Falacias univariadas en torno a la salud mental

 

Introducción

Desde el inicio de la pandemia, una preocupación recurrente a lo largo del mundo ha sido el incremento de casos de depresión, ansiedad y otras condiciones que amenacen la estabilidad mental y emocional de millones de personas debido al aislamiento obligatorio. Era una inquietud bien fundada, pues como expliqué hace meses una especie social desarrollará muchos problemas si se ve impedida de manera prolongada de interactuar con personas cercanas. La actual situación global enfatizó la importancia de la salud mental en el individuo, y lo mucho que se ha ignorado en entornos laborales y estudiantes; no tengo que enfatizar mucho al respecto, ya que mis lectores saben bien que soy desde el año pasado uno de tantos pacientes.

Por supuesto, esto también ha hecho fluir muchos prejuicios y confusiones en torno a la depresión y otros trastornos mentales, pues como saben es una de las problemáticas de salud más estigmatizadas a nivel social. Frases como “las enfermedades mentales no existen”, “eso es falta de ocupación”, “no es depresión, sólo son pensamientos tóxicos”, “en mis tiempos hacían bullying y nadie se deprimía” y cosas similares son esgrimidas por personas que por, digamos, tener acceso a circunstancias más fáciles no han experimentado de cerca o de primera mano una crisis emocional ni un trastorno neurológico. Y como toda visión prejuiciosa o imprecisa, busca defenderse a través de un argumento superficialmente científico pero que encierra una generalización falaz: que el denominado desbalance químico no tiene ningún efecto en nuestra mente, porque la mente en sí no es física. Ergo, las enfermedades mentales no existen.

Hay muchos problemas con este enfoque, pero en general no es más que la fuerte aplicación de una falacia univariada, aderezado con un poco de teoría de conspiración. Lo cual es natural puesto que desde la ciencia aún se tiene dificultad en saber transmitir la información a la población que no vive en laboratorios. Para ir desgranando todo esto, debemos distinguir entre tres conceptos de salud que son importantes para comprender este tema, cómo se relacionan con la salud mental, por qué el tema del desbalance químico no se debe tomar como una respuesta a un problema univariado, y por supuesto la insufrible dualidad mente-cuerpo.

Repaso veloz

¡Esperen, que quedó algo al aire! Para quienes no hayan leído esta entrada sobre el mal cubrimiento y la desinformación generada en torno a un estudio genético a gran escala del comportamiento homosexual, les explico que la falacia univariada es un término acuñado por el biólogo evolutivo Colin Wright para definir el razonamiento erróneo de tratar de explicar un problema complejo y multifactorial a través de una única variable (por ejemplo, la ya desechada idea de un único “gen gay”). Como es obvio que un solo rasgo no puede cubrir una multitud de factores, no se puede asociar todo el problema a esa única variable, y por consiguiente se asume por error que en general la variable no influye.

Aportando mi observación personal, creo que es una de las razones por la cual es tan fácil para los seres humanos aceptar teorías de conspiración: una vez que reconocemos un patrón específico en lo que, por otro lado, es un escenario más aleatorio –lo que conocemos como pareidolia-, la sencillez de este único patrón como causa de una situación más compleja se queda con nosotros. Por citar un ejemplo, es mucho más fácil decir que Estados Unidos ha provocado todas las tragedias previas a su entrada a un conflicto geopolítico que tomarse la molestia de comprender el escenario histórico que dio lugar a cada conflicto bélico y las implicaciones previas y posteriores a cada una de las mencionadas tragedias -por si acaso, les dejo también esta entrada refutando un meme con esa tendencia falaz-.

El cerebro humano es, por supuesto, una de las estructuras orgánicas más complejas que se ha estudiado, al punto que hay diferentes campos asociados a su fisiología y funcionamiento. Siendo el timonel del Homo sapiens, se encarga no sólo de procesar todos los estímulos sensoriales que son captados por nuestros diferentes sentidos, sino que además es la fuente del razonamiento deductivo, el pensamiento y la consciencia. Por lo tanto, como un órgano que se ve influido tanto por factores orgánicos internos como por estímulos externos (sensaciones, experiencias, interacciones), existen diferentes factores que pueden afectar la forma en que se desarrolla la consciencia y muchos atributos de nuestra mente, factores que a menudo pueden ser ignorados por quienes buscan una explicación específica que ayude a resolver alguna situación anómala como un trastorno.

