Do Say Gay: una revisión detallada sobre sexo y género (IV): una vela en tu corazón
Parte I: prefacio
Parte II: niveles
y elementos de la determinación sexual
Parte III: historia
y luchas de la diversidad sexual
Antes de iniciar: si son lectores que
gustan de escuchar música mientras leen, recomiendo que se pongan alguna
playlist de Garbage como experiencia conjunta.
Introducción
Habrán notado los lectores, desde la Parte I, que en esta serie sobre sexualidad y género he hecho cierto énfasis en el tema de la identidad de género y la comunidad trans. Y es porque, a la luz de los hechos alrededor del mundo, es quizás la minoría sexual más atacada y discriminada en las grandes sociedades. Esto no significa que los otros miembros en la comunidad LGBT+ no sufran de una discriminación sistemática, o que por algún milagro hayan desaparecido los estereotipos en su contra. Lo que ocurre es que a través de los ataques a la identidad de género (caricaturizada como “ideología de género”), muchos grupos conservadores han encontrado la forma de calar en la opinión general para empujar poco a poco otras medidas que supriman al resto de las identidades en el colectivo arcoíris, tal como está ocurriendo ahora en Estados Unidos.
Señalar este caso de ventana de Overton es complicado,
porque puede ser confundido fácilmente con un escenario de pendiente
resbaladiza, una falacia que curiosamente es esgrimida con frecuencia por
muchos de los propios activistas anti-trans al llamar groomers a las personas transgénero, o con la eterna insinuación de
que se busca normalizar poco a poco la pedofilia. Por ello, para cuestionar con
propiedad los argumentos y críticas esgrimidas por estos movimientos
reaccionarios, necesitamos primero hablar con profundidad en el presente
capítulo de lo que significa la identidad transgénero, su espacio dentro de la
sociedad, las ventajas y problemas en su propio activismo, y cómo se aborda a
nivel científico y médico la afirmación de la identidad individual en la
actualidad.
Para este capítulo, tengo entonces que abordar el tema
no sólo la neurociencia relacionada a la identidad de género y la terapia
afirmativa de género (TAG), sino también desde las tesis sociológicas
relacionadas con el activismo trans, lo que significa también leer sobre teoría
queer y constructivismo de género. Esto no debe tomarse como un apoyo
irrestricto a dichas tesis, sino que, a diferencia de varias figuras “críticas
de género”, que gustan de simplificar y caricaturizarlas sin darles una lectura
muy seria, considero que es necesario comprenderlas bien antes de señalar su
importancia, limitaciones y aspectos a mejorar.
¿Opción, sentimiento? El
realismo neurológico tras la identidad de género
“Pero, Pensador, ¿otra vez con el aspecto científico de la identidad de género? ¿No lo explicaste ya en las entradas anteriores?” Más o menos, pero es importante ser reiterativo en un tema del cual aún se desconoce mucho en la opinión popular. Además, si se fijan bien, en cada fragmento científico he ido más o menos de forma secuencial: los niveles de desarrollo biológico en la Parte II, y su estado en la ciencia médica y salud mental en la Parte III. En esta caso, tenemos que profundizar un poco más en lo que implica la influencia de diferentes niveles de diferenciación durante el desarrollo sobre la identidad de género, tanto a nivel neuroanatómico como en su expresión psicológica.
Tal como comentaba en la Parte II, la diferenciación
sexual en el cerebro ocurre posterior a la gonadal, durante el segundo mes de
embarazo, y es resultado tanto de la constitución cromosómica inicial como de
los esteroides sexuales y mecanismos celulares específicos. Así mismo, durante
el crecimiento y la pubertad, el trabajo fisiológico y hormonal no sólo reduce
los rasgos diferenciales entre sexos sino que también desarrolla los caracteres
sexuales secundarios y terciarios del individuo. Tanto la orientación sexual
como la identidad de género se asocian a diferencias estructurales bien
identificadas en estudios comparativos entre individuos heterosexuales y
homosexuales, así como entre personas cis y trans, y a configuraciones
prenatales de circuitos neuronales que se “activan” por la actividad hormonal
durante el desarrollo y la madurez sexual. Resumiendo, la identidad de género responde a factores genéticos y hormonales
prenatales.
El hecho de que se trata de un campo de estudio relativamente reciente hace que muchos académicos y científicos mantengan una visión más bien patológica de lo que significa la identidad de género. Por ejemplo, en su penoso artículo sobre sexo biológico para The New Statesman, Richard Dawkins menciona que “quienes se sienten sinceramente mal con su cuerpo merecen simpatía y respeto”, a la vez que referencia Conundrum, las memorias de la historiadora Jan Morris, en 1974, en un tono condescendiente donde la identidad transgénero es la disforia de género. Este, y otras piezas de opinión publicadas recientemente, donde reduce las críticas a su postura ambigua sobre las identidades trans a “hipersensibilidad paranoica” y las solicitudes de inclusión y lenguaje biosocial del activismo a “caprichos” y una “agresiva actitud autoritaria que insiste, de forma no muy inofensiva y sin sonar muy oprimida, en que el resto de nosotros debemos complacer esos caprichos y unirnos a ellos”, mientras defiende el nefasto trabajo de la periodista Helen Joyce, me dan a entender que Dawkins no está nada informado sobre la neurociencia sexual y el marco biosocial de trabajo en torno a la sexualidad y la identidad de género que han surgido desde el DSM-IV. Es quizás lo más amable que pueda decir del célebre biólogo evolutivo, pero las críticas a fondo sobre su postura y la de otros colegas en mi profesión llegarán en la siguiente parte.
Volvamos a la parte científica dura. Una de las dudas
más frecuentes, y una de las más manoseadas por transfóbicos y grupos
anti-género, es cuándo se define la identidad de género. Y al tratarse de una
experiencia de autoconsciencia, para muchos es difícil concebir que un menor de
edad pueda entender lo que son los sexos y el género como tal. Pero es una
objeción absurda: los niños pequeños pueden percibir aspectos de su identidad,
aun cuando no tengan las palabras o el conocimiento para comprender sus
complejidades. Por ejemplo, yo no recibí mi diagnóstico de autista sino hasta
los 28 años, pero desde muy pequeño sabía (y a la vez me lo hacían saber) que
era diferente en acción y reacción a otros niños, aunque no pudiese entender o
explicar el por qué. Y en efecto, los estudios en torno a la identidad de
género confirman que entre los dos y
tres años se desarrolla el sentido interno y personal del género, sea
coincidente o no con otros niveles del sexo: hacia los tres años, la identidad
está establecida y es, a efectos prácticos, inalterable.
Al respecto, la misma Morris abre Conundrum
con la siguiente frase:
“Tenía tres o tal vez cuatro años cuando me di cuenta que había nacido en el cuerpo equivocado, y que en realidad debía ser una niña. Recuerdo bien ese momento, y es la memoria más temprana de mi vida.”
De esta frase también tenemos que extraer otro comentario sobre la neurología tras la identidad de género. Una crítica que he visto con frecuencia en cuanto al lenguaje activista trans, pero que no pocas veces raya también en un descrédito contra el concepto de identidad de género en sí, es que el comentario de “nacer en el cuerpo equivocado” parte desde una concepción dualista sustancial: es decir, que los fenómenos mentales como la consciencia y la identidad no son físicos, y se tratan de una sustancia independiente al cuerpo físico. Al margen de que el dualismo sustancial es incorrecto (más al respecto en esta entrada), es una apreciación engañosa y deshonesta de lo que es simplemente una expresión metafórica de la experiencia subjetiva individual en torno a un fenómeno biopsicosocial, una fórmula lingüística que nació para explicar la experiencia trans desde una comprensión limitada de lo que era la identidad.
Y ojo: es subjetiva en el sentido de que está influida por la propia experiencia y percepción de la persona, pero parte desde una base objetiva, que es la configuración neurológica tras la identidad de género, y su influencia en las características psicológicas individuales. Esas son características que pueden y se han comprobado. Como dije en la Parte II de esta serie, hay evidencias neurológicas en varios estudios que señalan no sólo diferencias en rasgos neuroanatómicas que tienden a observarse de forma diferenciada entre cerebros masculinos y femeninos, aunque de forma no exclusiva –como sugiere el mosaico cerebral de Daphna Joel-, sino que además el cerebro de personas transgénero tiende a ser más similar en dichos rasgos al de personas cisgénero con la cual comparten identidad (es decir, una mujer transgénero será más similar neuroanatómicamente a una mujer cisgénero que a un hombre cisgénero), así como presenta características particulares a sí mismas. Es cierto que aún hay mucho por desarrollar al respecto de estos hallazgos, como qué tan comunes son dentro de la población transgénero, y la fortaleza de su relación causal entre las diferencias estructurales y la identidad, pero sí es comprobable desde hace tiempo que hay una base física y material de la cual se derivan los procesos cognitivos, y eso incluye la identidad. Asociar una simple metáfora de la experiencia transgénero a un supuesto dualismo mente-cuerpo como descrédito es deshonesto.
