Lo que podemos aprender con la conversión de Ayaan Hirsi Ali

 


I

Este fin de semana, fue publicado un artículo bastante curioso en la revista británica en línea UnHerd, escrito por la activista y ex política estadounidense de origen somalí Ayaan Hirsi Ali. En dicho artículo, la feminista crítica del islam, hasta ahora reconocida como una atea, contó que estos últimos tiempos ha encontrado el pensamiento ateo incapaz de integrar a Occidente en torno a grandes amenazas a la democracia y la estabilidad de las naciones, en concreto el neoimperialismo ruso de Vladimir Putin, la carrera económica de China y, cómo no, “la propagación viral de la ideología woke”. En ese sentido, Ali encuentra que el cristianismo y su tradición a través de los siglos son una argamasa más fuerte y efectiva para integrar a la población, ofreciendo mucho más que el ateísmo, por lo que en sus palabras se ha convertido recientemente al cristianismo. Como ella misma comentó poco después en Twitter, “no podemos contrarrestar el islamismo con herramientas puramente seculares”.

Para que entiendan más o menos las reacciones que esto ha suscitado -jolgorio por parte de los cristianos, lástima o hasta risa por parte de ateos, e incluso indiferencia para quienes critican el discurso de la “captura ideológica de Occidente”-, debo poner al lector en situación. Ali ha sido una fuerte crítica del Islam durante años, en especial por el machismo degradante de sus sectores más fundamentales y tradiciones como el matrimonio infantil, los homicidios “por honor” y la mutilación genital femenina (habiendo sido ella misma víctima de esto último a una corta edad). Tras recibir asilo por primera en Países Bajos en 2003, tuvo una carrera política como representante y colaboró con Theo van Gogh en el desarrollo de su cortometraje Sumisión de 2004, por el cual el cineasta fue asesinado, y Ali abandonaría el país en 2006, radicándose poco después en Estados Unidos. Ha sido una de las pocas voces femeninas y musulmanas importantes dentro de la esfera del Nuevo Ateísmo, con varios libros publicados donde presenta su historia de vida y un llamado a una reforma en el mundo musulmán comparable a la Reforma protestante, e informalmente algunos nuevos ateos la llamaban “la quinta jinete”, pues fue sólo por razones de agenda que no pudo asistir a la famosa reunión de 2007 con quienes serían posteriormente etiquetados como los Cuatro Jinetes del Nuevo Ateísmo: Richard Dawkins, Daniel Dennett, Sam Harris y Christopher Hitchens.

II

¿Pero qué pasó? ¿Por qué Ali dio un giro en apariencia tan drástico? Ella misma lo explica en su artículo. Cuando dejó de creer en Dios y la religión, fue en 2002, en pleno ambiente de la “Guerra contra el Terror” tras los atentados del 11 de septiembre, y tenía el famoso ensayo de Bertrand Russell, Por qué no soy cristiano, recién llegado a sus manos. Ali venía de una durísima experiencia creciendo como adolescente en una comunidad de Nairobi invadida por la Hermandad Musulmana y su fundamentalismo religioso y antisemitismo, así que una visión del mundo sin la necesidad de una entidad creadora, sin cielo ni infierno, era bastante atractiva. Sin embargo, en el mundo existen más fuentes de conflicto aparte del fundamentalismo religioso y la religión misma, y desde esa perspectiva, aunque el secularismo propuesto desde el Nuevo Ateísmo proporciona buenas herramientas (“esfuerzos militares, económicos, diplomáticos y tecnológicos para derrotar, sobornar, persuadir, aplacar o vigilar”), no se bastan para lidiar con las nuevas “guerras culturales” de Occidente.

Pero no podemos combatir estas fuerzas formidables a menos que podamos responder la pregunta: ¿qué es lo que nos une? La respuesta de “¡Dios ha muerto!” parece insuficiente. Al igual que, también, el intento de encontrar tranquilidad en “el orden internacional liberal basado en las reglas”. La única respuesta creíble, pienso yo, yace en nuestro deseo de mantener el legado de la tradición judeocristiana.