Distinguiendo conceptos fundamentales

Un detalle importante a tener en cuenta es que, cuando se habla de la mente, hay una fuerte confusión en cómo entendemos los escenarios anómalos o divergentes. De hecho, es frecuente que palabras como trastorno o síndrome sean entendidos indistintamente en neurológicos como sinónimos de “enfermedad” por el público no informado: el Asperger sería una enfermedad, la esquizofrenia sería una enfermedad, el autismo es una enfermedad, y la “sociopatía” es una enfermedad. No obstante, si bien todos son términos que entendemos asociados a una falta de salud o de un patrón normal, es importante comprender que a nivel clínico no son idénticos, lo que guarda una especial importancia cuando hablamos de la psicología. Para comprenderlo, me parece que este artículo del psicólogo Arturo Torres hace una exposición bastante detallada y a la vez sencilla.

Empieza explicando lo que es un síntoma, la expresión de un estado anómalo que puede o no estar relacionado con un problema de salud, lo cual es la base para distinguir entre enfermedad, trastorno y síndrome. Por ejemplo, a partir de ahí, se entiende un síndrome como un conjunto de síntomas, identificado con un cuadro clínico, pero donde algunos síntomas pueden atenuarse o desaparecer: de ahí que al Asperger se le llamara síndrome, puesto que, si bien presenta muchas dificultades a nivel de interacción social y patrones conductuales, a través de terapia y entrenamiento varios de estos comportamientos pueden manejarse.

A su vez, la enfermedad es un cuadro clínico con un conjunto de síntomas asociados, pero a diferencia del síndrome, debe presentar también cambios reconocibles en el cuerpo, una causa biológica conocida, o ambos casos; por ejemplo. El Alzheimer, por ello, es llamado enfermedad, ya que consiste en el deterioro de las conexiones neuronales, lo cual va generando una pérdida progresiva de la memoria y las capacidades cognitivas y motoras, y del cual se puede observar un cambio importante a nivel del cerebro, tanto por la pérdida de neuronas como por la reducción de masa en algunas zonas. Y aunque no se conocen del todo sus causas claras, se sabe que al menos hay una fuerte influencia de factores genéticos en el riesgo de desarrollar el cuadro clínico.

Comparación entre el cerebro de un paciente sano y el de un paciente con un estado avanzado de Alzheimer.

Con trastorno es un poquito más complicado. En un sentido clínico no específico, es una alteración del estado de salud que puede estar o no causado por una enfermedad. Cuando se habla de psicología y neurociencia en particular, se llama trastorno mental tanto a un cambio desadaptativo que afecta procesos mentales como a un desequilibrio cuyas causas pueden deberse a una asociación entre rasgos estáticos (genética, neuroanatomía, etc.) y procesos de interacción con el entorno (estímulos sensoriales, interacción con otras personas, etc.). Poniéndome como ejemplo para explicarlo, el ser autista significa que tengo algunos problemas a nivel de interacción social, comunicación verbal y no verbal, y patrones ritualizados de conducta (esos son rasgos de origen estático); por otro lado, varias experiencias difíciles durante mi etapa temprana y otras posteriores acentuaron algunos de esos problemas, y ante las dificultades para procesar escenarios de tensión o fracasos percibidos, hay un mayor riesgo para mí de entrar en crisis emocionales y episodios prolongados de depresión.

Aquí es donde yace parte de la disyuntiva sobre la existencia de las “enfermedades mentales”: mucha gente desconoce que, en su mayoría, casos como la depresión o el autismo son trastornos, no enfermedades, por lo cual se escapan muchas veces los diferentes factores que interactúan en el desarrollo o impacto de diferentes síntomas, y por supuesto son condiciones que no se curan. Se pueden atenuar o controlar algunas de sus expresiones, con o sin medicamentos (a eso llegaré en el siguiente apartado), pero son condiciones neurológicas que siempre estarán presentes, lo cual puede ser frustrante para un padre que desea ver cómo su hijo se porta y se desarrolla como un infante típico. Y claro, quien no comprende esto ni lo ha experimentado busca una respuesta única al por qué es tan difícil “curar” esas “enfermedades”, llegando a ideas de que los medicamentos no sólo no funcionan, sino que además son la forma en que se agravan los malos pensamientos de un paciente hasta que somatice una supuesta enfermedad.

Sobre el desbalance químico y la medicación

Aquí entro en un tema aún más complicado, pero trataré de hacerlo lo más sencillo posible para el lector sin sacrificar rigurosidad en la materia. Si bien no trabajo en áreas de neurociencia ni psicología, a través de las psicoterapias que he llevado durante este año he podido intercambiar muchas ideas y conceptos importantes, los cuales he corroborado con lecturas adicionales de otras fuentes y nociones de fisiología, una materia importante en biología. Por lo tanto, me enfocaré especialmente en el tema de la depresión y la ansiedad, que son de las condiciones más desdeñadas por los “escépticos de la psicología”.