Una crítica más fuerte hacia el concepto de la identidad de género, y un poco más comprensible a nivel científico -una que exhibe el doctor Andy Lewis, creador del blog de “experimentos en pensamiento crítico” The Quackometer-, es que hasta donde sabemos, no existe el concepto de identidad de género en otras especies animales, y un rasgo exclusivo a los seres humanos es difícil de estudiar en modelos animales de investigación. Es cierto que hay especies donde encontramos individuos feminizados o masculinizados por procesos hormonales, tal como ocurre con el degú (Octodon degu) o el caso del macho faeder en el combatiente (Calidris pugnax), pero evaluar un sentido propio de identidad asociada a un concepto de origen biopsicosocial humano en especies preclínicas es prácticamente imposible. Lo que sí se puede hacer es estudiar el papel hormonal y genético en la diferenciación sexual del cerebro en modelos animales, y su influencia en la conducta, obteniendo así evidencias en neurociencia y neuroendocrinología que puedan extrapolarse de forma cuidadosa a la diferenciación sexual del cerebro humano y su papel en el sentido propio de la identidad individual.
Otra objeción curiosa que presenta Lewis en su texto
es que el concepto de identidad de género es dudoso desde una perspectiva
evolutiva (o más bien, adaptacionista),
ya que no parece ofrecer alguna ventaja o utilidad para los individuos a nivel
reproductivo o social, a diferencia de la orientación sexual (poco le importa a
Lewis los estudios en neurología sobre identidad, pues los desestima velozmente
por el usual tamaño de muestra y su replicación). Ese tipo de argumento es una
distracción, porque no conciben las variaciones en un rasgo humano dentro de un
marco que no sea adaptacionista, algo limitado cuando hablamos de una especie
cuya evolución se ve influida no sólo por su acervo genético y como este responde
a las condiciones, sino también al papel de la cultura y la sociedad. Así
mismo, al tratarse de una especie social, el hecho de tener bien desarrollado
un sentido de la propia identidad podría influir en la respuesta individual a
diferentes escenarios sociales y ambientales; de hecho, y tomando su marco
adaptacionista, podríamos decir, por ejemplo, que una pareja con conductas más
plásticas, menos apegadas a roles de género y rígidos esquemas sociales podría
ser una más deseable, pues tendría una mayor amplitud de respuesta a
perturbaciones en la organización social del grupo. A su vez, al reconocer el
papel de cambios socioculturales, esto puede integrarse con un marco evolutivo
biocultural que pula las limitaciones adaptacionistas de la psicología evolutiva
modular.
La variabilidad aparente que vemos en la edad de
manifestación y expresión de género entre personas transgénero responde a
diferentes factores, principalmente sociales. En primer lugar, el ambiente en
que creces, la crianza que recibes, y la actitud social en general hacia las
personas trans condiciona mucho tu expresión, e incluso cómo comprendes tu
propia identidad, pues por ejemplo en un entorno ultraconservador es más que
probable que se rechace el concepto mismo de identidad, siendo prevalente en
estos entornos una visión genitalista y reproductiva de la sexualidad. Por otro
lado, es cierto que no todas las
personas trans sufren de disforia de género: es decir, no todos pasan por
un proceso de angustia por causa de la incongruencia entre su identidad y sus
otros rasgos y niveles sexuales, así que no necesariamente acudirán a terapia
afirmativa o cirugías de reasignación, y puede que para algunos no sean muy
“evidentes”. Incluso con disforia, acceder a la TAG es un proceso muy complejo,
incluso si hace parte del sistema de salud, como hemos visto en Estados Unidos
y Reino Unido. Y por supuesto, como hemos visto en casos como el de Elliot
Page, también ocurría mucho que sin las herramientas adecuadas, se visualice en
un principio la propia identidad como un simple “deseo” de que las cosas sean
más fáciles para tu orientación sexual, por lo que todo el proceso de
aceptación de la identidad trans sea mucho más largo.
Finalmente, y reitero, las identidades transgénero responden entonces tanto a cambios en la diferenciación sexual como al efecto de la maquinaria hormonal prenatal y la “activación” de redes y estructuras neuronales durante la pubertad, y esto se ha observado constantemente a través de diversos estudios. Es por ello que, en un marco biopsicosocial dela sexualidad, no se puede comprender como una inversión sexual neurológica: es decir, no es el cerebro “de un sexo” en el cuerpo del otro. Tengamos en cuenta que a pesar de ciertas diferencias promediales entre sexos en algunos rasgos, el cerebro humano es monomórfico, reflejo del bajo dimorfismo sexual presente en Homo sapiens (sí: aunque no lo parezca, en general somos una especie poco dimórfica a nivel físico), así que hay que evitar caer en neurosexismos. Lo que ocurre es que los niveles de determinación dan lugar a una diferenciación sexual que no coincide en todos sus factores, puesto que su complejidad deja espacio a esas combinaciones “inesperadas” de rasgos. En otras palabras, se trata de una variación perfectamente esperable bajo los niveles y factores de diferenciación sexual, tal como puede ocurrir con la estatura promedio o la diversidad neurológica. Objetivamente hablando, que alguien como Dawkins, que debería saberlo mejor que muchos, se refiera simplemente al género y la identidad como un “capricho” no es sólo irrespetuoso, sino anticientífico en toda regla.
A la luz de lo que hemos comentado hasta aquí, espero
que sea claro por qué decir que las
mujeres trans son mujeres y los hombres
trans son hombres no es ni capricho ni delirio. De hecho, como comentario personal, teniendo en cuenta los niveles
de determinación sexual, y en cómo la combinación de diversos factores durante
el desarrollo puede dar lugar a distintas ambigüedades en sexo no sólo a nivel
genital, sino también a la identidad misma, creo que decir que las transidentidades hacen parte del
espectro de la intersexualidad no sería una apreciación incorrecta. No
obstante, reitero en que esto último es sólo una observación personal, basada en la evidencia
científica, pero personal a fin de cuentas: comprendo bien las diferencias
etiológicas y las particularidades del activismo en cada comunidad, así que no
pido que tengan que coincidir en ello conmigo. Y no tendría que ser necesario
afirmar esto para pedir que se les tenga la misma consideración y respeto que a
cualquier ser humano.
Lo que debemos comprender
de la TAG
Por supuesto, en una sociedad donde los roles sociales
binarios son constantemente reforzados, y además hay un desconocimiento
importante en general sobre lo que significa la identidad trans, no es de
sorprender que muchas personas pasen por una angustia fuerte al darse cuenta
que su cuerpo no es congruente con su propio sentido de identidad. Esto es lo
que conocemos como disforia de género,
la inquietud y angustia psicológica que surge por la discordancia entre la
identidad de género y los otros rasgos biológicos del sexo asignado. Reiterando
de nuevo, disforia de género no es tener una identidad transgénero:
eso es vivir de espaldas a la última década de investigación médica y
científica en torno a sexualidad. Por otro lado, eso no hace que la disforia deje
de ser una problemática de salud mental. Entonces, ¿cómo se aborda desde los
servicios de salud mental? Es aquí donde toca abordar la salud afirmativa de
género, en especial la TAG, terapia
afirmativa de género.
Contrario a lo que algunos podrían entender, la salud afirmativa tiene una historia ya centenaria, como bien recopila en este artículo la bióloga y activista trans Julia Serano, autora de varios trabajos enfocados en la identidad de género, salud afirmativa de género y derechos transgénero. Ya hacia la década de 1910 se efectuaban cirugías relacionadas con transexualidad, y si han visto la película La chica danesa, sabrán entonces que la pintora Lili Elbe fue una de las primeras personas en recibir una cirugía de reasignación en el Instituto para Investigación Sexual (del cual hablamos en la entrada anterior de la presente serie), aunque falleció poco tiempo después por complicaciones relacionadas.
