Do Say Gay: una revisión detallada sobre sexo y género (II): de los genes a las neuronas

 


Parte I: prefacio

Introducción

“Es biología, no ideología”. Si llevan tiempo en redes sociales, seguro han leído o escuchado esa frase o sus derivados montones de veces en alguna discusión en torno a los derechos de las minorías sexuales. Si no fuera por el peso social y político que tiene semejante percepción sobre el desarrollo ontológico del sexo y la identidad, sería más risible el notar que muchas de las personas que arguyen hablan con la biología de su lado saben muy poco de ella, más allá de las nociones básicas del colegio, así que no tienen idea de lo que se habla al respecto en este campo hoy en día, y que de hecho respalda con fuerza las bases biológicas en torno al comportamiento no heterosexual y las identidades transgénero.

Lo que resulta siendo curioso y decepcionante es cuando personas dentro de la ciencia, y que están familiarizados no sólo con la biología, sino con los procesos evolutivos que dan lugar a la diversificación de la vida, acuden a simplificaciones sobre el sexo que no se alejan mucho de las nociones de biología básica a la hora de abordar el tema de la identidad de género y los derechos trans. Y aunque, a mi juicio, algunos no son motivados necesariamente por transfobia, sino más por inquietudes ideológicas particulares, intenciones y resultados rara vez son coincidentes, por lo cual no sorprenderá que otras personas sí que empleen sus palabras para darle combustible a su enfoque discriminador.

No obstante, aun si las intenciones no buscan tales resultados, ¿se puede encontrar rigor científico o racional en sus inquietudes? Quizás sea la duda que volvió a surgir en la mente de muchos cuando, hace unos meses, se publicó en la página de Skeptical Inquirer, una revista en línea sobre escepticismo científico, una revisión escrita por los profesionales Jerry Coyne y Luana Maroja. Ambos autores, versados en biología evolutiva, hacen una exposición extensa de seis ejemplos sobre la “subversión ideológica de la biología”, en especial en torno a su propio campo. De acuerdo con los autores, la ideología progresista contemporánea está minando y limitando el avance científico con la promulgación de visiones absolutistas e irreales. O eso sugieren, porque el texto es, desde mi punto de vista como colega científico e (hasta cierto punto) ideológico, y el de muchos otros científicos versados en el tema, uno de los ejercicios más mediocres y descarados de falacias argumentativas que he leído en mucho tiempo.

No voy a tocar todo el “maravilloso artículo”, como lo describió Richard Dawkins en su página de Twitter, pues no es el objetivo de esta entrada: su momento llegará. Pero lo traigo a colación porque el primer ejemplo que presentan Coyne y Maroja literalmente se titula “El sexo en los humanos no es una distribución discreta y binaria de machos y hembras, sino un espectro”. De allí, hacen un supuesto contrapunto basándose en que sólo existen dos tipos de gametos en nuestra especie, y que el sexo asignado al nacer se basa en rasgos observables, lo que da cuenta del sexo binario como una realidad. Una exploración interesante, pero que cae en convertir el tema en un espantapájaros, y en un simplismo burdo que no sólo ya he visto en otras declaraciones de Coyne y Dawkins, sino que sigue la misma línea determinista de biología que suelen entender los conservadores. Así que, basado en tan monumental pifia, podemos partir hablando sobre la diferenciación sexual, cómo se determina el sexo de un individuo durante el desarrollo, y el por qué las variaciones que observamos a distintos niveles no sólo no son necesariamente patológicas, sino que además fortalecen la comprensión sobre la sexualidad y la identidad de género desde el campo científico, sin determinismos reproductivos ni constructivismos absolutos.

Una salvedad antes de entrar en materia. Recuerden que, como comenté hace un tiempo al hablar de las razas y su ontología, la biología y las ciencias naturales buscan una comprensión descriptiva del mundo, pero por sí mismas no son un manual prescriptivo sobre la naturaleza y la sociedad humana. Es decir, aun si no tuviéramos evidencia sobre la identidad de género como un fenómeno neurológico real, eso no invalidaría ni convertiría a las personas trans en sujetos de segunda clase. El propósito de que vivamos en sociedad es alcanzar un equilibrio entre los ciudadanos, que los derechos sean plenos entre todos, y eso incluye también experiencias basadas en creencias de las que no se tiene evidencia tangible, como la fe religiosa. La discriminación hacia las orientaciones no heterosexuales y las identidades transgénero es real, más allá de la evidencia científica que hemos ido recopilando con los años, así que no deberíamos tener que esperar tales evidencias para darle a las minorías sexuales el respeto constitucional que merecen.

¿Son los gametos la máxima referencia de la identidad individual?

Hablando de Coyne, quien les recuerdo que es biólogo evolutivo, hace un tiempo estuvo circulando el fragmento de una charla suya sobre libertad académica, en la cual define el sexo biológico como “dos tipos de cuerpos organizados alrededor de la producción de gametos: cuerpos organizados alrededor de la producción de grandes gametos inmóviles –esas son las hembras-, y cuerpos organizados alrededor de la producción de gametos pequeños y móviles –esos son machos-”. Considerando que en el reciente artículo de Skeptical Inquirer sí tienen en cuenta la presencia de isogamia (es decir, los gametos son iguales entre los individuos de la especie, y no hay sexos separados) en otros organismos, como hongos o algas, quiero pensar que la definición anterior fue fruto de las prisas en el contexto, o que le llegaron las (muchas) críticas que el fragmento recibió en redes. Porque sorprende la carga de errores que tiene.