Hablemos primero del desbalance químico. Este enfoque surgió durante la década de 1950 para explicar el origen y causa de diferentes condiciones de salud mental. La comunicación neuronal es facultada en parte por diferentes químicos naturales presentes en el organismo, llamados neurotransmisores, entre los cuales los más importantes asociados a la depresión son la dopamina (llamada “hormona del placer”, pero en un sentido más técnico es responsable de la percepción de estímulos como fuentes de recompensa o peligro), la serotonina (moduladora de diferentes estados mentales como el ánimo y el sueño, así como algunos procesos fisiológicos) y la noradrenalina (importante en la respuesta a situaciones de estrés o peligro). De acuerdo con la hipótesis del desbalance, cuando estos neurotransmisores se encuentran a niveles bajos en el cerebro contribuyen a condiciones como la depresión, la ansiedad o el trastorno bipolar, entre otras.

Diagrama de algunos neurotransmisores asociados a diferentes trastornos y enfermedades mentales.

No obstante, con esta hipótesis hay mucho de mala interpretación y estigmatización insidiosa, en especial de quienes cuestionan la psicología y -sobre todo- la psiquiatría (en torno a esta última hay inquietudes válidas, pero por cuestiones de enfoque no las analizaré aquí), empezando porque jamás fue tomada como una teoría central e infalible de los trastornos mentales. Lo que ocurrió fue que muchos psiquiatras en décadas posteriores enfatizaron de forma excesiva las hipótesis de desbalance químico a la hora de ejercer tratamientos, pero como campo de investigación la psiquiatría jamás buscó reducir la etiología de los trastornos mentales estrictamente al desbalance químico, e incluso los autores de la hipótesis de neurotransmisores reconocieron que no se podía establecer una relación causal con los trastornos mentales de forma concluyente. En realidad, desde hace décadas se mantienen diferentes enfoques en torno al llamado modelo biopsicosocial (en inglés, BPS), dentro del cual trastornos como la depresión y la ansiedad son causadas por una conjunción de factores como niveles de neurotransmisores, vulnerabilidad genética, eventos traumáticos en la historia de vida e incluso por la influencia de algún medicamento destinado a tratar otra condición de salud.

Decantemos estas ideas. Recuerden que somos animales –sí, racionales, autoconscientes y reflexivos, pero animales, al fin y al cabo-, y mucho de nuestras conductas y respuestas a estímulos sensoriales son las que se esperan de otro ser vivo en una situación de tensión. En los albores de nuestra especie, al encontrarse con un depredador o una situación de peligro el cuerpo generaba una oleada de adrenalina, lo cual provocaba respuestas fisiológicas (aumento de la frecuencia cardíaca, sudoración, incremento de la percepción sensorial) que preparan al cuerpo para luchar o huir, lo cual era fundamental si queríamos sobrevivir. Con el tiempo nuestra especie dejó los entornos naturales y creó las ciudades y complejas estructuras sociales, pero los mecanismos de supervivencia permanecieron, sólo que ahora pueden activarse como respuesta a inquietudes como el dinero, el trabajo, las relaciones o algo tan simple como cruzar una calle.

Señales físicas de la reacción de lucha o huida.

Es normal, entonces, que ante un escenario social de tensión, como presentar un examen o interactuar con desconocidos en una fiesta, haya una reacción de ansiedad que por lo general se disipa al poco tiempo. Sin embargo, en condiciones como el trastorno de ansiedad generalizada, las fobias o la ansiedad social, las respuestas a un estímulo de tensión son prolongadas o desproporcionadas en comparación al estresor, y por lo tanto se generarán cuadros sintomatológicos como una inquietud constante, sensaciones frecuentes de preocupación, irritabilidad, dificultad para conciliar el sueño, entre otros. La ansiedad crónica a menudo también está asociada con la depresión, dado que en situaciones de estrés puede ocurrir una baja respuesta hormonal, en este caso de la serotonina, lo cual afectará a otros neurotransmisores como la dopamina o la noradrenalina, y es muy frecuente que la ansiedad sea un síntoma de un trastorno depresivo –ahora, por qué ocurre esta baja respuesta de neurotransmisores, esa es otra incógnita-: es como si nuestro cuerpo se sintiera en peligro constante, a pesar de que nuestra vida no esté en riesgo inmediato.