Por supuesto, dado el enfoque patológico desde el cual
se abordaban las identidades trans, esta no era la tendencia. Al contrario, los
“tratamientos” estándar de la época iban enfocados en desistimiento:
psicoanálisis, terapias de aversión, “terapias” reparativas o “de conversión”, electrochoques,
e incluso se llegaba dar un tratamiento hormonal de “refuerzo”, es decir,
administrando hormonas que iban en línea con el sexo asignado a la persona
disfórica (andrógenos para mujeres trans, estrógenos para hombres trans); no
olvidemos que incluso en tiempos de John Money, cuando ya se conocía el concepto
de identidad de género, se creía que esta era maleable y flexible durante la
infancia. A medida que se hizo seguimiento por décadas, estudio tras estudio,
de los resultados de las distintas terapias, se encontró que el único enfoque que parecía funcionar en
la salud mental y emocional de los pacientes era permitirles la transición
social y sí, involucrando a veces hormonas, electrólisis (para remover vello
facial y/o genital, frecuente en pacientes adultos) y cirugías.
Hoy sabemos que el psicoanálisis como terapia es
paparrucha pseudocientífica; que la electroterapia en muchos casos es
equivalente a abuso; hace tiempo que se busca prohibir la atrocidad de las
“terapias” de conversión; y las hormonas consistentes con la asignación no
funcionan porque, tal como vimos en la Parte II, no es un problema de hormonas: es que los circuitos neuronales
construidos durante el desarrollo no son receptivos a la producción hormonal
que diferencia los otros rasgos sexuales en el cuerpo, porque no son congruentes
a dichas hormonas. Se necesitaba, entonces, un enfoque clínico más comprensivo,
que tuviera en cuenta la expresión de género del individuo, y que su
exploración sin estigmas ni presión le permitiera entonces comprender mejor su
propia identidad, y buscar a futuro la mejor forma de afirmarla. Es así como se
desarrolló la TAG.
Los primeros tratamientos afirmativos con un enfoque similar a lo que consideramos hoy fue desarrollado en los noventa, cuando los doctores en Países Bajos empezaron a administrar bloqueadores de pubertad (medicamentos usados desde décadas anteriores en adolescentes con trastornos hormonales de crecimiento) en adolescentes trans al inicio de la pubertad, así como la administración de hormonas tras cumplir cerca de dieciséis años. Este enfoque, que se conocía después como el “protocolo holandés”, resultó prometedor para varias organizaciones médicas en Estados Unidos y otros países europeos, que empezaron a aplicarlo desde la década de los dos mil tras haber sido considerado como un tratamiento con mucho potencial. Fue entonces hacia el 2009 que la Sociedad de Endocrinología publicó unas guías prácticas donde recomendaban el protocolo holandés para el tratamiento de adolescentes transgénero. Finalmente, en 2012, la Asociación Profesional Mundial para la Salud Transgénero (en inglés, WPATH), que ya venía recomendando desde años anteriores las posibilidades de esta terapia, publicó en su Versión 7 de Estándares de Cuidado una sección muy robusta sobre el tratamiento afirmativo en niños y adolescentes trans basado en el protocolo holandés, además de una sección muy detallada sobre la transición en la niñez temprana, estableciendo el cuerpo teórico y práctico de la TAG tal como la conocemos en la actualidad.
La base primordial para entender la TAG y sus protocolos
es que distingue no sólo entre identidad de género y disforia de género, sino
también entre esta y la variabilidad
o no
conformidad de género. Según los estándares de la WPATH, la no
conformidad de género es el grado en que la identidad, rol o expresión de
género individual difiere de la norma cultural prescrita para uno u otro sexo,
por lo que no implica necesariamente una
identidad transgénero; de hecho, muchas personas con variabilidad de género
nunca expresan disforia de género en su vida. Desde tal base, entendemos que la
TAG trabaja en su estado más puro con la transición
social, apoyando a los pacientes y sus familiares a que aborden y exploren
expresar su identidad en un rol que les permita sentir coherencia y comodidad
con dicha identidad de género, lo cual puede hacerse de forma parcial (uso de
ropas o estilos de cabello conforme a su identidad) o total (nombres y
pronombres preferidos). Muchas personas encuentran un rol o expresión acorde
con su identidad que no son necesariamente transgénero, pero que siguen siendo
no conformistas con el género, gracias a este nivel de terapia, mientras que
otros mantendrán consistencia en que su identidad no encaja para nada con su
sexo asignado ni con las normas asociadas al dicho.
En ese segundo caso, la TAG contemplará la observación
regulada de los pacientes antes de abordar una
transición médica, a través de intervenciones reversibles, parcialmente reversibles
e irreversibles, cada una condicional a la edad y estado físico y mental del
paciente: no es, como se caricaturiza a menudo desde la derecha anti-trans, una
“mutilación infantil”: esa crítica es
basura de odio, y seamos claros en ello. El profesional médico que
administre la TAG debe asegurarse previamente de que el paciente pase por un
acompañamiento psicológico y psicoterapia, no sólo para la exploración de su
identidad, sino también para abordar el impacto negativo de la disforia, la
discriminación y el estigma social; trabajar en odio interiorizado hacia su
propia condición; fortalecer su resiliencia ante dificultades presentes y
futuras, entre otros.
Antes de continuar con la explicación de las intervenciones en transición médica, aclaremos una duda que muchos tienen. ¿Se aplica la TAG en menores preadolescentes? Sí. Con lo ya explicado sobre la neurología y neuroendocrinología del sexo en torno a la identidad de género, no deber ser sorpresa que, bajo la evidencia médica y científica disponible, los niños transgénero sí existen. No obstante, y en esto son enfáticas las normas de la WPATH, el enfoque de TAG para preadolescentes es exclusivamente de transición social, no médica. No hay intervenciones hormonales ni cirugías en preadolescentes con disforia de género, y no es un esquema ni propuesto ni recomendado por las organizaciones médicas alrededor del mundo que respaldan la TAG. Podemos hablar de posibles casos de mala praxis en centros médicos específicos, pero cirugías o modificaciones irreversibles jamás han sido contempladas para menores de edad, mucho menos en infantes y preadolescentes, y no son parte de las normas y estándares para la aplicación de TAG.
Decía que la transición médica, entonces, consiste en
tres niveles de intervenciones: intervenciones
totalmente reversibles, que incluyen el uso de supresores de pubertad, las
cuales bloquean el efecto de las hormonas producidas naturalmente por el cuerpo
durante el desarrollo; intervenciones
parcialmente reversibles, que consisten en la terapia hormonal para la
feminización/masculinización del paciente; e intervenciones totalmente irreversibles, las cirugías de
reasignación sexual como cirugía genital o extirpación de tejido mamario. En el
primer caso, la supresión puberal se aplica a partir de los doce años, y
permite al paciente explorar mejor su variabilidad de género sin el efecto
disfórico de los cambios corporales de la pubertad, sin derivar necesariamente
en transición social y hormonal; por su parte, la terapia hormonal se inicia
luego de un período de tiempo bajo supresores de pubertad, y en muchos países
no requiere necesariamente del consentimiento parental a partir de los 16 años
(si bien es ideal que los familiares apoyen el tratamiento). Finalmente, los
pacientes son elegibles para cirugías solamente
al cumplir la mayoría de edad legal para otorgar consentimiento a los
procedimientos médicos (entre 18-21 años), y luego de al menos doce meses viviendo en un rol de género congruente con su
identidad de género; en el caso de hombres trans, la remoción de tejido
mamario suele requerir también de un régimen previo de un año bajo
testosterona.
Ya que hablamos de edad, hay que tener en cuenta un par de cosas para saber por qué durante la infancia y preadolescencia la TAG está limitada a la transición social y exploración libre de la variabilidad de género. Primero, si bien es cierto que desde una edad tan temprana como los dos años, el menor puede manifestar señales que podrían indicar disforia, es cierto que en una importante mayoría de ellos, la disforia desaparece; por otro lado, al llegar a la adolescencia, ocurre que en las excepciones la disforia no desaparezca, sino que de hecho se acentúe (por la activación de los mencionados circuitos neuronales formados durante el desarrollo embrionario), o que incluso no haya señales externas de la misma hasta la pubertad, razón por la cual muchos padres pueden verse sorprendidos de que “repentinamente” su hijo adolescente manifieste no estar conforme con su sexo asignado. Segundo, por esta fenomenología diferente, la mayoría de los menores que manifiestan disforia no presentan una identidad transgénero en edad adulta, y se desarrollan como homosexuales o bisexuales, mientras que en adolescentes con disforia, la persistencia en la adultez es mucho más probable. Por ello, la TAG enfocada en menores preadolescentes busca entonces dar espacio a tales consideraciones, permitiendo que el paciente desarrolle roles y expresiones de género no conformistas que lo ayuden a entender su identidad, sin tener que forzarlos a la binariedad social o a una variabilidad que indique estrictamente ser transgénero.