Ahora, seamos justos en reconocer que Coyne se refería en aquel fragmento al sexo gamético, es decir, a esperma y óvulo; un nivel de diferenciación sexual que es fundamental para comprender gran parte de la evolución de la vida, pues el intercambio de material genético entre diferentes individuos representó un boom de potencial adaptativo en la historia biológica del planeta. De ahí que gran parte de los organismos multicelulares se reproduzcan sexualmente, por lo cual es prácticamente paradigmática la presencia de sexos separados. Y si hablamos del carácter binario del sexo biológico, la realidad es que el sexo gamético no sólo es el único atributo de diferenciación estrictamente binario en nuestra especie, sino que la anisogamia binaria como es, en efecto, importante dentro de la reproducción sexual en general.

Se preguntarán, ¿hay especies de seres vivos con más de dos sexos? ¿Por qué es tan común que el sexo gamético sea sólo binario? A la primera pregunta, la respuesta es un sí: en el protisto ciliado Tetrahymena thermophila se han identificado siete sexos o, más específicamente, tipos reproductivos (como se llaman a los sexos en organismos unicelulares), con 21 combinaciones; y en el género de hongos Trichaptum, una investigación genética predijo, basados en alelos, hasta 17.500 distintos tipos reproductivos. Como pueden notar, son casos particulares y muy específicos, limitados además a organismos no pluricelulares, y la razón es práctica a nivel matemático y evolutivo. Más de dos juegos de gametos implicarían más de dos posibles combinaciones reproductivas, y en organismos pluricelulares esto se vuelve una complicación mayor en cuanto a los mecanismos de aislamiento reproductivo y reconocimiento gamético necesarios para limitar el cruzamiento entre diferentes especies. Dos tipos de gametos diferenciados por motilidad (es decir, capacidad de movimiento independiente), no movilidad (uno de los notorios errores en el fragmento de Coyne), lo que es llamado específicamente oogamia, es una solución costo-efectiva a nivel individual y reproductivo en la evolución del sexo, y aun así hay especies anisogámicas donde ambos gametos puedes ser mótiles o inmótiles.

Si bien aún es motivo de debate si la anisogamia binaria evolucionó posterior al surgimiento de sexos dioicos, o si los sexos dioicos se desarrollaron gracias a la anisogamia, el retrato de Coyne y Maroja sobre el desarrollo de caracteres sexuales secundarios en torno a la anisogamia sí que es simplista a nivel evolutivo. Primero porque, como sabemos, existen muchas especies con monomorfismo sexual, donde los sexos son idénticos tanto morfológica como conductualmente (por ejemplo, en los pingüinos), lo que sugiere que la anisogamia binaria no es necesariamente determinante en la “organización individual” de los cuerpos. Segundo, porque también sabemos que existen individuos estériles que desarrollan caracteres sexuales secundarios a pesar de la reducción o ausencia total en la producción de gametos, y no decimos por ello que se trata de un “tercer sexo”. Comprendemos, tanto como científicos como seres humanos, que la capacidad de engendrar no es determinante a nivel individual para identificar el sexo y la identidad de una persona, pues no tenemos lentes microscópicos en la vista a lo Superman para observar las gónadas de cada quien, y no todos tienen interés en su propio potencial reproductivo.

Y es que los gametos, aun siendo fundamentales para la reproducción, son apenas uno de varios niveles en la diferenciación sexual. Y un nivel que no encaja siempre con los otros niveles en cada persona. Es por ello que el texto de Coyne y Maroja, aunque informativo, en realidad no es nada resolutivo en términos científicos sobre la sexualidad humana y la identidad de género así que, con el debido respeto, sugiero que pasemos de ello si pretendemos hacer una explicación más robusta sobre un tema tan complejo. Es poco más que un texto politizado bajo un disfraz apolítico, y eso afecta mucho sus propios argumentos y conclusiones.

Una lupa sobre la determinación sexual

Para dar el contexto de la complejidad detrás de los niveles y mecanismos de determinación y diferenciación del sexo en el ser humano, debo traer un par de ejemplos. El primero es uno que tal vez conozcan aquellos que veían Doctor House, y es que apareció en el episodio Skin Deep (2x13), donde la paciente, una modelo adolescente, resulta teniendo síndrome de insensibilidad androgénica (SIA) completa. Aunque físicamente era una mujer con muy evidentes rasgos femeninos, resultó que tenía testículos no descendidos y un arreglo cromosómico 46 XY: es decir, genéticamente era un hombre. El episodio envejeció bastante mal (y ya en aquel lejano 2006 fue bastante criticado), en especial por la actitud antiprofesional de House tras la revelación, pero algo bastante notable es que la paciente no sólo era física, sino psicológicamente muy femenina. A pesar de ser un caso tan excepcional, surgirá la duda entre muchos de por qué los rasgos de la paciente eran tan distintos entre sí, y cómo es que su genética no diferenció su psicología e identidad hacia rasgos más masculinos.