Ali destaca el papel del cristianismo y el judaísmo (en su opinión) en debates que permitieron superar muchos de sus dogmatismos, el florecimiento de la libertad de expresión y de conciencia, dando lugar al avance de la ciencia y el pensamiento racional y el desarrollo de instituciones sociales que garantizaran la libertad y limitaran la influencia de las supersticiones en la vida pública. No obstante, su reflexión no cesa ahí. Ella misma admite que, además de encontrar más fortaleza en la tradición judeocristiana que en “una doctrina demasiado débil y divisiva” como el ateísmo, sino también en el ejemplo de Cristo y en que una vida sin significado inherente, pero también sin una respuesta a tal cuestión, es más susceptible a dogmas irracionales que sustituyen el papel de las religiones y contribuyen con destruir la sociedad. “A menos que podamos ofrecer algo igual de significativo, me temo que la erosión de nuestra civilización continuará. Y por fortuna, no hace falta buscar en alguna mezcla New Age de medicación y consciencia. El cristianismo lo tiene todo.”.

Ok. Presentado todo el contexto, hay muchas cosas que destacar aquí. No me interesa atacar a Ali por decidir convertirse en cristiana, y aunque David Osorio de De Avanzada, publicó recién un comentario en su blog señalando absurdos en su razonamiento con un tono algo jocoso y sarcástico, me temo que por varios momentos lo hace con una deficiencia comparable, en mi opinión. Nada de esto significa que el artículo en UnHerd no adolezca de varios sesgos y errores. Pero me parece que podría funcionar mejor como un ejemplo para hablar sobre el discurso de la “guerra cultural”, las herramientas del llamado conservadurismo postmoderno, y las que considero son las verdaderas razones de la decadencia intelectual y política del Nuevo Ateísmo.

III

Si algo me llamó la atención entre las reacciones fue lo poco que esta columna sorprendió a los críticos del antiwokismo y la “guerra cultural” de sectores reaccionarios, y/o del enfoque historicista ingenuo del Nuevo Ateísmo. De hecho, en palabras del antropólogo cognitivo y psicólogo social Chris Kavanagh, co-presentador del podcast Decoding the Gurus, “que Ayaan Hirsi Ali salga del clóset como cristiana citando ante todo razones de guerra cultural es tan sorprendente como si el mismo anuncio saliera de James Lindsay o Konstantin Kisin”. Así mismo, para el historiador ateo Tim O’Neill de History for Atheists, que en el pasado criticó como pseudohistórica e ingenua la idea de Ali que una Reforma dentro del Islam sería deseable (ignorando el fundamentalismo, las atrocidades e incluso la teocracia que generó dentro del catolicismo y el propio protestantismo), comparó las motivaciones expresadas por la autora a que un vikingo en el siglo IX incorporara rituales cristianos para tener un mayor éxito en las guerras, pues el impulso de Ali nace más de un desprecio antirreligioso al islam influenciado por su dura experiencia de vida.

Y no son observaciones fortuitas. Ali da una importancia notable a la insuficiencia del ateísmo –aunque por su descripción, creo que habla principalmente del Nuevo Ateísmo- para enfrentarse a los enemigos de la civilización occidental, entre ellos la “captura institucional de Occidente por la ideología woke”, como diría Osorio, un argumento que de hecho sí se acerca a las propias debilidades conceptuales que propiciaron la caída del Nuevo Ateísmo y muchas de sus figuras.

Pero no nos adelantemos. ¿Qué es esto de la “guerra cultural” que supuestamente enfrentamos en la actualidad? En buena parte, es un reflejo de la atrasada tesis del conflicto y el mito del progreso en la historiografía whig del siglo XIX, denunciada desde una época tan temprana como 1931 en los trabajos de Herbert Butterfield. La tesis del conflicto nos sugiere que a través de la historia de Occidente, el pensamiento religioso dominante se enfrentó e incluso suprimió gran parte del avance científico durante muchos siglos, antes de que en principio la Reforma protestante y el Renacimiento, y en siglos posteriores la Revolución Francesa y la Ilustración, quebraran ese monopolio del conocimiento y el poder; esto se enlaza con el mito del progreso, que visualiza la historia en un proceso lineal, donde son el avance tecnológico y el desarrollo científico lo que garantizan el alcance de los valores humanistas de la Revolución: libertad, igualdad y fraternidad. Combinando ambos marcos teóricos, la historiografía decimonónica tendía así a proyectar un escenario maniqueo y bastante simplista donde los “buenos” son las personas que defienden la ciencia, la razón, la democracia, el libre mercado, etc., y los “malos” son aquellos grupos que se aferran a la religión, la superstición y el absolutismo.