Un hecho más a considerar. El concepto de
transidentidad es más bien una bandera para incluir aquellas identidades de
género que no se alinean con el sexo asignado al nacer, pero no incluye sólo
una identidad contraria dentro del binario macho/hembra, sino también otras que
quedan por fuera de dicho binarismo, o que fluyen entre lo masculino y lo
femenino (hablaremos de esto más adelante). De nuevo, el enfoque de la TAG
basado en la variabilidad de género, y no en la disforia en sí, permite
entonces trabajar en la transición social de dichas identidades, que no siempre
requieren intervenciones médicas, pero que igual sufren por el estigma social
de la normatividad del género, sin empujarlas a una identidad masculina o
femenina, sea cis o trans.
Algunos críticos han acusado a la TAG de ser
“experimental”, ya que la terapia hormonal puede tener efectos en la
fertilidad, y en algunos casos afectar la densidad ósea o incrementar el riesgo
de cáncer de mama. Lo cierto es que los supresores puberales y la terapia
hormonal existen desde hace décadas, incluyendo en adolescentes, así que se
cuenta con evidencia sólida de cómo llevarla de modo efectivo. Sobre la
fertilidad, ya no es tan raro ver casos de hombres trans embarazados, y es que,
puesto que la terapia hormonal es parcialmente reversible, es posible recuperar
la producción gamética al suspenderla temporalmente; así mismo, parte del
asesoramiento y seguimiento de la TAG es exponer estos efectos, y que el
paciente considere criogenización de sus gametos. Los riesgos de salud, por su
parte, están más vinculados a los cambios fisiológicos asociados al sexo (por
ejemplo, en las mujeres es mucho más probable desarrollar cáncer de mama), por
lo que no son directamente responsabilidad de la terapia hormonal. Las normas
de atención de la WPATH tienen una historia relativamente larga, habiendo sido
formuladas en su primera versión en 1979, y si bien son universales, ofrecen a
su vez una flexibilidad y adaptación a diferentes contextos locales y a las
necesidades de pacientes individuales, así como espacio para ajustarse de
acuerdo a la información que va surgiendo en años recientes, permitiendo así
una aplicación más efectiva en los servicios de salud.
Finalmente, algo que resulta importante son los beneficios a nivel de salud mental. La transición hacia el género de tu identidad resulta en una reducción de ansiedad, depresión y riesgo de suicidio, y la conformidad con la transición, la garantía de éxito de la TAG, es bastante alta: entre 80 y >90%, dependiendo de los estudios consultados. No obstante, importante a considerar también es un porcentaje de personas en TAG que suspenden o cesan su proceso de transición, ya sea social, médica o legal. La información sobre porcentajes de destransición entre pacientes de TAG no fue objeto de discusiones amplias por varios años, y es difícil hacer un seguimiento adecuado, pues varios pacientes evitan regresar a endocrinología, pero aproximadamente en el último lustro, se le ha dedicado un poco más de atención, siendo desafortunadamente armamentizado por grupos anti-trans y “críticos de género” que aprovechan el desconocimiento del público sobre el tema -hablaremos con más detalle de esto último en la Parte V-.
El consenso, no obstante, es que las tasas de
arrepentimiento y destransición (no son lo mismo) a la luz de la evidencia
disponible son excepcionalmente bajas
(alrededor del 1-3%). Y si bien es cierto que en estudios relacionados, varios
pacientes denuncian una falta de seguimiento psicológico tras los procesos de
transición, y un acompañamiento durante las decisiones de suspender o cesarla,
las razones son variadas En una publicación de 2021, 82,5% de los pacientes
destransicionados manifestaron razones externas para ello, como presión
familiar y estigma social, y también se manifiesta la dificultad de mantener
los tratamientos hormonales debido a su costo y la dificultad de acceder a ello
en el sistema de salud; aunque factores internos, como asociar la disforia a
temas de salud mental no relacionados con la identidad y complicaciones
post-cirugía, también están presentes, no son tan frecuentes ni dominantes como
se tiende a sobrestimar en el enorme cubrimiento negativo de la prensa. Aun
así, en la reciente versión
8 de las Normas de Atención de WPATH, publicado en 2022 (y aún
no traducido al español), se recomienda fuertemente el papel activo de los
especialistas en guiar a los pacientes, sobre todo en su etapa adolescente,
para que reciban un seguimiento y apoyo sólido durante el proceso de
transición, informar los inconvenientes de las fases de transición, y apoyarlos
igualmente en el caso de decidir abandonar la terapia.
Sopesando todas las ventajas e inconvenientes, la TAG se ha transformado en la terapia dominante para manejar la disforia y variabilidad de género en miles de pacientes alrededor del mundo. Y a pesar de los ataques que ha recibido en los últimos años por grupos reaccionarios, anti-trans e incluso algunos personajes de la izquierda progresista, es un modelo respaldado por decenas de asociaciones psiquiátricas y de salud mental alrededor del mundo. Tal como ocurre con varias terapias y tratamientos médicos, contiene mucho espacio para mejorar y fortalecerse, y la eficacia en su aplicación también depende de la profesionalidad de los terapeutas y médicos, pero espero que haya quedado claro que no se trata de una “locura experimental” ni de una falta ética o una afrenta a la “realidad biológica”.
Mis comentarios sobre el
activismo queer
Al inicio de esta serie, he comentado que las bases
biológicas de la identidad de género no deberían ser imprescindibles a la hora
de construir una sociedad que reconozca los derechos de la población
transgénero. No es que no importen, pero el punto es que, aun si la identidad
de género no surgiera de circuitos neuronales particulares y un desarrollo
embrionario distinto, eso no tendría que convertir a la población trans en
ciudadanos de segunda clase. Si naciera todo de una elección voluntarista, sin
ningún papel del cuerpo y la biología en ello, tenemos como sociedad, en todo
caso, la obligación de garantizarles su desarrollo como personas sujeto de
derechos, conformes y felices. Ahora, si bien mantengo esto, no significa que
no tenga ciertas discrepancias con algunas secciones del activismo trans y queer.
Hay que decir, en primer lugar, que no es lo mismo ser transgénero que queer. Queer (“extraño”) es la reapropiación activa en los 70 de un antiguo insulto en inglés hacia los homosexuales, designado originalmente para señalar a cualquier persona por fuera de las normas sociales de sexualidad y género. Así, queer en el contexto de la comunidad LGBT+ es, simplemente, un término paraguas que define a cualquier individuo cuyo comportamiento va más allá de la sexualidad hetero-cis, por lo cual puede incluir lesbianas, gays, transgénero, bisexuales, asexuales, agénero, entre otros -hablaremos de etiquetas en la siguiente sección-. De ahí que en años recientes, uno de los acrónimos más frecuentes para referirse a la comunidad de diversidades sexuales y de género sea LGBTQ+, o LGBTIQ+, reconociendo en ese Q+ la amplitud de identidades individuales.
Pero lo queer también tiene una importancia teórica y sociológica dentro del activismo LGBT+. Basados en el construccionismo (la idea de que diferentes facetas de la realidad social, como creencias y normas, surgen por negociaciones y acuerdos entre los miembros de la sociedad, y no por observación objetiva) de la segunda mitad del siglo XX, los movimientos de liberación femenina y pro-derechos gay construyeron un marco téorico para cuestionar los roles tradicionales y normas de género en las sociedades, así como la noción de que la heterosexualidad es el modo ideal o preferido de la orientación sexual en el ser humano (la llamada heteronormatividad). Esto ocurre en los setenta, cuando nace la distinción entre sexo y género en los estudios de género de la teoría feminista de segunda ola, pero sería hacia los noventa cuando se consolidó, desde la teoría crítica (enfocada en cuestionar las estructuras de poder), uno de los principales pilares del activismo LGBT+ de las últimas décadas: la teoría queer.
Aunque es cierto que existen diferentes enfoques queer, el núcleo general de lo que
entendemos como teoría queer es la deconstrucción de la heteronormatividad,
es decir, cuestionar las ideas de que las identidades sexuales cisgénero y
heterosexuales sean por default la “naturaleza” humana. Bajo la teoría queer, el género, su expresión y roles,
no son más que construcciones sociales,
en el sentido de que los roles e identidades tradicionales se dan como
resultado de situaciones y acuerdos sociales, que a través de las estructuras
de poder legitiman únicamente entonces las identidades individuales que se
ajustan a las construcciones prestablecidas, reforzando un binarismo social.
