Demasiado sensibles
Hace
unos días, en una entrevista, el candidato presidencial Enrique Peñalosa
contaba algunas de sus anécdotas de juventud en Estados Unidos. Entre esas,
contó que tuvo que trabajar como obrero en una construcción por más de dos
años, y que era “tan raso, que era el
único empleado no negro de la obra. No digo blanco, porque como latino sólo
estaba a mitad de camino”.
De
inmediato, muchas personas pertenecientes a las negritudes elevaron quejas de
indignación ante lo que les parecía un comentario racista y discriminatorio.
Incluso, la organización Chao Racismo afirmó que la frase de Peñalosa “perpetua la reproducción de estereotipos e
imaginarios infortunados para los afro. Con su manifestación asegura de forma
vehemente que un obrero raso siempre debe ser negro y los trabajos de más baja
calificación, remuneración e informalidad son destino forzoso y exclusivo para
afrodescendientes”. Por ello, exigieron una disculpa del candidato, para evitar
que se vulneren sus derechos.
Si
usted no ve dónde está el insulto en la declaración de Peñalosa, no se
preocupe: yo tampoco. Simplemente relataba una historia de su juventud. Claro,
la frase quizás hizo evidente que en Estados Unidos, los afroamericanos suelen
ser relegados a trabajos poco especializados (aunque hoy en día los inmigrantes
ocupan muchos de esos espacios, y la cuota racial también balancea un poco),
pero, ¿acaso decir eso es racismo? No: es simplemente decir la verdad acerca de
lo que fue y sigue siendo un hecho social. Peñalosa no estaba tratando de decir
que el negro está relegado a trabajar como un obrero, pero para muchos de
nosotros es obvio que la discriminación laboral en muchos casos conduce a esto.
Y el entenderlo de esta forma no nos hace racistas.
Desgraciadamente,
muchos no lo vieron así, y ahora un excongresista interpuso
una demanda penal a Peñalosa por racismo. Aún en el caso de que Peñalosa
hubiera sido intencionalmente racista con su declaración, denunciarlo por
hablar no es precisamente válido. La libertad de expresión consiste
precisamente en decir lo que se piensa, aunque al otro no le gusta. Y sí, esto
cobija a racistas, homofóbicos, misóginos, líderes religiosos que discriminan a
los no creyentes, y otros más. Cosa con la que yo no estoy de acuerdo, pero la
ley es ley.
Alguno
verá una intención política tras la demanda. Dejando eso de lado, este confuso
episodio revela que en las minorías sociales (y me incluyo por ser no creyente),
nos hemos vuelto más sensibles y victimizados. Tendemos a malinterpretar o
manipular las declaraciones de X o Y persona para gritar: “¡Discriminación!” a
voz en cuello. Afrocolombianos que encuentran ofensivísima la palabra “negro”
en general, ya sea en un chiste, como frase de amistad o cariño (como la expresión
“mi negrita” de los enamorados, así la chica sea blanca como el queso), aun si
no es usada hacia ellos; mujeres que pretenden criminalizar el piropo (que
duélale a quien le duela, no es acoso, por grosero que sea, a menos que ocurra
día tras día de la misma persona, y en una misma área), y que se molestan si uno
no dice “niños y niñas”, o escribe ese adefesio lingüístico de “niñ@s” (sobre
el lenguaje incluyente hablaré en otra entrada); ateos que gimen cuando un
pastor acusa a los no creyentes de “inmorales”, y que echan la culpa de los
males de la sociedad al crecimiento del ateísmo.
Algunos
alegatos tienen razón. Sería insensato negar que aún exista en Colombia una
fuerte discriminación hacia mujeres, negros, ateos, LGBTI y otras minorías. Ignorar
esto es un acto de miopía atroz. Sin embargo, no podemos empezar a buscar
infractores a cada vuelta de esquina. Hay que saber entender las frases. Hay
que saber comprender los contextos. Hay que saber leer entre líneas. Y sobre
todo, hay que comprender que nuestro trabajo para terminar con la
discriminación es una labor social, consistente principalmente en la adecuada
educación acerca de las diferencias que pueden existir entre las personas,
formulación de ejemplos positivos, y la construcción de políticas que no sean
condescendientes, sino simplemente justas y adecuadas. Nada logramos con llamar
criminal al machista que lanza un piropo sucio, o al empleado que llama “negrero”
a un jefe explotador. El trabajo es educar, no quejarse.
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