lo cierto es que el texto tiene al menos una acusación muy seria, típica de un discurso de discriminación, y encima muy mal argumentada –ya llegaremos allá-, lo que en principio sí que podría ser causa suficiente para el retiro del artículo. Pero por supuesto, al no explicarlo así, la FFRF dejó para unos la pésima impresión de una organización que publica contenido que ataca a un sector ya bastante demonizado de la sociedad, y para otros la imagen de un grupo que prefiere censurar a debatir temas importantes a nivel político y social. Porque, y a pesar de la advertencia de Coyne sobre no expandir el propósito de la organización hacia temas políticos, la realidad es que combatir la influencia de discursos religiosos en decisiones políticas y de educación a nivel público –incluso si aceptásemos la pobre acusación de Pinker y Coyne de que hay una “ideología de género” cuasi-religiosa-, que es lo que hace la FFRF, es un tema político también.

Hablemos de anisogamia y las excepciones

Coyne asegura que sólo quiso hablar en términos científicamente precisos, así que centrémonos por ahora en la parte científica. De acuerdo con su texto, al no sentir su identidad reconocida por la biología, las mujeres transgénero y personas no binarias buscan imponer su ideología en la biología para redefinir el concepto de mujer. Luego hace una serie de comparaciones bastante odiosas entre la identidad trans y la anorexia, el caso de los terianos –personas que reconocen una conexión espiritual y emocional con un determinado animal- y el transracialismo -término acuñado únicamente para el caso de Rachel Dolezal-, y asegura que Grant cree que el sexo es una característica biológica que se puede modificar por la psicología.

Ya aquí tenemos de entrada un tremendo hombre de paja, pues Grant jamás comenta algo parecido. Lo que elle asegura es que muchos intentos de definir lo que constituye ser una mujer en términos biológicos –gónadas, cromosomas, producción de gametos- resultan inadecuados, pues siempre hay excepciones a considerar que dan cuenta de sus limitaciones, y que históricamente muchas sociedades han reconocido experiencias de género que no se ajustan a la división entre hombre y mujer como tradicionalmente la entendemos en nuestras sociedades. Todo esto me sugiere que Coyne no ha investigado mucho sobre la psicología y la neurología de las personas trans como mínimo –de lo contrario, no haría comparaciones tontas con un trastorno, una experiencia emocional y un concepto sin comprobar-, que no considera la importancia en el sexo de muchos otros rasgos y dimensiones que sí se pueden modificar médicamente, y que por supuesto la relación del género con la biología misma tampoco es de su interés –aunque, siendo justos, Grant tampoco la considera, lo que es una limitación de su artículo-. Pero continuemos.

Coyne pasa a hacer una exposición sobre los gametos como definición del sexo, en particular desde la anisogamia. Esto lo expliqué el año pasado, pero por el bien del análisis hagámoslo de nuevo. En especies con sexos separados, la distinción entre gametos masculinos y femeninos se basa usualmente en su tamaño y motilidad: los gametos masculinos son pequeños y móviles, mientras que los femeninos son grandes e inmóviles. Coyne reconoce que esta definición es más bien una generalización, pero que tiene bases en la observación de muchos organismos, y que en organismos multicelulares, es por mucho el tipo de reproducción más común, a diferencia de la isogamia (donde los gametos son iguales en tamaño y motilidad entre individuos), que está limitada a especies de algas y hongos. Por tanto, es además útil para comprender fenómenos como la selección sexual, y que enfocarse en los gametos como definición generalizada del sexo tiene un mayor poder explicativo que intentar combinar distintos rasgos y niveles de diferenciación asociados con los gametos.

Diagrama simplificado de la evolución de algas volvocinas y su transición de isogamia a anisogamia y oogamia.

¿Pero son realmente los gametos una definición universal de sexo? Como señaló la bióloga Julia Serano, si bien es una afirmación que suele ser empleada por aquellos que estudian la evolución de la selección sexual, está lejos de ser una definición formalmente establecida en la biología en general, e incluso en el campo mencionado algunos lo mencionan más como una afirmación que como algo definitivo. Es decir, citamos que la anisogamia es una forma de distinguir entre sexos, pero no es un hecho que lo sea de forma universal. Por otro lado, no sólo existen especies cuya morfología y conducta es más bien uniforme, no organizada en torno al tipo de gametos que producen (monomorfismo), sino que también existen especies con sexos separados que sin embargo son isogaméticas.