El segundo ejemplo es uno bastante curioso y conocido desde hace tiempo en República Dominicana: el de los “güevedoces” de Las Salinas. Se trata de una incidencia poblacional alta de personas con deficiencia en 5-alfa reductasa, un grupo de enzimas relacionadas al metabolismo de andrógenos y estrógenos, responsables en el desarrollo de caracteres sexuales secundarios. En este caso dicha deficiencia da lugar a individuos XY con rasgos sexuales externos femeninos durante su vida temprana, hasta que al llegar a la pubertad desarrollan genitales masculinos y otras características sexuales correspondientes al sexo cromosómico. Nuevamente, aunque se trata de un caso estadísticamente excepcional, ayuda mucho a vislumbrar lo compleja que es la determinación sexual individual a nivel de nuestra especie, y cómo influye no sólo en nuestros caracteres secundarios, sino también en nuestra psicología e identidad.


Para entender cómo ocurre la determinación individual del sexo en nuestra especie, se hace necesario explicar que esto ocurre durante el desarrollo embrionario del individuo, a las siete semanas para ser precisos, y ocurre a tres niveles básicos: el cromosómico, el genético y el hormonal, en ese orden. El nivel cromosómico es la base del sistema de determinación en nuestra especie, los cromosomas X y Y, cuya presencia (XY) o ausencia (XX) define el desarrollo sexual individual de las gónadas bipotenciales (es decir, no diferenciadas en tejidos masculinos o femeninos).

Ahora, no es sólo tener el cromosoma Y lo que determina si eres varón, sino también una red de factores de transcripción genética que cumplen diferentes papeles en la determinación sexual. Entre estos, el más conocido e importante es el gen de la región Y determinante del sexo (SRY, por sus siglas en inglés), responsable de la diferenciación testicular masculina; no obstante, con los años se ha comprendido que su trabajo es regulado y complementado por más de 20 factores de transcripción; y diferentes mutaciones relacionadas con el SRY son responsables de varias condiciones del desarrollo sexual. La diferenciación ovárica, por su parte, es resultado del trabajo conjunto de diferentes factores genéticos y expresión de proteínas, sin la aparente dominancia de un gen específico. Entonces, si bien es importante la presencia de los cromosomas sexuales, no son sólo estos los que intervienen en la diferenciación de caracteres sexuales en nuestra especie.

Esquema de determinación y diferenciación sexual humana. Fuente: Rodríguez Gutiérrez & Lauber-Biason, 2019

Finalmente, la determinación hormonal es simplemente la acción de estas proteínas mensajeras para activar y regular la diferenciación de los tejidos hacia los caracteres sexuales primarios (gónadas y células germinales) y los caracteres secundarios (genitales externos). Y como sabemos, hacia la pubertad, la producción hormonal es la que guía la madurez y el desarrollo de otros caracteres sexuales secundarios que dan lugar a las diferencias físicas apreciables entre hombres y mujeres.

Rutas para el control hormonal del desarrollo sexual. Fuente: https://doctorlib.info/physiology/medical/296.html

Si podemos entender la determinación sexual de esta forma, no es difícil comprender que existan condiciones como el mencionado SIA. Traten de ver estos tres niveles de determinación como una serie de diales en una consola, donde debes ubicarlos en un punto específico para que coincida el efecto. En el caso del SIA, lo que ocurre es que hay una mutación en el gen de receptores de andrógenos, lo que significa que si bien las hormonas se producen, el cuerpo no puede identificar su señal de forma parcial o completa, por lo cual los rasgos fenotípicos del individuo pueden variar desde una ligera ambigüedad sexual hasta una completa feminización física y psicológica, a pesar de ser cariotípicamente “varones”. Por tales razones, estos escenarios de intersexualidad, aunque son estadísticamente raros (y ahondaré en un rato al respecto), son muy importantes a nivel científico para comprender el vínculo de todos estos mecanismos en la orientación sexual y la identidad de género, y las formas en que la sexualidad humana puede dividirse en su expresión de acuerdo con las interacciones en esta compleja red de determinación y diferenciación.

¿Y por qué es importante este enfoque de la determinación a distintos niveles? Porque ayuda a comprender por qué, si bien el ser humano es claramente una especie dioica y nominalmente binaria, ocho mil millones de personas ofrecen un espacio amplio para observar distintas variaciones no sólo en rasgos fenotípicos observables, como la estatura o la masa muscular, sino también en cuanto a la orientación y la identidad, que retan el concepto simplista que manejan muchas personas sobre la sexualidad. Los diales en la determinación sexual pueden ajustarse de diferentes formas, pero que estén desalineadas con respecto al promedio de la población no evita que hablemos de individuos funcionales y con rasgos físicos, psicológicos y conductuales válidos dentro de nuestra propia diversidad.

Volvamos con los diales. Es una analogía que se ha planteado también para el conjunto de rasgos psicológicos típicamente asociados a hombres y mujeres (sobre la neuropsicología de los sexos y la identidad de género, hablaré más a fondo en la próxima entrada), y no sería tampoco inusual aplicarla a rasgos físicos diferenciados como los genitales externos, la diferencia en cobertura de vello corporal, detalles musculares y óseos. Después de todo, y como ya he explicado en otras entradas del blog, tanto rasgos físicos como psicológicos rara vez son producto de un único gen regulador, sino que son con mayor frecuencia el conjunto de la expresión de distintos factores genéticos, así como influencias externas como la dieta o las condiciones ambientales. De este modo, si bien la determinación del sexo y la diferenciación en la especie dependen de niveles fijos, y es cierto que su expresión es más bien un promedio binario o bimodal en nuestras poblaciones, esto no elimina la diversidad en la interacción de tales niveles en formas distintas de diferenciación a nivel individual, ni ello invalida que el sistema de determinación XY sea importante para la sexualidad en Homo sapiens.