Así, el objetivo de la teoría queer es retar directamente la ontologización de
la heteronormatividad, celebrando y destacando las sexualidades periféricas, aquellas que van más allá de las
fronteras normativas, al mismo tiempo que también las deconstruye (por ejemplo,
al cuestionar el canon homosexual blanco y cis-hetero que suele abundar en
activismos y representaciones gay), rechazando clasificaciones fijas que puedan
replicar elementos de la normatividad. Es decir, no es solamente un movimiento
de gays, lesbianas y transgénero, sino un movimiento de disidentes, de
transgresores del género y la sexualidad.
Este dinamismo en el discurso de la teoría queer es lo que permite amoldar diferentes tesis en torno al cuestionamiento de las formas en que el poder imprime un modelo sexo-afectivo estándar para la población y la construcción del género. Una de las más conocidas es la performatividad de género, de Judith Butler, amparado por el psicoanalismo freudiano y el enfoque post-estructuralista de Foucault (es decir, cuestionando las estructuras mismas a partir de las cuales se interpretan elementos culturales y sociales). Según Butler, el género es definido por las acciones, por la forma en que uno se presenta día a día, en una suerte de teatro imitativo que es reforzado por la batuta de la heteronormatividad. Es decir, género es lo que haces; es un acto discursivo. Esto hace que incluso categorías como “homosexual” o “lesbiana” no sean más que un conjunto de performances que regular el comportamiento de sus miembros; de ahí que hablemos de lesbianas “marimachos”, hombres “afeminados” y así. Nada es “natural” para Butler: cuestiona incluso la distinción entre sexo y género, pues bajo su tesis, el sexo es igualmente influido por los actos de género, y se convierte en una realización, una lectura que da la apariencia de una sustancia sobre la que descansa el género.
Por supuesto, Butler no es el único referente dentro de la teoría queer y el constructivismo (donde la realidad es independiente al ser humano, pero el conocimiento es construido y modelado por la mente científica; no confundir con construccionismo) de género. Más allá de coincidir o no con la performatividad, otros autores han ampliado mucho más dentro de la teoría, con enfoques post-estructuralistas, para exponer los elementos que permiten la construcción social del género. Así, tenemos la tecnología de género, de Teresa de Lauretis, donde el género surge como una tecnología de la representación a través del cruce de elementos como la familia, la religión o la legislación, interviniendo así en el individuo; la contra-sexualidad de Paul B. Preciado, inspirado en el concepto propuesto por de Lauretis, postula el sexo y la sexualidad como tecnologías sociopolíticas, donde el género es construido y dado sobre la materialidad del cuerpo, de modo que busca romper con las tecnologías de normalización; y la metáfora del ciborg de Donna Haraway, quien en su ensayo Manifiesto ciborg (1983) usa el concepto de este híbrido humano y máquina de ciencia ficción para proponer una fusión de las supuestas dicotomías entre naturaleza y cultura en el discurso feminista y sociológico, una unión que supere esencialismos e identidades. Todas estas propuestas se caracterizan a su vez por una fuerte crítica a proyectos feministas tradicionales, así como por una resistencia a la categorización de las sexualidades periféricas.
Reconozco que es posible que este no sea el mejor
resumen para la teoría queer, pues no
es mi área de experticia, y debo admitir que no son textos fáciles de abordar
por su estilo de lenguaje, muy diferente al académico que suelen tener los
artículos científicos que he leído por años en biología. Tampoco es fácil separar
trigo de paja y sondear entre chorradas confusas y material serio: de por sí,
intenté leer el Manifiesto contra-sexual
de Preciado, y la primera parte es muy interesante en su planteamiento, pero
desde el tercer capítulo ya no sabía si debía tomarlo en serio o como un
ejercicio provocativo (en su defensa, es un texto muy temprano en su obra: Dysphoria mundi parece más prometedor).
En ese sentido, puede que algunas de las apreciaciones que voy a hacer no sean
las mejores, pero por lo mismo, también procuraré sostenerlas junto a ciertas
objeciones que se han levantado desde las mismas ciencias sociales.
Es cierto que no todo activista feminista o trans se
inspira en la teoría queer, pues no
hay un único activismo en sí. No obstante, también lo es que las tesis
constructivistas sobre el género y la crítica a la heteronormatividad son una
importante influencia en gran parte del activismo actual sobre los derechos de
las minorías sexuales. Más allá de todo el bagaje científico que conocemos
ahora sobre la orientación sexual y la identidad de género, la crítica a las
estructuras jerárquicas en la sociedad y su influencia en la marginalización de
las diversidades sexuales ha sido importante para ejercer y proponer cambios a
nivel legislativo y jurídico alrededor del mundo, para reconocer la humanidad y
el derecho de las personas a manifestar su sexualidad más allá de rígidos roles
y normativas culturales. Sin embargo, esto no significa que no se puedan
mejorar los argumentos.
En primer lugar, ocurre que algunos activistas simplifican el concepto de género como una construcción social al punto de que caen más en un voluntarismo de género, es decir, que literalmente es una decisión personal, una sensación. Ese es un argumento problemático, porque cae justo en el tipo de argumentos débiles y anticientíficos que la peña anti-trans ocupa para atacar a las identidades de género. Y lo cierto, parafraseando a un colega en Twitter, es que una mejor línea argumentativa sería que sí, podríamos llamarlo una decisión o un sentimiento, pero también lo sería ser cisgénero, y ambas cosas tienen en común que se pueden evaluar de forma objetiva, como ya hemos visto en la neurociencia del sexo. Hay sensaciones arbitrarias, pero otras que no los son, y como un sentido personal que nace de una configuración neurológica particular y una diferenciación distinta, algo con lo que se nace, ser trans no es una simple arbitrariedad o un “capricho”.
De ahí uno de mis mayores problemas con el
constructivismo radical en algunos activistas, y de hecho con el propio
concepto butleriano de género. Al transformar el género en un acto discursivo
de performances impuestos por los esquemas heteronormativos sociales, se deja
de lado el hecho de que hay una base material objetiva y evaluable tras ese “acto discursivo”, y es su propia
biología sexual, un fallo que se arrastra desde la segunda ola del feminismo en
los setenta. Como bien describe la bióloga y activista Anne Fausto-Sterling,
autora de Cuerpos sexuados: “Al ceder el territorio del sexo físico, las
feministas dejaron un flanco abierto al ataque de sus posiciones sobre la base
de las diferencias biológicas”, aun cuando la propia Sterling reconoce (y
argumenta) que el sexo en sí mismo no es una categoría que descanse en
diferencias puramente físicas. Y es que, incluso reconociendo que muchos de los
roles y estereotipos heteronormativos que se refuerzan a través de la los
acuerdos sociales y las estructuras de poder, tales aspectos no nacen de una
tabula rasa cultural, sino que se enraízan en buena parte sobre algunas diferencias conductuales, cosa que,
debe admitirse, también es difícil evaluar por cuanto la cultura misma tiene un
papel en la evolución de nuestra especie. Es decir, más que decir que las
conductas son todas de origen biológico/genético, se trata de un entramado de
rasgos biológicos e influencia cultural en su propio desarrollo y expresión.
Pasemos de nuevo a la Parte II de esta serie. Hemos hablado de un gran volumen de información sobre determinación y diferenciación sexual, la forma en que esto influye y explica sobre las distintas condiciones intersexuales, la orientación sexual y la identidad misma de género. Hay evidencia sólida de cómo todos estos factores forman las bases del sexo y la identidad, y así mismo, tal como explica Fausto-Sterling de forma detallada en su libro, la forma en que hemos entendido la biología de la sexualidad no sólo ha formado los parámetros y criterios sociales de “normalidad” sexual a nivel médico y académico, a través de las intervenciones para “superar la homosexualidad”, entender la transexualidad como “desviación”, o las cirugías genitales en bebés intersexuales, sino que también retroalimentaba de esta forma el cómo se abordaba el estudio de la sexualidad. Como bien ejemplifica la autora, la relación entre la materialidad del sexo y su aspecto social es una cinta de Möbius que se refuerza constantemente.
