De la pa’ünaa wayúu a la muerte de Romina Ashrafi: colectivismo y honor familiar


El pasado 25 de mayo se conmemoró en Colombia el Día Nacional por la Dignidad de las Mujeres Víctimas de la Violencia Sexual. El extenso nombre podrá parecer un tanto ostentoso, pero si hay algo real no sólo es que los casos de violencia sexual y feminicidios en Colombia han repuntado tras el confinamiento por la actual coyuntura de la COVID-19, sino que además es un reconocimiento de que la mujer en el país ha sufrido un tipo de violencia muy particular en el marco del conflicto armado. Y como si fuera una especie de broma cruel de la vida, por esos días se juntaron dos episodios terribles de machismo, uno local y otro internacional, que pusieron en manifiesto la discriminación que sufren muchas mujeres por su condición y los problemas de visiones colectivistas y autónomas de la sociedad, donde el bienestar de la familia o la comunidad prima más que las aspiraciones y libertades individuales.

El fin de semana anterior a ese día, se hizo público en redes sociales el video de una entrevista entre el locutor Fabio Zuleta (hermano de los Hermanos Zuleta) y un hombre que se presentó como palabrero wayúu, Roberto Barroso, en la cual Zuleta le preguntó si en la Guajira se seguían vendiendo mujeres, y cuánto le podía costar una “chinita” para él, sin pelo “pa’ enseñarle” (cada vez que escucho ese fragmento es peor; es como leer el creepypasta de Lolita Slave Girl) y “señorita”. La conversación es espantosa, y no tardó en encender la furia en las redes sociales, acusando a Zuleta de perpetuar los estereotipos y la discriminación en contra de los indígenas y las mujeres wayúu, por lo cual el locutor tuvo que salir a dar una disculpa forzada, diciendo que había sido hecho “en gracia”. Creo que debieron darle un libreto para esa disculpa, porque fue incluso peor.


Ante la polémica generada, surgieron diversas voces tanto de las autoridades como de miembros de la comunidad wayúu defendiendo el concepto detrás de la polémica, que es el matrimonio concertado y la llamada dote, la pa’ünaa, ambos supuestamente (y este es el meollo del asunto) estigmatizados y malinterpretados por los arijunas, los no wayúu. Varias ramas del Gobierno como la Procuraduría, el Ministerio del Interior e incluso el mismo subpresidente Tocineto pidieron abrir una investigación por difamación a Zuleta, al igual que para Barroso, quien al parecer no es reconocido por la Organización Nacional de Indígenas de Colombia (Onic) como palabrero wayúu.

Si hay algo que a muchos nos da más bien risa (y un poco de rabia, a decir verdad) es que cuando defiendan las costumbres wayúu usen argumentos del estilo a) “si hay algunas familias que no cumplen las reglas, juzgarlos le corresponde a un palabrero, no a un arijuna”; b) “es que tu visión occidental totalizadora no te deja comprender este ritual”; y c) “son una comunidad autónoma”. En lo personal me topé con los dos primeros de forma casi literal en un post de un antropólogo en Facebook, y después de reaccionar con risas a ellos (no fue muy maduro de mi parte, debo admitir), le hice algunas preguntas sobre inquietudes en torno al ritual de matrimonio dentro de la comunidad, al igual que le expliqué el porqué de mis reacciones, y cómo sus respuestas eran mejor en general que el discurso postmoderno inicial.


Antes, entendamos cómo es el asunto de la pa’ünaa que, como señaló David, es “un concepto que Zuleta y Barroso ni siquiera mencionaron”. Él señala algo, y es algo que yo también cuestioné de la descripción en el post al que reaccioné, porque de inmediato los wayúu y el antropólogo asumen que quienes no pertenecemos a la nación wayúu no comprendemos este ritual y lo que implica (argumento b), siendo que por ejemplo ese antropólogo es tan arijuna como yo (lo sé porque lo conozco), y no creo que le costara mucho tanto entender el tema de la dote como responder a las preguntas que le hice al respecto. De la misma forma, dudo que un wayúu esté en una posición de inferioridad intelectual como para comprender conceptos de nuestra “sociedad occidental” como la libertad individual. Pero vamos con la pa’ünaa.