Y la evolución de la anisogamia como tal es muy interesante. Resulta que parece haber surgido de modo independiente a partir de la isogamia varias veces en la historia evolutiva, que ha dado lugar a una amplia variedad en los rasgos de los gametos que van más allá del tamaño y la movilidad y que no se separan estrictamente en dicotomías, y que la anisogamia también podría ser en algunos casos el estado derivado de especies hermafroditas que producían gametos móviles e inmóviles, que por cuestiones de costo/inversión se ha vuelto más exitoso a nivel evolutivo. Es decir, que no sólo las especies anisogámicas no comparten un ancestro común, sino que además en algunas especies sus ancestros fueron antes hermafroditas que dioicos -en contraste a Coyne y su poca consideración al hermafroditismo en la comprensión del sexo-, y que en realidad las llamadas diferencias universales entre gametos no son universales ni siquiera dentro de un mismo reino. En otras palabras, los gametos también son parte de la variación natural y la diversidad sexual entre los seres vivos, en lugar de un parámetro de universalización de la masculinidad o la feminidad.

En el mejor de los casos, el sexo es definido como es un conjunto de rasgos sexualmente dimórficos, los cuales pueden variar dentro y entre sí, y que pueden desarrollarse de forma independiente unos de otros. Los gametos sólo hacen parte de esos rasgos, y si bien varían siempre de forma bipotencial –es decir, sólo pueden ser masculinos o femeninos-, están lejos de ser un mismo modelo dicotómico para todas las especies, por lo que no poseen rasgos que puedan ser tomados como un criterio universal de distinción.

Fragmento del resumen de Gorelick et al. (2017). En el texto resaltado: “Por lo tanto, actualmente, no hay criterios universales para distinguir hembras de machos a través de todos los animales, a través de todas las plantas, y mucho menos a través de todos los eucariotas”.

Posiblemente a algunos no les guste que en el documento enlazado (Gorelick et al. 2017) muchos de los ejemplos de variaciones y excepciones dentro de las características de gametos se traten de plantas, pues el ser humano es un animal después de todo. Pero esto es la manifestación de un problema común, y es que suele haber cierto sesgo por un enfoque zoológico entre biólogos evolutivos cuando se analiza la sexualidad de los seres vivos. Es decir, al hablar sobre sexo y sus definiciones, muchos biólogos lo hacemos teniendo en cuenta sólo al reino animal, siendo que por ejemplo en términos de órganos sexuales, morfología de los gametos y fisiología, las plantas presentan una amplia variedad que no se ajusta a las categorías que estamos planteando, por lo que sus criterios de definición se complican.

Llegamos así a lo que comentaba al principio de este ensayo: en un esfuerzo porque la generalización de las categorías planteadas –en este caso, masculino y femenino- funcionen, tendemos a ignorar aquel conocimiento que complica nuestro argumento. Pero si queremos hablar con propiedad de la supuesta universalidad de las definiciones del sexo, necesitamos considerar las variedades y excepciones para saber si realmente contamos con criterios universales. Es por ello que tampoco se puede simplemente ignorar a las personas transgénero o las intersexuales, a pesar de sus bajos estimados estadísticos: porque retan la forma en que construimos esas categorías, y nos obliga a reflexionar si son realmente tan rígidas como las entendíamos. Y por eso el reciente enfoque de muchos trans-escépticos y trans-antagónicos en los gametos: es un esfuerzo por hacer que las categorías se mantengan, luego del fracaso de otros supuestos universales, como las gónadas o los cromosomas, en definir dichas categorías, a pesar de que, como digo, ni siquiera los gametos cuentan con características dicotómicas universales entre los seres vivos.

Y ni siquiera hemos hablado de otra cuestión espinosa, y es que si bien no hay un tercer gameto, sí que hay una tercera categoría que también complica la limitación de definir el sexo a partir de gametos: la no producción de gametos. Coyne lo desestima porque, en sus palabras “nadie está afirmando que las hembras postmenopáusicas, o aquellas que son estériles o tuvieron histerectomías, no son “mujeres”, pues nacieron con el aparato reproductor que evolucionó para producir óvulos”. Pero de acuerdo con la científica cognitiva Kim Hipwell, esto reviste sus propios problemas. Primero, porque claramente está rodando la portería, ya que dejamos de hablar sólo de gametos y ahora pasamos a las gónadas, un rasgo que ya sabemos que no es universal, pues hay mujeres y personas con condiciones como el síndrome de insensibilidad androgénica (SIA) que nacen sin ovarios, pero donde el resto de rasgos dimórficos pueden organizarse hacia lo que entendemos como un fenotipo femenino. Es decir, no carecen de sexo por carecer de ovarios, así que no se puede considerar un rasgo anatómico que trace un binario perfecto.