Ampliar el conocimiento sobre las bases biológicas de
la sexualidad y la identidad de género ha tomado un trabajo de décadas no sólo
de estudio científico, sino también de una importante labor de activistas y
pensadores en plantear y cuestionar la forma en que se planteaban las
diferencias culturales como realidades genitalistas que (mal)guiaban el conocimiento
y la labor en ciencia y salud. Así, la distinción entre sexo y género como real
y construido, respectivamente, se vuelve una falsa dicotomía, pues evade el hecho de que ambos constan de una
base material objetiva y analizable, y al mismo tiempo de un elemento
construido en la expresión cultural y la normalización social, sea de una
binariedad estricta o de una variabilidad reconocida. Reconocer este hecho no
pide de nosotros la destrucción del concepto biológico del sexo, sino aceptar
que el amplio espectro de la naturaleza humana ofrece un abanico de
manifestaciones diversas en torno a la sexualidad y la identidad individual que
no se limiten a la concepción heteronormativa, tal como busca la teoría queer.
Fausto-Sterling propone entonces un modelo conjunto para entender la sexualidad en el ser humano, una teoría de sistemas ontogénicos que permita comprender la función fisiológica del género y su naturaleza social. Partiendo desde los principios de un binomio indivisible de naturaleza/crianza, entender los organismos como procesos activos, y tomar en cuenta los aportes de toda disciplina, la autora usa un ejemplo práctico para explicar su modelo: decimos que un gen produce proteínas, codifica un producto, pero su función no puede entenderse por fuera del sistema que es la célula; un fragmento de ADN es inerte por sí solo, sin la maquinaria molecular requerida. Así mismo, los cambios físicos y fisiológicos en rasgos corporales y en sistemas neuronales del ser humano se dan no sólo por las fases de la edad, sino también por aspectos como la actividad física, los esquemas sociales, los contextos sociales y culturales y estereotipos y normas diferenciadas; es decir, todo lo que podemos llamar entorno. La persona produce un conocimiento del sexo y materializa un género. De este modo, entender la sexualidad humana como un sistema ontogénico es abordarlo como una muñeca rusa: se pueden separar en diferentes capas (célula, organismo, cultura, etc.), cada capa se puede analizar de manera independiente, pero cada una está hueca; sólo en su conjunto es una figura sólida, y si una capa cambia, entonces todo el sistema interconectado se modifica para que el conjunto se mantenga encajado.
Otros cuestionamientos y sugerencias surgen dentro de
la propia sociología, tal como comentaba. Además de la subtextual negación a la
naturalidad homosexual en las tesis butlerianas, una crítica más o menos
frecuente hacia la teoría queer es
que su rechazo por las categorías, sean materiales o arbitrarias, atomiza un
poco su discurso en un individualismo que intenta hablar a favor de toda la
comunidad, pero sin recoger realmente las inquietudes particulares que van más
allá de su identidad sexual en un discurso político unitario; así mismo, su
rechazo al establecimiento de categorías universales, propio del postmodernismo
del que nace, también hace imposible la formación de una teoría ética queer. Y si bien podemos argumentar que
esto no es objeto de la teoría queer
ni amerita necesariamente una respuesta por parte de sus ideólogos, el énfasis
en la performatividad puede perder de vista las inequidades a nivel
comunitario. Una sugerencia para fortalecer y subsanar estos flancos más
débiles en la teoría queer es la interseccionalidad, que incorpora a su
discurso otros niveles de discriminación que reposan en las estructuras
sociales; así mismo, otra herramienta es la ampliación de la comprensión sobre
exclusión social y discriminación con un enfoque a las relaciones sociales
cooperativas entre identidades sexuales periféricas, base fundamentada en el
cuerpo teórico anarquista.
No creo que la teoría queer en general merezca ser descartada o repudiada. Es más,
pasando por algunas lecturas sobre el tema, me doy cuenta que ciertas figuras
intelectuales han hecho por mucho tiempo una lectura groseramente sesgada de
sus bases y objetivos. Pero sí que es verdad que mucho del enfoque
excesivamente constructivista que toma en la actualidad puede ser una
importante limitación tanto para su aceptación como para alcanzar sus metas
propuestas. Creo, pues, que un constructivismo
moderado y racionalista, que tenga en cuenta la realidad material de las
bases biológicas tras el sexo y el género, puede ser un inicio para alcanzar un
modelo integrativo mucho más robusto para cuestionar y superar el papel que aún
tienen roles de segregación y estratificación social en nuestra concepción de
la sexualidad y la identidad individual.
¿Existe realmente un cisma entre la T(Q)+ y la LGB?
Para responder a la pregunta que encabeza esta última
sección, hay que mencionar un tema importante pero que es esquivo incluso
dentro de la misma comunidad LGBT+. Entender la identidad transgénero y la
identidad queer es entender que son
también términos paraguas. Así como queer
engloba a cualquier experiencia de identidad sexual y de género que escape de
la normatividad cis-hetero, ser transgénero es tener una identidad de género no
congruente con los otros aspectos que componen el sexo individual. Y eso
significa que tu identidad puede no sólo estar mejor identificada con el sexo
contrario, sino que puede ir incluso más
allá de ese binarismo esperado en la sexualidad.
(Entre paréntesis: a través de esta sección, usaré en ocasiones pronombres neutros. Si usted es de esas personas a las que el lenguaje inclusivo en cualquiera de sus manifestaciones le molesta, le recomiendo encarecidamente que chupe un limón. Cierro paréntesis.)
De esta forma, bajo el paraguas transgénero tenemos a
los hombres trans y mujeres trans, es decir, asignados como
femeninos al nacer (en inglés, AFAB) con identidad de género masculina y
asignadas como masculinas al nacer (AMAB) con identidad de género femenina,
respectivamente, y quizás las identidades más “fáciles” de comprender –aunque
más de un transfóbico falla graciosa y miserablemente en ello-. Pero también
abarca a las personas no-binarias/nb,
aquellas cuya identidad no se perfila en las categorías de masculino o
femenino. Dentro del no binarismo, las personas se pueden identificar con un
tercer género, con elementos de ambos géneros “típicos”, o incluso con ningún
género en absoluto. Así, encontramos identidades de género fluido/gf (identidad no fija que fluctúa a través del tiempo
o en situaciones particulares, y que puede expresar aspectos de uno o varios
géneros), bigénero (personas con dos
identidades simultáneas de género), genderqueer (término paraguas a su
vez para referirse a identidades que trascienden las distinciones del género,
independiente a su identidad) y agénero
(personas cuya identidad se percibe ajena al género como tal, usando a menudo neopronombres para referirse a sí mismos), entre otras. No son tampoco excluyentes: por
ejemplo, hay hombres y mujeres trans no binarias, es decir, que se sienten más
cercanos a una identidad masculina o femenina, pero que no encajan del todo en
la categorización binaria del género.
Este paraguas, junto a las identidades cisgénero,
constituyen entonces un modelo de siete
géneros que muchos seguro han visto en Internet, aunque en ocasiones se
incluye a los intersexuales como un séptimo u octavo género, dependiendo de si
la identidad bigénero o genderqueer
se reconocen de forma independiente. En Norteamérica también se suele incluir a
los dos-espíritu, un término
pan-indígena que recoge aquellas identidades en distintas culturas amerindias
que ocupan un rol cultural de tercer género. Y no olvidemos que Facebook llegó
a tener una carta de 58
opciones de identidad de género para sus usuarios, pero si nos
fijamos en varios de ellos, la mayoría son variaciones específicas dentro de
los ya mencionados, por lo que encuentro que pueden resumirse sin problemas. Es
decir, para ser parsimoniosos a nivel académico, digamos que, de acuerdo con el
criterio aplicado, tenemos entre siete y
diez distintas identidades de género,
sin que esto implique que haya siete o diez sexos
biológicos, como gustan de caricaturizar los críticos.
Puedo entender que la apariencia de arbitrariedad y exceso de categorización haga que muchos se sientan repelidos por el concepto de identidades de género, y crean que en efecto se trata de una simple “elección”, un capricho. Y no es mentira que algunos activistas vocales en redes usan sin muchos matices ese término, como si se tratase de una elección consciente y volitiva, cuando la “elección” debería ser, en el mejor de los casos, contar con la libertad para expresar tu sexualidad y tu identidad sin restricciones posibles por parte de la sociedad (en tal sentido, puedo entender el uso del término “elección” en el activismo LGBT+). Pero ni tales activistas son tan comunes como sugieren desde sus críticos, ni las identidades ni las orientaciones sexuales son una elección por sí mismas: son el resultado de una base biológica que se moldea y desarrolla tanto por la madurez biológica como por la influencia del entorno. Una sensación no arbitraria, como ya expliqué. Dicho esto, ¿qué tal se trata a las minorías bajo el paraguas trans y queer dentro de la comunidad LGBT+?