Hay un artículo de la página del periódico Wayuunaiki, así como un post de Facebook escrito por una mujer wayúu, donde se explica el tema cultural de la dote, o según el post al menos como se hacía antes de la “occidentalización e interculturalidad en la que estamos inmersos” (suspiro…). En síntesis el ritual de matrimonio wayúu inicia con el envío de un putche’ejana, un emisario de la familia del novio, para informar a la familia de la joven pretendida que será pedida en matrimonio. La familia de la majayülü, la prometida, envía entonces a un putchipu’u (palabrero) para averiguar sus intenciones, conseguir el consentimiento de su familia y entregar una porción de la dote como reconocimiento a la madre de la majayülü. Después de esto la familia del novio y amigos cercanos realiza la recolecta (ouunuwawaa) para juntar la pa’ünaa a entregar, por lo general consistente en ganado y collares, lo cual se entiende como una compensación entre las familias del pretendiente y la novia y que es fundamental para aceptar la propuesta de matrimonio -si no se cumple, la porción entregada previamente queda como pago por las molestias causadas, por decirlo así-. Una vez cumplida la entrega de la pa’ünaa, la majayülü es entregada a su prometido junto con sus pertenencias, tanto animales regalados por sus tíos como utensilios del hogar y los chinchorros tejidos durante el también tradicional y controvertido sutapaulu (encierro de las niñas tras su primera menstruación).


Notarán que en ambos enlaces hacen énfasis en el carácter colectivo del matrimonio en la comunidad wayúu, no individual: en ningún momento se hace alusión de consultar a la pretendida si tiene interés en contraer matrimonio, y por lo que explican en otros tiempos tampoco es que importara mucho la opinión del pretendiente, aunque hoy en día están un poco más abiertos a asumir la unión teniendo en cuenta los deseos de ambos. Esto no lo estoy asumiendo yo por no entender el tema debido a mi “visión occidental”: es lo que en ambos enlaces se enfatiza. Y el hecho es que, como lo explica David, esto no es más que “un rito de carácter transaccionalsin dote no hay matrimonio”; un trueque, si necesitan un término que lo resuma mejor, porque aún sin ausencia de dinero por medio lo cierto es que se intercambian unos determinados bienes (ganados y collares) por una mujer. Se puede adornar con toda la cultura que quieran, pero si bien en principio no se trata de un negocio de comprar o vender, como lo trató Zuleta, lo cierto es que hay un matiz económico más notable de lo que sus defensores asumen, unas diferencias entre el papel que desempeñan hombre y mujer (o más bien, sus familias) dentro del ritual que se pueden asumir tranquilamente como machistas, y además da lugar a comportamientos deleznables dentro de la comunidad. Romero Epiayú lo denuncia en su entrevista sin tapujos:
“El debate en los medios se refería a la dote como algo propio de la cultura. Desde nuestra organización hemos criticado ese tema pues lo consideramos como uno de los propiciadores de la violencia sexual, ha justificado el matrimonio de las niñas a temprana edad de nuestras comunidades. […] En pleno siglo XXI no se pueden seguir permitiendo estos actos tan atroces como los matrimonios a las niñas que muchas veces son entregadas a los hombres de mayor edad. Ellas son entregadas a unas personas, sin vivir una fase del enamoramiento, de enamorarse como cualquier otro ser, como cualquier otra mujer de la sociedad occidental. Y esto no se cuestiona bajo la idea de que ‘es así la cultura’.”
Cuando yo le pregunté al antropólogo sobre la posición de la majayülü en cuanto al matrimonio, y me explicó que dado el condicionamiento que se da en las comunidades wayúu a formar o evitar lazos con determinados clanes, la pretendida puede “elegir” a su pretendiente teniendo en consideración a su propia familia (lo que es en realidad una libertad restringida de elección), y que si llega a darse el caso de que ella quiera contraer matrimonio con alguien por fuera de los intereses familiares, debe poner su elección en consideración de la abuela, que es autoridad en la familia (por lo que imagino que, al final, su petición será rechazada). Antes de seguir avanzando, aquí vale la pena hacer hincapié en lo que menciona Romero Epiayú sobre el supuesto carácter matriarcal de la nación wayúu (spoilers: no lo tiene):
“- L.S.V.: Como matiz, en la cultura wayuu las mujeres juegan un rol muy importante. Son las que, por ejemplo, heredan el apellido al clan...“- J.R.E.: Se dice que es matriarcal pero por el tema de consanguinidad, por el tema de la sangre que está dado por la mujer. Pero es solo eso. Si vamos más allá, es una cultura totalmente machista y una de esas características es esto que venimos hablando. Los que tienen potestad sobre las niñas son los hombres. Ellos son los que determinan muchas veces qué hacer con esa mujer. El varonil en ese núcleo familiar es el que toma la determinación, el que decide qué hacer con las niñas. Entonces estas niñas se ven muchas veces sometidas a ese tipo de comportamiento, a que lo tienen que hacer porque no tiene otra opción, y no están empoderadas en sus derechos como mujeres.”
Ni hablemos de los inconvenientes y contradicciones que señala David sobre cómo se aplicaría la dote en los casos de la extendida poligamia, o cómo funcionaría en el caso de los matrimonios homoparentales, o si hay libertad de asumir matrimonios civiles, porque creo que entendemos bien que esas son situaciones más “modernas” de elección individual que no están contempladas en la “ancestralidad” de estos rituales de matrimonio. Ya lo dije: es obvio que el matrimonio wayúu carece del carácter vinculante personal que se le imprime hoy en día. No olvidemos, por supuesto, que en muchas civilizaciones europeas se realizaron matrimonios concertados hasta no hace mucho, en especial entre familias reales, pero eso significa que estamos bastante capacitados y conscientes del tema para al menos debatir el carácter cultural de la pa’ünaa y sus implicaciones en materia de derechos… cosas que nadie quiere señalar.