Por otro lado, el propio Coyne reconoce que el aparato reproductor evolucionó para producir óvulos, pero eso es precisamente por lo que no se puede ignorar la no producción de gametos. Si la funcionalidad del cuerpo es evolucionada, significa que en ausencia de hacer algo, una estructura corporal no debería producir una función. Suena un poco confuso, así que digámoslo de esta forma: si una hembra creció y se desarrolló siendo estéril, entonces su aparato reproductor no debía realmente producir óvulos. Podemos adjudicarlo a su composición genómica, pero entonces significa que en cualquier otro escenario, con la misma composición, se desarrollaría igual como un adulto estéril. Suena un poco confuso, lo sé, pero es importante distinguir entre lo que una estructura hace y para qué lo hace. La producción de gametos no es para lo que se desarrolló su cuerpo, sino que es una función general que en su caso, su cuerpo no tendría por qué tener. En palabras de Hipwell, las funciones no son expresiones de un propósito: eso ya entra en terrenos de la teleología.

Coyne define mujer en un sentido biológico como “una hembra humana adulta”. Es imposible no levantar una ceja cuando recuerdo que ese término ha sido popularizado entre feministas trans-excluyentes por Posie Parker, posiblemente la figura más infame dentro del movimiento anti-trans de las Islas Británicas, pero por el bien del ejercicio desvinculemos a Coyne de su uso en tales escenarios. ¿Se sostiene esa definición? Habiendo explicado que no hay realmente un criterio universal para distinguir machos de hembras, ni siquiera a nivel gamético, sino un conjunto de rasgos que interactúan entre sí y no siempre coinciden en un mismo patrón dimórfico, de modo que tenemos que observarlos a nivel individual, pues en realidad no nos está diciendo gran cosa tampoco. No podemos entender los gametos separados de todos los otros rasgos de un individuo. Adelantándome a una objeción, no estoy diciendo que los gametos no sean explicativos sobre el sexo en la especie, sino que por sí solos no son resolutivos como carácter dicotómico universal.

También debemos tener en cuenta que la asignación sexual de los individuos en nuestra especie reposa siempre en rasgos físicos observables: los genitales. No se hacen resonancias para detectar la presencia de gónadas en recién nacidos, no hay histología de ovarios o testículos; mucha gente vive y muere sin hacerse un cariotipo o revisar sus gametos en toda su vida. Diablos, yo no me he hecho ninguna de las dos cosas, y apuesto a que la mayoría (si no es que todos) de mis lectores tampoco. Podrían decirme que, en todo caso, en la vasta mayoría de los casos, todos esos rasgos se alinean por completo en un fenotipo masculino o femenino, pero es algo que sólo hemos conocido -o más bien, deducido- en estos últimos siglos. Por miles de años nos asignamos a nosotros mismos en categorías sin ningún conocimiento de gametos o cromosomas. Entonces, el punto clave en la definición de Coyne, más que “hembra”, debería ser “humana”, y dado esto último que he explicado, deja de ser simplemente una definición biológica para convertirse entonces en una definición biosocial; es decir, debemos darle importancia también al género. Y si debemos considerar no sólo el papel que tiene un individuo en la sociedad, sino la forma en que dicha persona se reconoce  sí misma e interactúa con el entorno dentro de ese papel social, la identidad también se hace importante, por lo que para definir una mujer tendríamos que contemplarlo desde una perspectiva biopsicosocial.

No me estoy saliendo del campo biológico al hacer esto. El género no está separado de lo que sea que entiendan como sexo biológico: sabemos que hay receptores hormonales en las neuronas que responden a hormonas sexuales, y que la diferenciación sexual del cerebro ocurre de forma diferente a la diferenciación gonadal; conocemos también que existen similitudes en regiones neurológicas entre mujeres trans y mujeres cisgénero; y sabemos de casos de niños genéticamente masculinos que por diferentes razones han sido criados como niñas, pero que a pesar de esa socialización de género, se identifican como varones. El mismo Coyne tendría que entenderlo, pues él mismo menciona en su texto que el género, aunque muy variado, tiende a formar distribuciones normales entre lo masculino y femenino. Es claro que la biología influye en el género y la identidad, tanto en personas cis como en personas trans, y no deja de sorprenderme un poco que biólogos como Coyne sigan reduciendo toda esta cuestión a “conceptos basados en ideología”.