¿Deberíamos hablar del sexo como un espectro?

Teniendo en cuenta todo lo anterior, hace unos años empezó a trabajarse en torno a la sexualidad y el género desde el marco de trabajo de las dimensiones sexuales. Como bien explicaba en el glosario, se trata de aspectos condicionantes que modelan la sexualidad de forma integrada a nivel individual en nuestra especie: es decir, la forma en que se combinan entre sí las diferentes dimensiones es lo que define cómo se expresa el sexo y el género en la persona. Así, a partir de las dimensiones biológicas, psicológicas y socioculturales interactuando en diferente proporción, es que se desarrollan las características sexuales (es decir, tanto caracteres sexuales primarios como secundarios), la identidad de género (sentido personal del género con que se identifica y expresa el individuo), la expresión de género (elementos externos con los que el individuo refleja su identidad de género), la orientación sexual/romántica (patrón constante de interés sexual y/o romántico del individuo por una pareja determinada), y los roles de género (normas y comportamientos sociales que se espera del individuo de acuerdo a su género).

Algo importante a mencionar aquí es que el hecho de que la dimensión biológica esté separada de la psicología y la sociedad y cultura, no significa que niveles con mayor peso a nivel psicológico o sociocultural, como la expresión o los roles de género, carezcan de raíces en nuestra biología, pues están relacionados íntimamente con la identidad de género, y con esta sabemos que hay un fuerte factor biológico. Ya hablamos antes de los niveles de determinación, y cómo esta se ve influida por factores cromosómicos, genéticos, hormonales, así como la expresión de caracteres sexuales primarios y secundarios. Basado en esto último, en 2017 la revista Scientific American dedicó su número de septiembre sobre nuevas perspectivas en torno al sexo y el género, donde entre otras cosas salió un artículo llamado “Visualizando el sexo como un espectro”, en el cual, y teniendo en cuenta diferentes trastornos del desarrollo sexual (TDS), presenta un esquema a modo de gradiente desde una típica hembra biológica a un típico macho biológico, pasando por diferentes condiciones de intersexualidad de acuerdo a alteraciones y cambios en factores cromosómicos, genéticos y/u hormonales. El esquema, entonces, sería lo bastante amplio para abarcar no sólo los sexos cisgénero como típicamente los entendemos, sino también las identidades transgénero y no binarias dentro de la población humana.

En su momento, este artículo de SciAm levantó bastante polémica. El biólogo Colin Wright, bastante activo en redes por sus posturas antitrans, ha escrito varios artículos de opinión criticando el enfoque del trabajo y la idea de que pudiesen existir más de dos sexos debido a ese tema del espectro, además de señalar la pequeña proporción de personas realmente intersexuales; aún al día de hoy, se mantiene la pelea. Y si bien creo que personajes como Wright y su retórica venenosa parten desde un notable prejuicio (lo abordaremos en futuras entradas), y demonizaron en exceso el mapa conceptual presentado en la revista, hay que admitir que no es un esquema fácil de comprender, ni el más adecuado para transmitir la información que pretendían.

En primer lugar, es cierto que el título es inadecuado en el mejor de los casos. Decir que el sexo es un espectro puede generar en los lectores no especializados la idea de que existen más sexos entre el macho y la hembra, o que se puede ser más o menos masculino/femenino, de acuerdo a cómo te ubiques en el continuo fenotípico que aparece en el mapa conceptual. No obstante, si leemos a conciencia el artículo, y otros trabajos que se han enfocado desde entonces en una visión similar, lo que ocurre es que no se están restringiendo a gametos o cromosomas. No están hablando de que haya múltiples sexos entre macho y hembra, sino explicar cómo los distintos factores que intervienen en la determinación sexual individual dan lugar a una miríada de TSD y condiciones intersexuales, lo que se puede notar en las flechas y los colores usados (de nuevo, el diseño del esquema no lo hace fácil). Es decir, no es que el sexo biológico (sea gamético/cromosómico) en el ser humano sea un espectro, sino que los mecanismos y factores que intervienen en la determinación individual sí se combinan en un espectro de fenotipos con suficiente ambigüedad para alejarse del fenotipo promedio de macho o hembra, y retar lo que se suele entender como sexo de forma absoluta.

