¿Y la religión en tiempos de pandemia?
Después
de unos casi cinco meses con el mundo semiparalizado, el ritmo actual de
transmisión de la COVID-19 sugiere que esto no va a terminar pronto. Sin
pasarme de pesimista y pronosticar que podría enfrentarse una situación
idéntica a la epidemia de gripe de 1918-1920, lo cierto es que mientras no se
pueda desarrollar una vacuna contra el SARS-CoV-2 el número de casos seguirá
creciendo de modo alarmante, en especial porque inevitablemente se tendrán que
flexibilizar los aislamientos para permitir labores en medio de estrictas medidas
de bioseguridad. A mucha gente le cuesta cada vez más sobrevivir sin trabajar,
y para algunos no sólo por no poder ganar lo suficiente para mantener a su
familia, sino también porque la sensación de inactividad es cada vez más
abrumadora.
El
prolongado aislamiento ha impactado en decenas de industrias y actividades socioeconómicas
como la aviación, el turismo, el cine, entre otras. Una de las actividades más
afectadas por la crisis actual es, sin duda, la religión y sus muchos rituales
y celebraciones relacionadas. Y por más que muchos de nosotros cuestionemos o
incluso nos burlemos del pensamiento religioso, la realidad es que el anhelo
inherente del ser humano a buscar un propósito y un sentido a su propia
existencia y a la de aquello que lo rodea siempre dará lugar a inquietudes que
son respondidas de forma más o menos satisfactoria (a nivel individual) por una
creencia metafísica, por más absurda o infalsable que esta sea.
Dios lucha contra el coronavirus
(COVID-19), ilustración de Giovanni
Guida.
Decía
Vivian Yee en The New York Times,
a finales de marzo, que la pandemia ya
generaba un conflicto interno en los creyentes al enfrentar las recomendaciones
sanitarias con su estricta cosmovisión religiosa, puesto que en sus
palabras “lo que es bueno para el alma,
quizá no siempre es bueno para el cuerpo”. Ya
en esos momentos se habían generado
inquietudes entre millones de fieles debido al cierre de diferentes sitios de
veneración, la suspensión de congregaciones semanales, y también el oportunismo
de algunos líderes religiosos que aseguraban poder curar a los creyentes o
protegerlos ante cualquier posible infección. Habiendo cruzado el umbral de la
mitad del año, y debido a prolongados aislamientos totales o restricciones de
bioseguridad ante una situación mundial de crisis de la que no se augura un
pronto término, vale la pena examinar cómo se ha manifestado el choque entre fe
y salud para evaluar la plasticidad del ser humano.
De
entrada, cualquiera que crea que las religiones entrarán
en decadencia con esta pandemia está más enajenado que Slavoj Žižek al
considerarla un golpe letal contra el sistema capitalista, y el impulso para
desarrollar un comunismo depurado. Somos una especie social de costumbres y rituales, bastante
reticente al cambio, y sin la adecuada oferta de mejores beneficios dentro de
un marco ideológico alternativo, en especial para aquellos que se encuentran en
las altas esferas del poder, es muy improbable que desechemos pronto las
estructuras sociopolíticas y culturales que tenemos en la actualidad. Como
mencionaba, las creencias religiosas son una respuesta satisfactoria para
millones que anhelan comprender algún propósito detrás de su limitada
existencia por lo que, incomprobables como son, perduran a través del tiempo y
sin duda serán mayoritarias por un largo tiempo.
Comentario extra: es gracioso que imágenes editadas de
este estilo en la red pongan como “verdades incómodas” la Biblia o el
terraplanismo.