¿Inquietudes científicas o sesgos políticos?

Algo que fui notando a medida que leí el artículo, es que Coyne parece estar empleando la llamada doctrina de la mota castral (o motte-and-bailey, en inglés): es decir, presentar una afirmación comprensible y fácil de defender junto a otra más controversial y difícil de sostener, de tal modo que si la segunda es cuestionada, se puede argumentar que sólo se está presentando la primera, y que sería irracional cuestionarla, como si poner en duda la afirmación controversial fuese equivalente a rechazar la afirmación modesta. En el caso que nos ocupa, Coyne nos presenta una posición que, por mucho que sea insuficiente, es razonable (que se puede distinguir entre gametos masculinos y femeninos entre sexos) junto a otra que ya es mucho más discutible (que las mujeres trans no deben hacer parte de los espacios femeninos). Y si la primera tiene igualmente dificultades en torno a su criterio de universalidad, las bases de la segunda son por mucho más tenues.

Luego de comentar que nadie puede realmente cambiar de sexo si nos atenemos a su definición biológica –algo que, por supuesto, Grant no dijo en ningún momento-, Coyne la acusa de confundir al lector cuando afirma que las mujeres transgénero no tienden a ser delincuentes sexuales, o que su participación en deportes está bastante regulada. En el primer caso, el biólogo comparte una comparación estadística del Ministerio de Justicia de Reino Unido donde destacan que un 41% de “personas trans-identificadas” fueron detenidas por delitos sexuales en comparación con un 20% de prisioneros masculinos y un 3% de las mujeres convictas. Si bien reconoce que los datos son insuficientes, Coyne afirma, y cito, que “sugieren que las mujeres transgénero son mucho más depredadoras sexualmente que las mujeres biológicas y un poco más depredadoras que los hombres biológicos” (énfasis en el texto original).

Incluso como sugerencia, se trata de una afirmación bastante seria, una que debería tener un fundamento sólido. ¿La tiene? Me temo que no. El enlace que Coyne comparte remite a un grupo activista anti-trans que desarrolló la comparación en 2017. No obstante, un artículo de la BBC de ese mismo año se encargó de señalar los propios problemas de la estimación que presenta: cita un número muy pequeño de individuos (125, con al menos 113 “hombres trans-identificados”) como para hacer inferencias, y no registra qué prisioneros han informado a las autoridades de su condición de transgénero, ni cuenta tampoco a aquellos que tenían un Certificado de Reconocimiento de Género, o a aquellos que cumplen sentencias mucho más cortas, y que por lo tanto podrían componer un número incluso mayor de prisioneros: el propio Ministerio reconoce que sus cifras no son un reflejo confiable de los números y localización de prisioneros trans, y no distingue tampoco el género de los prisioneros en las cifras presentadas. Hacer estimaciones estadísticas con tantas limitaciones es arriesgado, y las conclusiones apresuradas.

El enlace que comparte Coyne sobre “tendencias similares” en otros países no es mucho mejor, pues se trata sobre todo de estimaciones más bien informales y espurias, y no tienen en cuenta tampoco que entre los “delitos sexuales” también se encuentra el trabajo sexual, uno al que por desgracia muchas mujeres trans se han visto obligadas a participar, por lo que hablar de “mayores depredadores sexuales incluso que los hombres” es bastante debatible. De hecho, y en notorio contraste, evidencia recolectada a través de los años sí sugiere que no hay peligro en que las personas trans compartan espacios segregados por “sexo”. Incluso como sugerencia, la acusación de Coyne no sólo es peligrosa, sino mal fundamentada. Y ni siquiera he mencionado la tontería de hablar de hombres y mujeres biológicos, pues técnicamente los hombres y mujeres trans son también variaciones naturales de la especie humana, por lo que esa distinción es vacua: como expliqué antes, el sexo no se define sólo por gametos.