En segundo lugar, la palabra espectro en condiciones de desarrollo y salud –y esto lo entiendo de forma muy personal- también está mal entendida. Así como pasa cuando se habla del trastorno del espectro autista, aún se suele entender espectro como gradiente, en un sentido lineal, donde estar hacia un extremo u otro significa ser más o menos autista. Esto es un error, pues al hablar de espectro se visualiza como un continuo de diferentes rasgos, cuya combinación es variable entre personas dentro de dicho espectro: es decir, que no es que una persona sea más o menos autista, sino que ciertos rasgos serán más o menos profundos en una u otra persona (piensen en una rueda de arcoíris, donde cada color será un rasgo determinado, y dependiendo de la intensidad del rasgo será un color muy oscuro o tenue). En ese sentido, un problema importante en el mapa conceptual de SciAm es que, si bien intenta representar esa complejidad combinada de factores con las flechas y mensajes, la línea de tonos coloridos entre macho y hembra guía de inmediato la vista del lector y genera la mencionada confusión sobre ser “más” o “menos” macho o hembra. En mi opinión, un esquema circular quizás habría sido más intuitivo a la hora de transmitir la información de forma adecuada sobre los factores que determinan el sexo y el género a nivel individual, aunque probablemente habría dificultado ejemplificar los distintos TDS.

Otra parte de la confusión yace en la diferencia conceptual que manejan defensores y detractores en cuanto a ser intersexual. La intersexualidad, en un sentido amplio, es una condición donde el conjunto de características sexuales no encajan con las nociones binarias típicas sobre fenotipos masculinos o femeninos. En una persona intersexual, el sexo asignado al nacer tiende a ser ambiguo entre sus genitales externos y sus otros caracteres fenotípicos; y como hemos visto con casos como la deficiencia en 5-alfa reductasa, antes de la pubertad puede ser incluso más confuso. Si volvemos al mapa conceptual de SciAm, vemos que dentro del concepto de intersexual no entran sólo las ambigüedades genitales, sino que a menudo también se tienen en cuenta condiciones cromosómicas como el síndrome de Turner (45 X0) o el síndrome de Klinefelter (47 XXY), los cuales dan lugar a una distinta alineación de rasgos fenotípicos.

¿Y qué tan común es la intersexualidad dentro de nuestra especie? Aquí es donde entra la discrepancia con detractores del concepto de espectro sexual como Wright y Dawkins, quien “aportó” recientemente al debate con una pieza de opinión en The New Statesman, que es uno de los trabajos más débiles y sesgados que podría esperarse de parte suya. En su libro del año 2000 Sexing the Body: Gender Politics and the Construction of Sexuality (Sexando el cuerpo: políticas de género y la construcción de la sexualidad), y en un artículo del mismo año donde fue coautora, la sexóloga Anne Fausto-Sterling, una de las principales científicas feministas, enfocadas en el desarrollo sexual y los estados intersexuales, argumentó, basada en la revisión de literatura científica, que la prevalencia de desarrollos sexuales no dimórficos es de aproximadamente 1,7%. Esta cifra fue puesta en duda inicialmente por el médico Leonard Sax, quien en trabajos de 2002 y 2005 recalculó la cifra descartando trastornos como la hiperplasia adrenal congénita de inicio tardío (en inglés, LOCAH), condiciones de sexo cromosómico como los mencionados en el párrafo anterior, entre otros, por considerar que en tales casos el sexo cromosómico y el fenotípico son coincidentes, llegando así a una cifra mucho más modesta de 0,018% de prevalencia de intersexualidad, considerando únicamente ambigüedades genitales y discrepancias entre cromosoma y fenotipo. Estudios posteriores siguiendo el mismo criterio llegan a cifras similares, entre 0,05-0,37%.

En honor a la verdad, tanto Fausto-Sterling como asociaciones activistas en apoyo a la intersexualidad han reconocido las falencias y al mismo tiempo la importancia del estimado de 1,7%. Ya en aquella época la misma autora reconoció sin problemas las críticas que generó la cifra, y en la edición de 2020 de Sexing the Body, con un nuevo epílogo, aborda igualmente el trabajo de Sax, al que cuestiona por su enfoque limitado al aspecto genital en cuanto a la intersexualidad, así como por malinterpretar su propia lectura de que interpretar la naturaleza yace como acto sociocultural, en la primera edición del libro. Fausto-Sterling aclara que “[…] entonces y ahora, argumenté que la naturaleza no tiene intenciones; sólo los humanos crean y asignan valor y localización social a las categorías”. De manera similar, ONGs enfocadas en los derechos de las personas intersexuales como Intersex Human Rights Australia y la Advocates for Informed Choice (InterACT) mantienen el uso de la cifra de 1,7%, no sólo porque encuentran que reúne mejor las experiencias y estigmatización que sufren muchas personas por sus rasgos sexuales innatos, más allá de ambigüedades genitales, sino también como un reconocimiento a individuos como los excluidos por el enfoque médico de Sax, y que también han contribuido al desarrollo del activismo por los derechos intersexuales a través de la historia.

Regresando de nuevo al mapa conceptual de SciAm, queda más claro así que las críticas recibidas en cuanto a la inclusión de varias condiciones cromosómicas en el espacio de la intersexualidad ocurren porque, mientras los autores parten desde el criterio multifactorial del desarrollo sexual, sus críticos se enfocaron principalmente desde la ambigüedad genital al momento de la asignación de sexo. Y es que, citando al sociólogo David Griffiths y la activista intersexual Miriam van der Have, Fausto-Sterling explica en el mencionado epílogo que el criterio de Sax pasa por alto los múltiples factores y aspectos del desarrollo sexual, reduciéndolo a un enfoque médico de genitales y asignación de sexo que ignora todo el aspecto social que desencadenan tales factores en la experiencia individual dentro del marcado binarismo social.