Para tener una noción más personal de cómo perciben
algunos el tema, consulté en Twitter/X si algunos de mis mutuals trans/no
binarios/género fluido (que no son pocos) quería compartir conmigo su
experiencia no sólo con su identidad, sino también de cómo se han sentido
dentro de la comunidad LGBT+, y en qué sentían que podía mejorar. Agradezco de
antemano a quienes se acercaron a mí en mensaje privado para relatarme sus
historias.
En primer lugar, una persona no binaria me dejó claro
que, si bien no salió del clóset con su familia debido a sus fuertes creencias
religiosas, sí que contó con apoyo de su círculo de amistades y en redes
sociales cuando decidió explorar poco a poco su identidad hasta descubrirse a
sí misme. Así mismo, estuvo en una Marcha del Orgullo este año, y en general
tuvo mucho respeto y un ambiente seguro por parte de los asistentes. Sin
embargo, sí fue testigo del acoso que sufrió una persona con falda en la
sección de osos dentro de la marcha (argot homosexual para referirse a hombres
de aspecto muy “varonil”, con cuerpo robusto y abundante vello facial/corporal),
por parte de una chica de la propia marcha que empezó a tomarle fotos e incluso
le alzó la falda sin su consentimiento. Y en un terreno más personal, a elle le
costó tiempo lograr que su pareja respetase su elección de pronombres neutros.
Por otro lado, una mujer trans de género fluido y
asexual, algo contraria al sexo, me contó algunos malentendidos que le
ocurrieron porque confundían su reacción a algunas muestras de afecto con
homofobia y transfobia, y cuando salió del clóset asexual recibió varios
comentarios e insinuaciones de burla por parte de aliados y miembros de la
comunidad en Colombia. Es una experiencia más enfocada con su asexualidad, pero
ya que hablamos de T(Q+), también vale la pena mencionar lo que ella misma
manifiesta, y que también he visto en otras circunstancias: la forma burlesca
en que algunos dentro de la propia comunidad ven al espectro asexual, y la
fuerte sexualización que a veces se maneja en el activismo. Ah, y también
manifestó su descontento con la marginalización que se percibe por igual hacia
el colectivo bisexual.
Y por supuesto, no puedo dejar de agradecer a mi
querido Samy, único fan de Katsuki Bakugo y Boruto con derechos (guiño, guiño),
por compartirme su historia que he visto un poco de cerca. Aunque su
experiencia como hombre trans no binario más o menos vocal al respecto es corta
por su edad, conocerse a sí mismo ha sido toda una odisea porque, en general,
es poca la información que se tiene sobre ser trans-nb incluso dentro de la
propia comunidad, por lo cual explicar su identidad a otras personas también es
una tarea constante y difícil, además de que su expresión aún es bastante
femenina. De manera similar al testimonio anterior, para Samy las identidades
no binarias aún son vistas con cierto recelo dentro de la comunidad LGBT+, como
si fuese una especie de juego performativo.
Son apenas tres historias de las muchas que habrán, y como ven unas más positivas que otras. Pero ayudan a poner en contexto el tema a discutir. A pesar de sus lazos, la comunidad LGBT+ no es monolítica: como comentaba en la Parte III, algunos individuos de minorías sexuales ni siquiera se consideran parte de la comunidad, en especial cuando son personas de tendencias ideológicas más conservadoras. Más allá de eso, una triste realidad es que mucho del discurso dentro de la propia comunidad aún es mayormente cooptado y representativo de los gays y lesbianas, de un modelo además anglosajón y económicamente acomodado, de modo que muchas de las otras minorías dentro de la comunidad pueden sentirse marginalizadas e incluso ridiculizadas. Los transgénero, nb y afines, no son una excepción: de hecho, son de los más marginalizados incluso por la comunidad LGBT+.
Si volvemos al activismo de los años post-Stonewall, algunas
de las primeras activistas trans como Martha P. Johnson y Sylvia Rivera se
sentían un tanto desplazadas y poco identificadas dentro del naciente
movimiento gay (recordemos que en aquellos años, gay era un término paraguas
que abarcaba sexualidades disidentes), a pesar de haber hecho parte de sus
primeros organizadores; Rivera incluso fue abucheada
durante un discurso en la marcha de la liberación en 1973 por un
grupo de lesbianas. Y no podemos olvidar el discurso feminista radical del
lesbianismo político, de autoras como Janice Raymond y Sheila Jeffreys, quienes
se referían a las mujeres trans como “hombres colonizadores”, buscando
apropiarse de los espacios exclusivos a la mujer –sorprende lo poco que han
cambiado muchos discursos estigmatizantes, ¿no?-. Miss Major Griffin-Gracy,
activista negra transgénero y primera directora ejecutiva del Proyecto Justicia
Transgénero, Variante de Género e Intersexual (TGIJP, por sus siglas en
inglés), ha denunciado reiteradamente a través de los años que la línea más
convencional del activismo gay tiende mucho a segregar a las personas
transgénero y de color, por lo que aboga por enfoques más interseccionales.
La actualidad sigue siendo un triste reflejo de estos
prejuicios. Si bien es cierto, y yo mismo he percibido, que en redes sociales
es cada vez mayor un compromiso por respaldar a la comunidad transgénero entre
otros miembros de la comunidad LGBT+, y hemos visto también fuertes
manifestaciones de apoyo en Canadá y Reino Unido para enfrentarse a las
políticas anti-trans en marcha dentro de aquellos países, también lo es que hay
sectores dentro de la propia comunidad que manifiestan actitudes prácticamente
transfóbicas, desde la malgenerización (misgendering),
el deadnaming (usar el nombre
pre-transición/outing de la persona) y el rechazo al uso de pronombres
preferidos, hasta el acoso y acusaciones de pederastia y grooming. ¿De dónde surgen tales actitudes?
Para lo investigador transdisciplinarie Nyx McLean, de
la Universidad de Rhodes, y el especialista digital Thurlo Cicero, un
importante problema es el error de visualizar la comunidad LGBT+ como una
homogénea, desconociendo diferentes experiencias vividas en variados contextos
de raza, posición social, etc. Para su próximo proyecto, Left Out, ambos
autores colectaron información de cuatro países africanos, dos donde las
sexualidades diversas son criminalizadas (Ruanda, Uganda), y dos donde se
cuenta con cierta protección (Bostwana, Sudáfrica), y encontraron que en las
cuatro naciones existe una inclinación hacia la discriminación y violencia
transfóbica, tanto en el día a día regular como en la Internet, donde se pueden
construir redes de apoyo y espacios libres de odio para la comunidad LGBT+, y
que en teoría los abarcan a todos. Al comparar las experiencias de las personas
trans/nb consultadas en entrevistas para el proyecto, McLean y Cicero postulan
un argumento bastante acertado sobre esta discordancia (negritas mías):
“Es mejor pensar en la comunidad LGBTQIA+ como conformada por múltiples comunidades. Cuando se piensa en la comunidad de esta forma, entonces se hace más fácil entender por qué algunas lesbianas y gays retroceden contra la percibida otredad y perpetúan y/o no se manifiestan contra la violencia transfóbica –están cuidando los intereses de sus propias comunidades.”
“Con la búsqueda de igualdad de derechos, las lesbianas y gays se han presentado como no amenazantes para la cultura heterosexual, y han llegado a ser asimilados en esta cultura. Pueden adoptar las normas y valores que son asociados con ‘un buen ciudadano heterosexual’, y reforzar lo que Duggan llamó homonormatividad. Por ello, para proteger este privilegio y poder, trabajan para mantener la norma heterosexual y no trabajan para proteger y aceptar a otras identidades queer.”
Más que el problema de una categorización, lo que denuncian McLean y Cicero es que la homogenización de la comunidad LGBT+ en el discurso público hace que las narrativas dominantes sean bastante reducidas: cis-heteros homosexuales anglosajones, de clase media y alta, que pueden amoldarse mucho más fácil a las expectativas y roles sociales. Y de hecho, ni siquiera figuras trans públicas son ajenas a esta asimilación privilegiada, como son los casos de la ex atleta Caitlyn Jenner y la tiktoker republicana Kelly Cardigan, quien menosprecia a las mujeres trans pre-operadas (es decir: sin cirugía genital de reasignación) como “una burla” hacia la causa de la comunidad.