El argumento c), ese de que corresponde a la autonomía de los pueblos indígenas, es duramente cuestionado también por Romero Epiayú, debido a que se dan casos no sólo de matrimonios infantiles, sino también de explotación infantil y violencia intrafamiliar que prefieren barrerse bajo el tapete con el argumento de que son asuntos de su “cultura”, pero que también competen al Estado colombiano debido a que entran en conflicto con tratados y convenios internacionales de derechos humanos que el país está obligado a cumplir, incluso por encima de la autonomía jurisdiccional de la nación wayúu:
“Hay una debilidad de la justicia ordinaria, y que refleja una debilidad estatal. Estos tratados que yo te estoy mencionando, y que tu (sic) debes conocer, las convenciones internacionales, los tratados internacionales contra las violencias en contra de las mujeres y en contra de la niñez, todos esos derechos están consagrados. En la Constitución están claro pero ¿en qué se ha quedado el Estado?“Los derechos de la (sic) mujeres indígenas en la práctica no son reconocidos. Porque la justicia ordinaria siempre ha dicho que esos son temas que se deben resolver desde la justicia propia, porque cada cultura tiene su propia justicia. Pero resulta que esa justicia propia hoy está cuestionada porque no contempla todos estos asuntos que hoy estamos debatiendo. […] Y esto no está solamente en los wayuu, te hablo de otro (sic) pueblos donde hay situaciones más perversas todavía. Frente a este asunto hay que cuestionar al Estado y a las instituciones porque no están haciendo su trabajo para erradicar el problema de las violencias en contra de las mujeres en las comunidades indígenas. […] Y ahí volvemos al tema de la dote que le da la palabra al marido. Que hace que los temas de violencia se pretendan pagar con dinero. El agresor puede pagar su falta, pero mañana seguirá habiendo una impunidad en todas sus esferas.”
Resumiendo, temas como la violencia intrafamiliar contra la mujer, la violencia sexual, el aborto o la violación  en comunidades indígenas no pueden ser ignorados por las autoridades colombianas sólo porque pasan en sus territorios ya que, y aquí voy a ser franco, las autoridades indígenas manejan estos problemas de forma insuficiente para garantizar los derechos individuales de las víctimas; en contraste, aun cuando el Estado mismo es también deficiente para lidiar con la violencia de género, tiene al menos unas mínimas garantías de justicia por ofrecer que son superiores a las compensaciones o el silencio que se maneja en muchas comunidades. Es por ello que cada vez más son las mismas mujeres indígenas las que piden una intervención más directa del Estado para garantizar sus derechos individuales.