Ese es el mayor problema de posturas como la de Sax, o críticas como las de Wright, Coyne o Dawkins, e incluso algunas que manifesté yo mismo antaño: en su esfuerzo por simplificar el concepto de la intersexualidad al campo médico y genital/cromosómico, pasan por alto no sólo otros niveles de determinación, sino también la forma en que los factores sexuales se integran en la diferenciación individual, y cómo esto impacta no sólo en el fenotipo expresado, sino también en la dimensión psicológica de la persona, y su relación con la sociedad de la que hace parte. Esto no es poca cosa. No se trata de proponer un tercer sexo, como sugieren Coyne o Wright al preguntar por un tercer gameto humano, o aceptar “83 géneros”, una cifra que suelta Dawkins sin ningún respaldo en su artículo reciente al intentar responder qué es una mujer, y que parece algo salido de los peores trinos de Dross. Es comprender que el sexo, dimórfico y binario como es en general en el ser humano, es resultado de distintos factores que dan lugar a una diversidad pequeña, es cierto, pero significativa dentro de la expresión fenotípica sexual y la identidad y expresión de género en nuestra especie. Y eso no rompe con “la binaridad fundamental” que describe Wright.

Entender la relación entre factores de determinación y diferenciación sexual como un espectro de combinaciones entre los dos sexos (o sexo bimodal, como lo llama Steve Novella) es un enfoque no exento de cuestiones, como vimos, y sin duda necesita pulir detalles en cuanto a su representación y terminología. En lo personal, prefiero evitar hablar de sexo bimodal, pues incita a una confusión innecesaria y señalamientos facilistas de colegas perezosos. Pero lo que debe admitirse es que el enfoque de factores multimodales es mucho más integrativo y robusto que fijarse sólo en los tejidos gonadales o el arreglo cromosómico. Es un verdadero vistazo a esas infinitas formas que muchos dicen buscar con asombro en la naturaleza a través de la ciencia, pero a las que extrañamente cierran las puertas al hallarla. Y un esfuerzo de integrar no sólo la genética y biología pura tras la sexualidad en el ser humano, sino también el cómo esta se refleja y retroalimenta con la compleja red de interacciones sociales que hemos mantenido a través de milenios.

La importancia de la dimensión psicológica

En este punto, quizás se pregunten: “¿de verdad es necesario abordar la sexualidad humana en distintas dimensiones? Al fin y al cabo, si dicen que todos los aspectos de nuestra sexualidad tienen una base biológica, ¿qué falta hace esquematizarla teniendo en cuenta la psicología y la sociedad?”. Y es una pregunta válida. Dije antes que las dimensiones son aspectos condicionantes, y que en diferentes proporciones aportan a cada aspecto de la sexualidad. Esto es porque, si bien las dimensiones psicológica y social también tienen raíces biológicas, en tanto al desarrollo neurológico y conductual de nuestra especie, cada una abarca más allá de los sistemas y factores de determinación sexual. Y esto es porque, grosso modo, la psicología abarca nuestra identidad individual, el cómo nos vemos a nosotros mismos y cómo nos relacionamos con otros individuos, mientras que la sociedad y la cultura tienden a establecer y guiar patrones de conducta a los que se espera que respondamos de acuerdo a nuestra identidad sexual (digo “sexual”, en el sentido de abarcar tanto sexo asignado y visible como la identidad de género), con las cuales interactuamos y nos portamos a nivel de comunidad.

Por esta características externas, ambas dimensiones van más allá de nuestros genes o nuestro cuerpo individual; son entonces, si quieren verlo así, un fenotipo extendido (el que entendió, entendió), donde a primera vista importa menos cómo se dio la diferenciación durante el desarrollo embrionario. Aquí es donde yace la importancia del modelo biopsicosocial de la sexualidad: considera no sólo las generalidades de la determinación sexual, sino cómo los factores se alinean en el sexo individual, cómo se expresa esto en el desarrollo psicológico y los esquemas sociales, y de qué forma la comprensión de nuestra sexualidad ha ido moldeando jerarquías, roles y expectativas generales en torno al género, evolucionando por supuesto a través del tiempo, entre más comprendemos las bases evolutivas de nuestra conducta sexual y no sexual. Es un modelo integrativo que se antoja ausente en muchas de las críticas recientes elevadas en debates sociales sobre las personas transgénero, cuando debería ser una herramienta desde la cual partir para realizar observaciones más robustas sobre aspectos a mejorar en el activismo trans.

Ya que estamos hablando de determinación y diferenciación, voy a detenerme entonces en la dimensión psicológica, y cómo la biología influye en el desarrollo neurológico sexual. En el pasado he comentado que existen ciertos dimorfismos a nivel cerebral entre hombres y mujeres, aunque no se hable netamente de cerebros masculinos o femeninos. Ahora, ¿qué significan entonces tales dimorfismos? ¿Y cómo se relaciona esto con la orientación sexual y la identidad de género? Veamos.