Pasemos a hablar de los deportes. Coyne reconoce que los deportes olímpicos tienen regulaciones importantes sobre la participación de atletas transgénero, y que no existe la transición completa antes de la pubertad –muy a diferencia de lo que muchos grupos anti-trans denuncian en sus delirios de conspiración-, pero menciona que, de acuerdo a un reporte de las Naciones Unidas sobre la violencia contra la mujer, más de 600 mujeres atletas han perdido medallas ante atletas transgénero en 29 deportes diferentes. No obstante, si nos vamos al propio reporte, encontramos que la referencia a la cita mencionada (Pág. 5, cita 29) proviene de información entregada por el Women’s Liberation Front y el International Consortium on Female Sport, sin enlaces o fuentes que permitan corroborar la cifra. Los dos grupos han sido denunciados por su oposición radical hacia los derechos de la comunidad transgénero, y de hecho Women’s Liberation Front no sólo se describe como un grupo feminista radical que ha sido señalado como grupo de odio, sino que además, como buen grupo feminista trans-excluyente, ha estado vinculado a grupo ultraconservadores y de derecha cristiana directamente antitrans, como la Alliance Defending Freedom y la Heritage Foundation.

Por qué Naciones Unidas recibió sin verificar o compartir la información de grupos con credenciales cuestionables en este tema –y de otros con problemas similares, como Sex Matters- es algo que escapa de mi conocimiento, pero sí me llama la atención que alguien como Coyne preste tan poca atención a esos detalles, De la misma manera, tan preocupado como está por el papel de la biología en la pubertad y la madurez, Coyne tendría que saber que existe evidencia interesante de que la terapia hormonal puede reducir varios atributos físicos de las mujeres trans atletas a niveles competitivos con las atletas cisgénero. Es de señalar, por supuesto, que son necesarios más estudios longitudinales de transición, pero no se puede ignorar la evidencia que existe al respecto y simplemente descartar cualquier nivel de competencia.

Otras curiosidades saltan a la vista, como el hecho de que Coyne cita un artículo escrito por la infame Jamie Reed, quien se hizo famosa por un escándalo sobre supuestas irregularidades en la clínica de género en la que trabajaba, en una declaración que fue desmentida tanto por padres de los pacientes y los propios ex pacientes como por la investigación interna; Jerry no comenta al respecto, ni de cómo muchos de esos estados que prohíben la transición infantil han decretado tales leyes dentro de una ola de proyectos anti-trans que se han levantado en los últimos años. Por supuesto no está obligado a hacerlo, pero uno pensaría que presentarles el debido contexto a sus lectores debería ser prerrogativa de una persona que busca tener una conversación intelectual honesta.

Jerry cierra su texto con dos puntos. En el primero concluye que “uno nunca debería tener que escoger entre la realidad científica y los derechos trans”. Y en eso tiene razón, pero es que precisamente la realidad científica respalda la existencia de las personas transgénero como sujetos biológicos, así que los derechos que la comunidad solicita no tienen por qué divorciarse de la realidad.  No hay argumentos sólidos para rechazar la presencia de mujeres trans en centros de acogida para mujeres víctimas de violencia sexual, o que sean asignadas a una prisión de mujeres en caso de cometer delitos: es sobre todo controversia manufacturada con información deficiente y sesgada. El caso de los deportes sí es un poco más complejo pero, de nuevo, existen regulaciones que ya limitan bastante la participación de atletas transgénero en competencias oficiales, y la realidad es que hasta ahora no hay tampoco evidencia de que las pocas mujeres trans que compiten estén desplazando a mujeres cisgénero. Lo que sugiere Coyne tiene un nombre, por mucho que no le guste, y es discriminación. Y como describe Aaron Rabinowitz, director de ética de la Creator Accountability Network, en un artículo donde cuestionó los alcances éticos del artículo de Coyne, incluso si los datos fuesen confiables y de alta calidad, la exclusión de todas las personas trans de escenarios sociales femeninos es al menos deficiente desde un punto de vista ético.