Pero si en efecto hay una fuerte asociación de los neurotransmisores con estos trastornos mentales, ¿por qué se observa un diferente margen de éxito en el tratamiento farmacológico a diferentes pacientes con depresión? Porque con mucha frecuencia, los medicamentos como antidepresivos o ansiolíticos son útiles para combatir los síntomas, pero no afecta directamente las causas subyacentes. Aquí es donde el enfoque multivariado toma lugar, porque hay fuertes indicios de que estas condiciones se ven influidas por vulnerabilidades genéticas, pero también por factores sociales como malas experiencias durante la infancia y la adolescencia, donde el desarrollo de una personalidad sana es fundamental, e incluso a diferentes experiencias más recientes, como relaciones fallidas o “fracasos” profesionales. A menudo, estos problemas durante el desarrollo generan errores cognitivos en nuestra autopercepción y valoración de nuestras cualidades y potencial, y ante una situación social de estrés, esas visiones erróneas generan pensamientos automáticos y prejuiciosos con nosotros mismos que se somatizarán en una respuesta fisiológica anómala y difícil de controlar conscientemente, conduciendo a colapsos emocionales y crisis de ansiedad.

¿Significa eso que los psicotrópicos no funcionan? En absoluto: lo que el modelo biopsicosocial nos dice es que, si bien se puede controlar la expresión de síntomas con medicación, si no hay una exploración y trabajo de posibles traumas personales que estén disparando nuestra respuesta fisiológica, y el desarrollo de mecanismos de afrontamiento y manejo ante situaciones futuras de tensión, los síntomas pueden volver a manifestarse y generar nuevas crisis emocionales. Por ello es que el tratamiento de la depresión suele incluir una combinación de medicamentos y psicoterapia: es necesario combatir los problemas de raíz que producen síntomas de depresión y ansiedad, pero si hay un desbalance químico constante, la medicación puede ayudar a controlar los síntomas, en especial cuando hay un colapso emocional especialmente fuerte que no da mucha espera. Y por supuesto, si la depresión es causada por otras condiciones médicas como deficiencias nutricionales, trastornos endocrinos o algunas infecciones, identificarlas y tratarlas debería generar la reducción o el cese de los cambios de ánimo.

Decir que los trastornos mentales no existen, porque el desbalance químico no explica por sí solo la depresión, es tan absurdo como esperar que un único gen explique una conducta tan compleja como el comportamiento homosexual. Es cierto que puede haber una importante influencia de “pensamientos tóxicos” o, más correctamente, creencias centrales irracionales que ante una situación de tensión generan pensamientos automáticos negativos que son somatizados por nuestros mecanismos de supervivencia, pero combatirlos requiere muchísimo más trabajo que sólo “pensar positivo” o decirle a alguien “¿por qué te deprimes? Si tienes mucho en la vida de lo que estar orgulloso”. Necesita de un trabajo profesional constante y detallado que sí, requiere muchas veces de un apoyo farmacológico para ayudar a paliar los síntomas externos más fuertes. Trabajar una condición con raíces multivariadas necesita de un enfoque integrativo, no de una visión reduccionista y falaz.

Sí, la mente es “física”

Esto se sale un poco de la discusión sobre psicología y psiquiatría, pero lo menciono porque un comentario que vi en Internet sobre la supuesta conspiración de “Big Pharma” mencionaba que la mente no es física y por lo tanto no se puede enfermar, así que la medicación no es necesaria. Aquí tenemos la expresión de un problema filosófico y ontológico que, a pesar de los avances en neurociencia y psicología evolutiva, aún se mantiene vigente: el problema mente-cuerpo planteado por el filósofo René Descartes, es decir, el debate sobre la relación de la conciencia y el pensamiento con el cuerpo físico, el cómo una mente al parecer inmaterial interactúa con el cerebro material.

En concreto, al decir que la mente no es física, esta persona estaba asumiendo una postura dualista sustancial, según la cual la mente y el cuerpo son dos entidades independientes y sustancialmente diferentes (después de todo, no podemos “sentir” nuestra mente como algo físico), y que cada una puede existir sin la otra. El problema es que, si ambas son diferentes en sustancia e independientes, ¿cómo es que interactúan entre sí? Porque al hacerlo, significa que hay una entidad que puede ser reductible a la otra a través de su interacción, y en tal caso no podríamos interpretarlas como independientes.