Un eje clave para tener en cuenta en la neurología del sexo es que la diferenciación sexual no es un proceso único, sino secuencial a lo largo del desarrollo embrionario: es decir, hay caracteres sexuales que se diferencian antes que otros. En nuestra especie, la diferenciación ocurre en cuatro pasos: la constitución del sexo cromosómico, la diferenciación gonadal, la diferenciación de los tractos genitales internos y externos, y la diferenciación del cerebro. Descontando los cromosomas, la diferenciación gonadal es, por supuesto, la más temprana, iniciando hacia los dos meses de gestación. Es fundamental, ya que son las gónadas las que secretan los esteroides sexuales que diferenciarán los tejidos del embrión. Por otro lado, la diferenciación sexual del cerebro inicia durante la segunda mitad del embarazo, en un período crítico que involucra señales sexo-específicas y mecanismos celulares específicos a regiones del cerebro. Y por la ventana de tiempo entre ambos, es claro que la diferenciación sexual del cerebro es un evento de diferente influencia a la diferenciación gonadal. A pesar de ello, en la vasta mayoría de los individuos de nuestra especie, los rasgos sexuales del cerebro están alineados con sus cromosomas y gónadas.

Esquema de la diferenciación sexual en el cerebro, considerando la expresión del factor Ptf1a. Fuente: Fujiyama et al., 2018

Pero, ¿a qué me refiero con diferenciación sexual del cerebro? ¿Existen entonces diferencias discretas entre el cerebro masculino y el femenino?

Respuesta corta: sí, pero no.

Respuesta larga: desde inicios del siglo XX, se han observado diferencias sexuales entre los cerebros, con los masculinos teniendo un volumen algo mayor. En décadas recientes, gracias a los avances de la neuroanatomía y la neuropsicología, la investigación sobre diferenciación sexual del cerebro ha encontrado rasgos en la estructura y función cerebral que difieren entre sexos, como circuitos neuronales, marcadores bioquímicos en el hipotálamo, diferencias entre regiones cortico-subcorticales del encéfalo y el volumen de la amígdala o de sus regiones, diferencias que además se hacen más marcadas por acción hormonal durante la pubertad y la madurez sexual. Y por si no lo saben, por ejemplo, la amígdala es una región del cerebro responsable de funciones como el almacenamiento de reacciones emocionales y procesamiento de estímulos visuales, y que también se relaciona con diferentes respuestas a determinadas situaciones (por ejemplo, la tendencia a mayor agresividad en varones, o ser menos comunicativos en situaciones de tensión), así como a condiciones de desarrollo neurológico que presentan diferentes tasas entre sexos (como el autismo o el TDA/H).

Sin embargo, el papel que cumplen las diferencias neurológicas en las diferencias conductuales y respuestas sexuales entre sexos aún es tema de estudio. Primero, no olvidemos que nuestra conducta es bastante plástica, por lo que la presencia de rasgos únicos a cada sexo no descarta la plasticidad del desarrollo neurológico. Además, no es fácil distinguir si las diferencias sexuales en la prevalencia de condiciones neurológicas son reales o sólo artefactos estadísticos y sesgos en la praxis (un estudio reciente en TEA sugiere esto); y también es cierto que los roles de género a nivel social pueden influir bastante en la tendencia de ciertas respuestas emocionales entre sexos. Por otro lado, aunque la diferenciación sexual durante el desarrollo se da a nivel de rasgos únicos del sexo, durante la pubertad existen señales sexo-específicas que también actúan reduciendo las diferencias cerebrales. Finalmente, el trabajo de la neuropsicóloga israelí Daphna Joel sugiere incluso que el cerebro humano suele ser más un “mosaico” de rasgos, y son muy pocos los que contienen rasgos enteramente masculinos o femeninos –aunque hay que admitir que su obra es ampliamente cuestionada a nivel académico-. En síntesis, aunque existen diferencias apreciables y rasgos únicos entre sexos en la estructura y funcionalidad cerebral, y esto obviamente influye a nivel sexual y conductual, no son necesariamente determinantes a nivel de respuestas individuales.

Marco balanceado de las diferentes variables y factores que intervienen en la diferenciación sexual. Fuente: McCarthy & Arnold (2011).

Y, ¿podemos relacionar esto con las orientaciones sexuales y la identidad de género? Bastante. Se proponía desde los 70 (y hablo de una época donde la homosexualidad todavía era considerada una enfermedad) que la influencia de hormonas prenatales durante la diferenciación sexual del cerebro modificaba las estructuras neurológicas responsable de comportamientos y respuestas sexuales; con los avances tecnológicos en neuroimágenes y tomografías de alta calidad del cerebro, se han identificado diferencias estructurales en regiones del cerebro asociadas con la orientación sexual, como el volumen de materia gris o la conectividad funcional, en individuos homosexuales, así como una diferenciación sexual menos distintiva. Como con las diferencias conductuales –y dado que la orientación está compuesta por identidad, atracción y conducta-, si bien no son determinantes, sí que es claro que las orientaciones sexuales no heterosexuales, basados en la información sobre neuropsicología, neuroanatomía y genética (info sobre esto último en esta entrada), están configuradas prenatalmente.