Eso
sí, cuando nos fijamos en el comportamiento de distintas instituciones
religiosas y sus devotos, notamos que la actual pandemia ha servido a
diferentes grados como una bofetada de realidad para la gente. Por mucho que se
ponga la fe en un ser superior para una protección, la gente no es estúpida: la
mayoría sabe que un virus es un factor natural, al que no le importa si crees o
no en Dios, así que a regañadientes tuvieron que aceptar las restricciones sociales
sugeridas por la Organización Mundial de la Salud (OMS) y guardarse en sus
casas. Muchos seguirán agradeciendo a Dios, racionalizarán este momento como
una prueba a su fe, se unirán a cadenas de oración mundial para que los médicos
y científicos encuentren pronto una vacuna o la cura del SARS-CoV-2 –sí, los médicos y científicos, no sus
sacerdotes y profetas-, pero la mayoría son lo bastante maduros como para no
poner a prueba sus convicciones quebrando el aislamiento social por una simple
cuestión de fe. Muchos han tenido que afrontar la realidad de que sus creencias
no requieren de un edificio particular o rituales semanales para complacer a su
deidad. Dios no está encerrado en los muros de una iglesia. Así que, esta
pandemia ha sido una gran oportunidad para que un buen número de fieles se
replanteen el vínculo entre sus creencias personales y las instituciones
religiosas a las que hacen parte. Han tenido que adaptarse a estos tiempos.
En
cuanto a las religiones en sí, antes de entrar de lleno a lo malo que nunca
falta, vamos a destacar aquello positivo. Fuera de los líderes
religiosos que sí han recomendado el distanciamiento social, desde los primeros
meses algunas iglesias han
mantenido abiertos sus bancos de alimentos para desamparados y gente humilde,
conscientes de sus dificultades para acceder a comida, y denominaciones como
los mormones e incluso los
sikh se han dedicado a enviar alimentos a las personas en aislamiento.
Puede ser debatible si es por altruismo puro, por proselitismo o por cuestiones
fiscales, pero siempre es bueno saber que hay gente trabajando por aquellos que
pasan dificultades, y ojalá sea una actividad que sepan mantener después de que
se calmen la tormenta.
Por supuesto, al ser
animales sociales, es inevitable que los líderes religiosos se inquieten por su
incapacidad de compartir la palabra divina (y otros por no llenar sus
bolsillos) y los feligreses se angustien por la ruptura de su cotidianidad
espiritual, así que cada vez hay más situaciones de violación de las normas de
bioseguridad en estos tiempos por causa de misas y oficios religiosos. Es
cierto que han ocurrido casos similares en otros ámbitos, como discotecas,
fiestas privadas e incluso “orgías COVID”; sin embargo, no es comparable una
actividad recreativa (o una flexibilización moral, si pensamos en el patrón de
las epidemias a través de la Historia) con rituales asociados a profundas
creencias personales que buscan una explicación a nuestra propia existencia y
la de aquello que nos rodea. La religión es parte fundamental de la salud
mental y espiritual de millones de personas alrededor del mundo (para entender
a lo que me refiero con espiritual, véase aquí), y eso implica que a menudo prefieran
poner en riesgo su integridad física con tal de evitar angustias existenciales.
Observaciones que se me
antojan harto curiosas son las comparaciones entre reacciones diferentes
credos. Por ejemplo, en Inglaterra y Gales se encontró que personas
identificadas como judías, musulmanes, hinduistas o sikh han tenido mayor tasa
de fallecidos por COVID-19 que los cristianos o creyentes sin denominación,
lo cual se explica tanto por las condiciones de vida de muchos de ellos como a
la ortodoxia de sus rituales, explicando que en comparación es
menos probable que los no creyentes mueran por la misma enfermedad en Reino
Unido. En Estados Unidos y Latinoamérica, los
evangélicos se han enfrentado a las restricciones sociales impuestas por las autoridades,
a pesar de que ya han muerto varios pastores por irrespetar los protocolos de
bioseguridad, aunque los católicos tampoco han estado exentos de ponerse en
riesgo. Por ejemplo, en Colombia encontraron hace dos semanas a
casi 70 personas en una iglesia clandestina en Santa Marta, mientras
que por otro lado una
parroquia en Bogotá estuvo oficiando una misa la semana pasada, dejando
ingresar incluso a fieles sin tapabocas, a pesar de las
prohibiciones del Vaticano en la celebración presencial.