El otro punto se basa más en criticar la posición de la FFRF sobre el activismo de género, cosa que según Coyne no se relaciona con los objetivos laicos y no teístas de la organización. La acusación sobre el supuesto carácter religioso del activismo de género es una insensatez que no vale la pena comentar; lo que llama la atención es que Jerry afirme que el sexo y el género tienen poco que ver con el teísmo. Eso requiere ignorar, por supuesto, que es principalmente el conservatismo cristiano en Estados Unidos quien ha liderado el ataque a los derechos transgénero y a la terapia afirmativa de género, y que intentan respaldarse a través de mala ciencia y cherry picking, asegurando que la biología esta de su lado. Me parece un escenario lo bastante importante como para que la FFRF se comprometa a defender a la comunidad LGBT+, y que prefiera evitar otorgar argumentos sin fundamento al nuevo conservatismo postmoderno, a través de un artículo mal concebido.

En contraste, la reticencia de Coyne a que la organización amplíe sus objetivos hacia otras causas sociales sirve como otro triste ejemplo del por qué el Nuevo Ateísmo perdió fuerza con los años a ojos de una población con inquietudes y preocupaciones que iban más allá de la cuestión religiosa. Es casi desconcertante que a Jerry le preocupe que la FFRF tome una postura política sobre un tema como los derechos de una minoría actualmente perseguida y demonizada en muchos países, en especial cuando las recomendaciones que hace en su artículo no son simplemente biológicas, sino éticas e incluso políticas. Las pretensiones de mantenerse al margen de tomar una posición política determinada en un tema que afecta a miles de personas son vanidad.

Conclusiones

Puedo suponer que algunos de los lectores estén esperando que, dado el tema que dio origen a la controversia mencionada, yo podría ofrecer una definición de mujer. No es realmente mi propósito, pero sí tengo que mencionar que intentar centrar exclusivamente los intentos de delimitar el concepto a través de la biología no es un buen criterio. Cuando interactúo diario con mi hermana o con mi madre, no estoy pensando en el estado de sus ovarios. Cuando ustedes conversan con una mujer en la fila del banco, o con aquella señora que les pregunta la hora, les aseguro que no consideran si produce o no óvulos a la hora de reconocerlas como mujeres, y si una de ellas fuese estéril o hubiese nacido sin ovarios, es probable que no dejasen de reconocerlas de todos modos dentro de su condición de mujer. Es por ello que, por lo general, la pregunta de qué es una mujer sólo es formulada por personas anti-trans: su intención es específicamente excluir a un sector de la población, ignorando que los “marcadores” para “distinguir” qué es una mujer y las excepciones a ellos van más allá de sus rasgos biológicos.

Y es que ser mujer es una categoría también social y cultural: comprende la forma en que se relacionan con su entorno y aquellos que lo componen, así como los atributos y conductas que se le otorgan a la condición de mujer, los cuales pueden variar entre distintas culturas. Sí, muchos de esos atributos nacen de sus rasgos biológicos, pero no son condición necesaria o suficiente para delimitar el reconocimiento a una mujer en la sociedad, como he explicado. Podríamos entonces definir a una mujer como una persona que es socializada, interpretada y tratada de acuerdo a aquellos atributos que la sociedad asume como femeninos, y los cuales pueden tener un origen biológico, social y/o cultural.

Por supuesto, no pretendo decir que Coyne es una figura directamente anti-trans. Hace tiempo lo describí más como un trans-escéptico, y lo mantengo. No obstante, creo que subestimé bastante su apertura a reflexionar sobre el impacto de sus posturas. Cuando dice que no pretende hacer daño a la comunidad LGBT+ y no entiende por qué se le señala de un promover un discurso dañino, pero al mismo tiempo sugiere sin evidencia que las mujeres trans podrían ser más peligrosas sexualmente que los hombres cis, engloba la promoción de sus derechos dentro del término conspiranoide de “identidad de género”, y comparte lo que es básicamente un berrinche con una figura como J.K. Rowling, quien ha acusado a la comunidad trans de violadores y fetichistas y hasta ha negado su opresión en el Holocausto, entonces me parece que, en el mejor de los casos, Coyne tiene una percepción bastante atroz de su propia inocencia.

En todo caso, espero que este análisis les sirva para entender un poco más la complejidad de la sexualidad no sólo en el ser humano, sino en otros seres vivos, y el por qué mantener categorías estrictas de temas que resultan ser mucho más amplios y diversos, como la expresión del sexo y el género, puede resultar siendo un error, en especial cuando debemos tener en cuenta otros aspectos más allá de la mera biología. Necesitamos que los debates sean honestos y cuidadosos, no sólo de a quiénes pueden afectar, sino en cómo abordamos realmente el conocimiento actual.

 

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