Esto me lleva a hablar otro tema, y es que hay cierta
estigmatización y presión por parte de estos sectores alienados de LG para que
las personas trans/nb se esfuercen en “encajar dentro del binario” y “las
normas”, lo que en argot de la comunidad se llama passing. Es una visión problemática, porque como he explicado en
esta serie, acceder a terapia afirmativa de género no es fácil, y la transición
social no está exenta de mucha discriminación y ostracismo. Es discriminador y
abusivo pretender que toda persona trans o no binaria que quiera ser reconocida
dentro y fuera de la comunidad LGBT+ tenga que tallar su expresión de género y
rasgos físicos según el molde de Ángela
Ponce, Patricio
Manuel o Demi
Lovato –sin agraviar a las partes mencionadas-. Y es
especialmente triste cuando consideramos que tan
sólo en Estados Unidos, una persona transexual es siete veces
más probable que sea víctima de brutalidad policíaca que una cisgénero, ser más
criminalizada al ser víctima de tráfico sexual, de dos a cuatro veces más
probable que esté desempleada, un 50% de transexuales han sido víctimas de abuso sexual al menos una vez en su vida, y un 90% de ellas han sufrido
discriminación o acoso en su trabajo.
Finalmente, entre dichos sectores de la comunidad también existe una acusación contra las personas trans como que buscan dinamitar el concepto de sexo para reemplazarlo a nivel social e incluso científico por el de género, y reducir así de paso las “inquietudes apremiantes” sobre la identidad de género. De esta visión poco caritativa surgen caricaturas como que “si no te acuestas con una persona trans, eres transfóbico” o esos escenarios hipotéticos donde una cita acaba en un encuentro potencialmente sexual que se va al traste cuando una de las partes descubre que la otra no tiene genitales que correspondan con su expresión de género. Y como hace unos años comentaba yo mismo desde este blog, en una entrada donde definitivamente estaba mucho menos informado que hoy, es desde tal visión que algunos han postulado que las identidades trans deberían escindirse de la comunidad, pues sus objetivos serían contrarios y hasta perjudiciales para gays, lesbianas y bisexuales.
Aquí debo admitir que sí he visto una que otra persona
trans en redes que sí argumenta algo parecido, pero por suerte han sido
ocasiones escasas, e inmediatamente criticadas por la propia comunidad trans en redes. El problema en tales casos,
al menos según los críticos, no sería tanto el rechazo en sí, sino la forma en
que se manifieste, si es con consideración y respeto o repudio y asco; y aunque
no es como que esperar que una persona trans manifieste que lo es desde el
primer minuto, en un escenario donde aún no hay confianza, sea una petición
razonable, también es difícil creer que no se haya sorteado el tema antes de
una interacción sexual. Sí: es ingenuo pensar también que la preferencia
genital no tiene un papel importante en la atracción sexual de muchas personas,
y estoy seguro que muchas personas trans son tristemente conscientes de ello,
pero a su vez, no es absurdo preguntarse, como lo plantean algunos activistas
trans y queer, si dicha preferencia
está bien fijada en la orientación sexual, o es un efecto de la heteronormatividad
en la cual nos desarrollamos; después de todo, también hay gays y lesbianas
cishetero que llevan relaciones con parejas trans y nb. Y querido amigo
transfóbico, plantearse esa pregunta no va a conducir a que sea obligatorio
chupar penes. Deja el drama.
Uniendo los problemas de las narrativas y experiencias sobrerrepresentadas en la comunidad LGBT+ y ese pequeño sector que busca reforzar el passing, sumado al esfuerzo de grupos conservadores por presentar historias LG visibles pero alejadas de los movimientos de justicia social, que los ayuden a nivel político, podemos comprender que la sugerencia de separar las luchas de las identidades de género no es ni informada ni inocente. Sectores más conservadores de los LG –y en ocasiones B-, como la LGB Alliance, buscan así garantizar un mayor apoyo externo a la comunidad lanzando del bus a minorías sexuales más marginalizadas y poco comprendidas por el público general. A su vez, grupos conservadores y reaccionarios promueven las posturas de estos LG conservadores para fomentar la idea de que la comunidad LGBT+ se está fracturando por los “caprichos” transgénero, lo que es sólo una estrategia más taimada para debilitar las causas de la comunidad, mantenerlos separados apelando a las inquietudes más inmediatas de cada minoría sexual, y arrastrar a su lado aquellas que son más fáciles de adaptar a su discurso tradicionalista y amigo del statu quo.
Eso sí, esperar que sea un trato de igual a igual
sería muy ingenuo de parte de estos LG asimilados. Como hemos visto a través de
proyectos como ‘Don’t Say Gay’ en Estados Unidos, los intentos de prohibir drag shows, la persecución a literatura
escolar con temáticas LGBT+, la caída del Roe
vs Wade y la posibilidad de que el aborto y el derecho a una transición
clínica sin problemas sean derogados por no ser considerados “constitucionales”
o estar “profundamente enraizados” en la historia y tradiciones del país, esta
táctica conservadora es a su vez un esfuerzo por lograr que la comunidad apoye
sus causas políticas, aceptando ideas nefastas de disfraz racional (el debate
sobre terapia afirmativa), y de ese modo bajar poco a poco la barra para seguir
atacando derechos alcanzados en décadas recientes. Votar por el Partido de los
Leopardos Comecaras no va a impedir que en un futuro te arranque la tuya para
la merienda de las cuatro, si eso le significa consolidar su poder.
Y aunque sea cierto que la idea de un cisma entre la LGB y la T(Q)+ es más bien una ilusión magnificada, también lo es que dentro de la comunidad hay muchos espacios con no sólo poca representación trans/nb, sino también con poca actividad visible por parte de los aliados en las otras minorías sexuales. ¿Cómo combatir entonces con la potencial alienación, con la marginalización de los ya marginados?
Nuestra responsabilidad inmediata dentro de los
movimientos LGBT+ (y hablo en plural reconociéndome como demisexual) es ser
muchísimo más proactivos en la defensa de los derechos trans. En nuestro poder
está denunciar las situaciones de discriminación que ocurren entre las minorías
sexuales, así como cuestionar los argumentos de quienes intentar fracturar la
comunidad. Y en especial, ofrecer e impulsar más espacios donde la comunidad
trans/nb pueda expresarse y manifestar sus objetivos y preocupaciones.
Consultar a las mismas personas a las que buscamos defender, tener en cuenta
sus experiencias y conocimiento sobre su propia identidad, su situación, y así
fortalecer nuestra defensa y apoyo de su causa.
Pero sobre todo, mantener en mente que somos una comunidad compuesta de muchas identidades, de muchas historias, unidas por un objetivo en común: el ser reconocidos como ciudadanos de pleno derecho, sin importar su orientación sexual, su atracción o su género. Nuestras metas deben ser prosociales, buscando garantizar nuestros derechos a través del respaldo de los derechos de nuestros compañeros, no sólo en su identidad individual sino también en los otros factores que influyen calidad de vida. Somos disidentes en la sociedad, y como tal debemos cuidarnos y apoyarnos entre todos.
Conclusiones
Por si tenían la duda, el subtítulo de esta entrada
viene de un fragmento de la canción de Garbage “Cherry Lips (Go Baby Go!)” (Portas una vela en tu corazón/Brillas con
luz en partes ocultas/), la cual narra fue escrita por la vocalista Shirley
Manson, inspirada en las historias escritas por la autora Laura Albert bajo el
pseudónimo JT LeRoy, como “una oda al espíritu transgénero”. Manson no sólo es
una de las cantantes más reconocidas por su activismo a favor de las minorías
sexuales, sino que además “Cherry Lips” y otras canciones de Garbage como
“Queer” y “Androgyny” se han transformado en himnos de rock para la comunidad
LGBT+. Sentí que eran las mejores palabras con las que podía expresar la
intención general no sólo de la presente entrada, sino también de la serie
actual que estoy publicando.
Y no dejo de notar la ironía de ser un varón cisgénero hablando sobre la población transgénero, pero es precisamente el papel que debería tener como alguien que realmente se considera aliado. Porque lo que busco inspirar, al final, es conciencia. Que la gente se pueda informar sobre lo que realmente significa identidad de género, lo que necesita ser trans, y entender que aquí no hay ni enemigos, ni enfermos, ni degenerados. Son simplemente parte de esas infinitas formas hermosas que asombraban a Darwin, y que hoy apenas empezamos a comprender realmente en su vastedad dentro de nuestra propia especie. Son humanos como ustedes o como yo, con metas e inquietudes como cualquiera. Merecen y necesitan nuestro respeto y apoyo, no nuestro desdén o nuestro repudio.
Fuentes para consultar
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T.I. 2020. Gender Dysphoria: A Review Investigating the Relationship Between
Genetic Influences and Brain Development. Adolescent Health, Medicine and Therapeutics,
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