Desde su propio enfoque “occidental”, David es también poco indulgente con la forma en que se suele abordar el tema por parte del Estado mismo. Al conformarse la Asamblea que redactó la Constitución de 1991 se optó por establecer la jurisdicción indígena y una autonomía territorial, pero no se consideraron las protecciones legales mínimas en materia de derechos para el indígena como individuo, “así que las leyes que debían ser para todos resultaron no serlo”. Al enfocarse en la protección de las costumbres y tradiciones de los pueblos originales se dejó de lado hacerlos partícipes más activos y conscientes en torno a los inevitables cambios culturales que surgen en cualquier civilización a través de la interacción con otros pueblos. En otras palabras, nunca se tuvo en cuenta que los mínimos derechos humanos garantizados a cualquier colombiano entrarían en conflicto con los rasgos culturales de muchos pueblos indígenas, en especial con los miembros que buscar el reconocimiento de sus derechos individuales por encima del carácter colectivo de su comunidad.
Si no se quiere perder la riqueza cultural de estas comunidades, hay que asegurarse de que la misma sea consignada en los libros de historia, en los museos, en los textos antropológicos, en las enciclopedias, en los periódicos. Lo que no es dable es que esto le siga costando sangre y años de vida a los indígenas, y luego cuando alguien expone —así sea de manera grotesca y chovinista— que hay prácticas chocantes en estas comunidades, se le venga una jauría de biempensants a intentar callarlo.
Como queda claro, no hay incapacidad de nosotros los “occidentales” en poder comprender la esencia del matrimonio y la dote en la comunidad wayúu, la asquerosa entrevista de Zuleta deja en evidencia una problemática machista que desde la misma comunidad se ha venido denunciando, y es una problemática que va más allá de la autonomía de los pueblos indígenas. Recordemos que ellos son también parte de nuestro país. Son colombianos, como nosotros, e incluso muchos indigenistas se aventurarían a decir que son más colombianos que la mayoría de nosotros. ¿Por qué mantenerlos entonces en una cajita de cristal, como si no fueran capaces de comprender nuestras inquietudes y las de su propia gente en torno a sus costumbres? Es decir, si un día la mayoría de las mujeres wayúu deciden que no van a seguir acatando los rituales de matrimonio, dejar que sus familias las casen con quien sea de su agrado, o que sean restituidas “simbólicamente” con una dote, ¿los arijunas que defienden tales costumbres van a forzarlas a mantenerse dentro de ese espacio cultural?

¿Y qué es eso que plantean en el argumento a)? Aparte de que, como quedó claro, en un sentido literal hay motivos para juzgar las acciones de los indígenas por parte de aquellos que no lo son, si hablamos en torno a cuestionar bases socioculturales, ¡eso lo hacemos todo el tiempo! ¿No estamos en un punto de la historia en que se cuestiona el papel de religiones organizadas como la Iglesia Católica en la discriminación sistemática de minorías sociales? ¿No criticamos el sistema económico neoliberal que ha generado una terrible desigualdad social en tantos países? ¿Por qué deberíamos ser condescendientes con los aspectos sociales y culturales de los indígenas cuando es obvio que hay algunos que son lesivos de los derechos humanos individuales? ¿Por qué manejar un sesgo tan descarado de pedir derechos mínimos por unas personas y en cambio hacernos los pendejos con otras porque “eso es parte de su cultura”?

Si hay una razón por la que decidí hablar sobre este tema, a pesar de que creo que tanto David como Jazmín Romero Epiayu explican bastante bien las cosas que yo he expuesto en esta entrada, es porque al mismo tiempo que se hacía pública la entrevista de Zuleta ocurrió un caso trágico en Irán que involucra también un conflicto entre costumbres tradicionales de comunidades, aunque sin autonomía en este caso, y las leyes constitucionales. Una chica de trece años, Romina Ashrafi, que vivía en una comunidad tradicionalista, se fugó con un hombre de 35 años que no era del agrado de su familia –y antes que lo mencionen, no: yo no defiendo esa elección efebófila que no es más que el resultado de la alienación femenina en el mundo musulmán-. La policía la encontró y la devolvió a sus padres, a pesar de que Romina temía por su vida. Al poco tiempo, su padre la decapitó con una hoz mientras dormía y se entregó a las autoridades alegando que había sido un “crimen de honor”, puesto que su hija había llevado la vergüenza a su familia. La noticia causó una gran controversia en el país, no sólo por la edad de la víctima, sino también porque según el código penal islámico iraní, al padre le espera una pena de entre diez y veinte años de prisión por el filicidio, en lugar de la pena de muerte o el pago de una compensación (diyeh) que suelen ser la sentencia a los culpables de asesinato, por su vínculo de sangre.


Es cierto que, a diferencia de lo que ocurre con los territorios indígenas, en Irán no hay una autonomía jurisdiccional en las comunidades rurales o tribales, pero en esencia el conflicto es el mismo: el choque de las tradiciones colectivas ancestrales con la obligación estatal de garantizar los derechos individuales -y no es que Irán sea el primer país en el que uno pensaría en materia de derechos humanos-, así como la ausencia de un ejercicio de las autoridades por hacer cumplir la legislación aún por encima de las costumbres populares. ¿Es en realidad tan diferente de los casos de explotación o matrimonio infantil y abuso sexual de los wayúu? No; ambos apelan a justificaciones “ancestrales”. La única diferencia es que los wayúu cuentan con leyes propias de su parte para defender esas justificaciones.