Y si es problemático que
haya personas dispuestas a poner en riesgo su salud por un ritual religioso, es
peor cuando te encuentras con autoridades religiosas que ya de plano
contribuyen a difundir la desinformación. No olvidemos que el nefasto pastor de
Cartagena, Miguel Arrázola (sí, ese que si no fuera renacido te mandaba a un
“tablúo” para hacerte la vuelta), no contento con lamentarse en un video por no
poder “repartir su mensaje” (más bien llenar su bolsillo) manifestó
en un video en vivo apoyar la eterna idea conspiranoica de Bill Gates, el
Anticristo y los microchips para controlar a la gente, esta vez
acusando a las futuras vacunas en desarrollo contra el COVID para ello. Por
otro lado, en
Australia la espantosa “iglesia” Génesis II para la Salud y la Sanación fue
multada por vender como una cura para el coronavirus la famosa “Solución
Mineral Milagrosa” (MMS), el compuesto con dióxido de cloro
promocionado como una cura para el acné, el cáncer y el autismo, a pesar de que
no sólo no hay evidencia de esto sino que además se trata de una sustancia tóxica (recuérdenme
escribir una diatriba contra el MMS y el CDS). Y de manera similar, no han
faltado los que acusan a los tapabocas de ser un instrumento de dominación
psicológica por parte del Nuevo Orden Mundial, o que son un accesorio
diabólico, y chorradas así. Alimentar el temor y la influencia de los antivacunas,
así como vender menjurjes pseudocientíficos que ponen en riesgo la salud de sus
fieles, no tiene otro adjetivo más que criminal.
Lo más curioso de todo,
si lo reflexionamos bien, es que la crisis provocada por la COVID-19 es la oportunidad perfecta para que esos
pastores y sanadores que abundan en el mundo demostraran sus poderes curativos
y obraran milagros a través de los pacientes enfermos: algo que nos muestre que
en efecto hablan de parte de Dios. Sin embargo, no sólo la mayoría destaca por
su silencio y ausencia en unidades de cuidados intensivos y hospitales, sino
que además los pocos que se han atrevido a insistir en sus delirios o a decir
que la fe es un escudo no han tenido buen final: por ejemplo, un pastor
camerunés que decía sanar a los infectados de coronavirus a través de la
imposición de manos terminó
infectado por hacerse el Pablo de Tarso y falleció menos de una semana después
de caer enfermo. Supongo que al final del día la mayoría sabe que si
es decisión de Dios poco importan las oraciones, prefieren no ponerlo a prueba
por escrúpulos metafísicos, o los que van ya de plano por el dinero están conscientes de su
fraude.
Y no mencionaré nada
sobre los que se refieren a la pandemia como un castigo divino por la
homosexualidad, el aborto y todas esas cosas que asustan a los religiosos. El
discurso de las plagas como castigo por el pecado existe desde los albores de
la civilización, así que tampoco es lo que uno llamaría nuevo, y ya tengo una
que otra entrada comentado cosas similares.
Como habrán podido
concluir de todo lo expuesto hasta ahora, el estado de perturbación social
causado por el COVID-19 no ha hecho más que resaltar las realidades detrás del
ejercicio de las creencias religiosas: son un apoyo positivo para muchas
personas, pero sus falencias innatas debido a su naturaleza incognoscible y su
carácter dogmático siguen provocando choques con la realidad que ponen en
riesgo a miles, quizás millones de personas. Si vale la pena poner la salud en
entredicho por la satisfacción espiritual de cumplir con ritos semanales, eso
ya corresponde a lo que cada uno valore más importante para sí mismo, pero jamás olvide que no sólo se está jugando su salud, sino la de todos a su alrededor. Y creo que ningún dios es muy afecto del egoísmo para con el prójimo.
Adenda:
a inicios de mes, el (sub)Presidente de Colombia, Iván Duque, publicó un mensaje
en su cuenta de Twitter conmemorando el aniversario de la Virgen de
Chiquinquirá. Un ciudadano decidió meter una tutela debido a que, aun sin ser
la cuenta oficial de la Presidencia, en ella Duque transmite mensajes oficiales
de su cargo, haciendo con ello proselitismo religioso. Debido a esto el
Tribunal Superior de Cali le ordenó al (sub)Presidente retirar el mensaje.
Hoy la sentencia fue impugnada, pero sirve como un ejemplo de la
responsabilidad que significa ser líder de un Estado de carácter laico.
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