La verdad es que la filosofía analítica ya refutó hace tiempo los postulados de Descartes, en especial el filósofo Gilbert Ryle, quien a través de su trabajo El concepto de lo mental expuso que la debilidad de la teoría cartesiana es que se basa en un error categórico; es decir, confunde las propiedades de ambas entidades como si fueran parte de una misma categoría lógica, cuando en realidad hay descripciones de eventos mentales que no se corresponden con las expresiones que describen eventos físicos. Yo sé que suena un poco difuso, pero veámoslo con el ejemplo de Oxford (una universidad sin un campus específico) que menciona Ryle: un visitante llega a Oxford y visita los distintos edificios, bibliotecas y laboratorios, conoce estudiantes y docentes, y pregunta al final “¿Dónde está la universidad?”. Pues, está en todos esos elementos. Extrapolando, lo que este ejemplo explica es que la mente es un conjunto de habilidades y disposiciones (por ejemplo, querer algo; en Oxford, serían los edificios, laboratorios, docentes…) que explican comportamientos determinados (conocer, sentir, etc.; para Oxford, las actividades que surgen de los elementos mencionados), pero como conjunto no puede entenderse como uno de procesos puramente mentales, tal como la Universidad de Oxford, por más abstracta que sea, no se separa de sus elementos físicos. Por ello, más que enfocarse en qué es la mente, la filosofía analítica se centra más en cómo funciona la mente.

Aquí es donde la neurobiología, la bioquímica y la psicología evolutiva han trabajado para descartar a Descartes (pun not intended). Como ya hemos visto a lo largo de esta entrada, los diferentes procesos mentales como emociones, estados de ánimo, pensamientos y recuerdos se encuentran asociados a la conjunción de procesos neuronales del cerebro: es decir, los procesos mentales son procesos neurológicos que se manifiestan a partir de la materia, y por lo tanto no son independientes al cuerpo. Es por ello que tanto niveles anómalos de neurotransmisores (efecto interno) como estímulos a nivel sensorial o de interacción social (de origen externo, pero que generan respuestas internas) se asocian perfectamente a condiciones mentales como la depresión o la ansiedad: porque las emociones que son afectadas por estos factores también son procesos mentales. Así que contrario a lo que planteaba esta persona, la mente sí es física o, en un sentido más preciso, los procesos que la componen son manifestaciones del cuerpo físico. Y sí puede “enfermarse”, en el sentido de que un estado anómalo del cuerpo físico se reflejará en procesos mentales a su vez anómalos, o que una disposición anómala como una creencia central irracional afectará también los procesos subsecuentes.

Y por supuesto que aún hay incógnitas sobre si el enfoque de caracterizar eventos neuronales puede explicar la experiencia en primera persona durante un razonamiento lógico, o la percepción de la existencia propia, es decir lo que llamamos conciencia. Sin embargo, así como no se puede desechar un factor único por no explicar un problema multivariado en su totalidad, tampoco se pueden ignorar los alcances en neurobiología y psicología evolutiva porque persistan algunos interrogantes. Es posible que a futuro haya una teoría neurológica que explique la consciencia con bases fundamentadas, pero que aún no se tengan del todo no despoja de importancia al papel físico del cerebro en los procesos mentales asociados a la salud.

Conclusiones

Como he mencionado muchas ocasiones en el blog, es comprensible que el ser humano busque explicaciones únicas y específicas a los fenómenos que no puede comprender. De ahí nace el pensamiento religioso, por ejemplo, y de ahí también nacen las teorías de conspiración y la visión estrecha que se suele tener en torno a las condiciones mentales, aun cuando se trata de trastornos y síndromes en lugar de enfermedades. El problema, por supuesto, es que, por más tentador que sea tener una solución mágica a un problema complejo, la interacción de los diferentes factores y variables es una realidad prácticamente irreductible que escapa a esa idealización.

Si alguno de mis lectores se encuentra con este tipo de comentarios de que la depresión no existe, o que todo es una conspiración de Big Pharma, les aconsejo de corazón que no les hagan caso. Son personas que no puede comprender la complejidad multivariada de la naturaleza de la mente, que buscan reducirla a un único argumento, y sus comentarios pueden poner en riesgo a personas que las tomen sin un juicio crítico. Si usted siente que su estabilidad emocional lleva mucho tiempo, o que lleva una honda melancolía, desgano y pensamientos turbios que están interfiriendo con su diario vivir, busque ayuda.

Con esto termino. Desencanta un poco que haya tenido que surgir una pandemia para que buena parte del mundo reconozca la importancia de la salud mental y la forma en que la vida moderna la afecta, pero es importante que se empiecen a dar pasos por fin en la dirección correcta para manejar esta problemática. Saludos.

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