Imaginemos por un momento que este nivel de “crímenes de honor” estuviera presente en la cultura wayúu por cuestiones de tradición. No es tampoco muy ajeno a nosotros, a decir verdad: tengamos en cuenta que los crímenes pasionales en Latinoamérica suelen ser vistos de esta forma; casos como el de las 47 familias guajiras en guerra por 54 años (familias con su cuota de “tradición” wayúu), la guerra de los Cárdenas y los Valdeblánquez que se extendió entre la región, o la muerte de Cayetano Gentile en 1951 que inspiró Crónica de una muerte anunciada son bien recordados en la Costa; y hasta 1997, las leyes en Colombia obligaban a un violador a casarse con su víctima para “restaurar el honor familiar”. En cuanto a los wayúu, si bien es cierto que los palabreros buscan resolver muchos conflictos entre clanes apelando a la memoria histórica, la invitación a la riqueza o la sacralidad de la vida en círculos de diálogo, ritual que de hecho permitió resolver la paz entre las 47 familias que se mataron durante medio siglo por un chivo, también es cierto que la venganza de sangre en ocasiones terminó siendo un resultado inevitable.

Pero los conflictos entre clanes son una cosa: otra distinta es que un padre termine matando a su hija por buscar una pareja por fuera de los intereses familiares (igual en nuestra región a menudo los padres exiliaban a hijos que se portaran así), tal como pasó con Romina. Imaginen que semejante ritual filicida fuera parte de la “cosmovisión wayúu”. ¿De verdad alguien tendría la cara dura de decir que por ser arijunas no nos corresponde cuestionar semejante tradición? ¿Alguien pretendería de verdad defender que la autonomía y la jurisdicción indígena validan de alguna forma un comportamiento tan atroz? ¿En serio sería alguien capaz de manejar un sesgo cognitivo tan repulsivo? Porque si de verdad alguien cree que decir “es su cultura, hay que respetarla” es una respuesta válida ante semejante disyuntiva, entonces es una persona con pobres principios éticos.

Tanto David como Romero Epiayu reconocen algo importante: las culturas no son estáticas. Evolucionan, cambian a través del tiempo. Las interacciones entre pueblos conducen de forma inevitable a un cambio en sus costumbres. Algunas tradiciones se afianzan, otras se abandonan, pero ninguna será permanente. Y en cuanto muchas civilizaciones comprendieron el valor de los derechos humanos individuales, y que estos deben ser accesibles a cada ciudadano, fue cuestión de tiempo para que muchos rituales colectivistas opresivos, protegidos bajo la cortina de la “ancestralidad”, empezaran a cuestionarse e incluso a dejarse de lado. Esto no es dejar de respetar o valorar una cultura; es comprender que el valor individual está por encima de cualquier ritual, en especial cuando se trata de aquellos que van en contra en los mínimos derechos de cada persona.

Y con esto quiero terminar. Hace tiempo, al ir progresando con este blog, me hice el compromiso de que jamás iba a guardarme mis opiniones ante rituales y costumbres que vayan en contravía de los derechos humanos, por más que se traten de tradiciones culturales o que provengan de comunidades oprimidas y discriminadas, y he procurado hasta ahora mantenerme fiel a ese principio. Esta no va a ser una excepción.

Adenda 1: tras la llegada de Brasil a los primeros lugares mundiales en número de contagios y muertos por la actual pandemia, Daniel Afanador describió hace poco las circunstancias que llevaron a Jair Bolsonaro a la Presidencia del gigante del sur, así como sus vínculos con la corrupción y el fascismo y la creciente radicalización de sus seguidores. Muy recomendado.
Adenda 2: si con Néstor Humberto Martínez temíamos la entrega servil de la Fiscalía al subgobierno de Duque y el Centro –dizque- Democrático, con el altanero Francisco Barbosa, amigo íntimo del subpresidente, a la cabeza, ya es casi una realidad. El marcado conflicto de intereses señalado en el caso de la “Ñeñepolítica” se acentuó este jueves al conocerse que dos de los agentes de la Policía que interceptaron las conversaciones del extinto ganadero “Ñeñe” Hernández, vinculado al narcotraficante Marquitos Figueroa, fueron detenidos en una cuestionada muestra de autoridad manejada con un evidente sesgo, sobre todo en comparación con las libertades otorgadas a la principal testigo del caso, “Cayita” Daza. Es cada vez más evidente y urgente que se necesita nombrar un fiscal ad hoc para encargarse de la investigación, que da más indicios de hundirse.

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