Análisis morfométrico del cerebro de individuos heterosexuales vs. homosexuales. Fuente: Votinov et al., 2021

¿Qué hay sobre la identidad de género? Si bien este campo está menos trabajado, y voy a reservarme algo más de información para la próxima entrada, la evidencia disponible hasta ahora también apunta a que la identidad de género está configurada a nivel prenatal, y durante la pubertad, los circuitos neuronales construidos durante el desarrollo son activados por la alta producción de hormonas sexuales. Y como mencioné previamente, el desarrollo y diferenciación sexual del cerebro ocurre posterior a la diferenciación gonadal, por lo que no es inesperado que ambas estructuras lleguen a diferenciarse en procesos incongruentes. Es decir, dada la forma secuencial en que ocurre la diferenciación sexual, es perfectamente natural que en ocasiones, el cerebro se diferencie estructuralmente hacia un sexo que no corresponde con el arreglo cromosómico o la diferenciación gonadal. Que siendo genéticamente varón tu cerebro esté “feminizado” y viceversa, vamos.

Comparación estructural del núcleo de lecho de la estría terminal (BNST). Fuente: Identiversity.org

Y sabemos que, sea cis- o transgénero, la identidad de género es inalterable de nacimiento gracias tanto a estudios neurológicos y –tristemente- experimentos nada éticos como por la información que vemos a partir de condiciones intersexuales. Por ejemplo, en el caso de los “güevedoces”, son criados como niñas en sus casas, pero tras la pubertad muchos (~60%) asumen una identidad masculina; a nivel cultural son reconocidos como un tercer sexo. Los individuos con SIA completa suelen tener no sólo una identidad femenina (aunque ahí es difícil separar la influencia de la crianza en su expresión), sino que además, su orientación sexual está alineada con su identidad: es decir, son heterosexuales. Y esto no sólo refleja las bases biológicas de la identidad de género, sino su distinción de la orientación sexual en sí, minando los argumentos de algunos “trans-escépticos”. Pero, repito, profundizaremos al respecto en las próximas entradas de esta serie.

Un esquema simple para integrar todo lo que he descrito hasta ahora, no sólo en esta sección si no a lo largo de esta entrada, es el genderbread person o persona de génerogibre, un juego de palabras con gingerbread, jengibre, y gender, género. En esta ilustración, tenemos incluidos tanto la identidad de género como la expresión de género, la orientación sexual y el “sexo biológico” (entendido como el conjunto de rasgos genéticos y cromosómicos del desarrollo), cada aspecto en un continuo por sí mismo. Es un esquema simplificado, y con detalles que podrían arreglarse (de nuevo, la idea de cada aspecto de la sexualidad parece demasiado lineal), pero es bastante práctico a la hora de explicar la variabilidad en la sexualidad humana individual.

Conclusiones

Retornemos al punto del que habíamos hablado antes, la importancia de tener en cuenta toda esta información neurológica y neuropsicológica dentro del modelo biopsicosocial de las dimensiones de la sexualidad. Imaginemos una persona con SIA completo: fue asignada como mujer al nacer, creció y fue criada como mujer, ha vivido como mujer, se reconoce como mujer. Tiene cromosomas XY, y testículos que ya fueron removidos, pero eso no es algo que alguien pueda ver a simple vista, y no van a tomarle cariotipos cada vez que vaya a una cita. Para efectos personales y sociales, es una mujer.

Pero según la frase final del desafortunado artículo de Dawkins en The New Statesman, eso no importaría, porque “una mujer es una hembra adulta humana, libre de cromosomas Y”. Esta mujer con SIA es estadísticamente rara en nuestra población, así que no debería influir nuestra comprensión de lo que significa ser mujer, de acuerdo con la biología, ¿cierto? Por respeto y consideración la tratamos como mujer, claro, pero a nivel de lo que sabemos sobre el desarrollo y la diferenciación sexual, es simplemente una anomalía estadística.

No obstante, si el lector ha seguido con paciencia este texto, notará que todo el proceso de diferenciación sexual en nuestra especie es mucho más complejo que el sistema de determinación o los cromosomas, y que la forma en que la persona se reconoce y se identifica a sí misma viene también de este desarrollo. Por esta razón es que tampoco me gusta la frase de “sexo biológico” por fuera de la sociología: es tautológica. Todos los aspectos de la sexualidad tienen una base biológica de una u otra forma, y eso incluye la identidad de género. E ignorar esto es ignorar lo que son variaciones fenotípicas como cualquier otra dentro de nuestra especie, como la estatura o el tono de la piel; el cerebro, el órgano sexual por excelencia, no es ajeno a tal variabilidad. Decir que esta mujer con SIA no es una mujer por tener un cromosoma Y requiere pasar por encima de volúmenes de información sobre desarrollo y neurobiología, y eliminar groseramente el hecho de que somos además una especie social, que funciona y se integra en comunidad, en primer lugar, percibiendo sensorialmente a los semejantes. Esto es biología, no ideología.

Ahora, podrían decirme que no es una situación equivalente a una persona transgénero. Después de todo, el SIA es una TDS asociada a una mutación en los receptores de andrógenos, y que en un escenario completo transforma no sólo neurológica, sino también físicamente al individuo. En contraste, podría alegarse que una persona transgénero “sólo” es diferente neurológicamente. ¿Debería eso bastar para reconocerle con un género distinto a su sexo asignado? Bueno, en próximas entradas hablaremos no sólo de la ciencia, sino de la historia médica, social y política de las identidades sexuales y de género, para intentar responder a esa inquietud.

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Próxima entrada: historia y luchas de la diversidad sexual

 

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