Contextualizado esto, la “guerra cultural”, el “choque de civilizaciones” en Occidente que denuncian pensadores como Ali en la actualidad es una entre los valores democráticos y seculares de la sociedad occidental, y la irracionalidad y autoritarismo radical que encarnan diferentes grupos, tanto dentro como fuera de Occidente. Por fuera de ello, el maoísmo chino con su poder económico internacional, las ambiciones expansionistas de la Rusia de Vladimir Putin y su proyecto geopolítico de resucitar el territorio y alcance de la antigua Unión Soviética con un enfoque ultrarreligioso, y el fundamentalismo islámico que engendra grupos extremistas y sociedades teocráticas. Por dentro, los movimientos de justicia social, con fuertes bases en teorías postestructuralistas del postmodernismo que desdeñan la ciencia como una metanarrativa entre otras más, los cuales abogan por un reconocimiento del papel de las estructuras de poder en la opresión de minorías tradicionalmente marginalizadas, y cómo el pensamiento científico habría contribuido a ello.

IV

Nótese que entre los “enemigos de Occidente” que cita Ali, no aparece el fundamentalismo cristiano que en décadas recientes se ha restaurado en años recientes en Estados Unidos, gran parte de Europa e incluso América Latina, lo cual es un poco curioso. Podrían argumentarme que es porque, siendo ahora una cristiana, no va a lanzar piedras contra su propio tejado, y tendrían razón. Más de lo que se imaginan, porque lo cierto es que la narrativa actual del choque de civilizaciones nace en buena parte de los rescoldos del carácter religioso y nacionalista de la era post 9/11, donde se enmarcó no sólo el extremismo islámico, sino el islam como tal, como una amenaza fundamentalmente peligrosa para la civilización occidental, construida bajo preceptos de secularismo y tolerancia religiosa, concebidos entre sociedades que comparten contextos socioculturales, en efecto, judeocristianos (principalmente protestantes, podría añadir). Y como ejemplifica O’Neill, enfrentarte a “la erosión de la civilización” no requiere una convicción profunda en los dogmas judeocristianos, sino reconocer que se comparte esa tradición sociocultural, tal como hace Ali –llama la atención que no menciona a Jesús ni una sola vez en todo su escrito-, y que tal pasado compartido es mucho más aglutinante y cohesivo que el desdén “neoateo” por los contextos históricos y sociales que dieron lugar a las reformas modernistas.

Lo curioso, por otro lado, es que en tal caso no hacía falta que Ali se escindiera del ateísmo para combatir tales “amenazas”, tal como señala David aunque no de forma bien argumentada. Después de todo, personajes de la esfera del Nuevo Ateísmo como Sam Harris, Richard Dawkins (a quien ella misma menciona) o Jerry Coyne son tan críticos de las teorías postmodernas y los movimientos de justicia social como figuras conservadoras de la talla de Jordan Peterson o James Lindsay. El difunto Hitchens incluso se empapó de un neoconservadurismo que lo llevó a respaldar la desastrosa guerra de Irak.

Pero si bien no se niega que, en su núcleo, estos son pensadores liberales que defienden las libertades individuales, su defensa inesperada –quizás sin intención- del statu quo termina replicando la misma oposición del conservadurismo a la fracturación de jerarquías tradicionales. Y a la vez, este último se sirvió de las debilidades del discurso postmoderno de izquierdas para presentarse como defensores de los valores y tradiciones conquistados por el liberalismo, pero sazonados como parte de la tradición judeocristiana occidental que el Nuevo Ateísmo rechazó a ojos de la gente.

De ahí que la sorpresa en redes para aquellos que han seguido de cerca el radicalismo cristiano en naciones occidentales, y su vínculo con el anti-postmodernismo, por la conversión de Ali haya sido nula. Cuando los teóricos postmodernos atacaron las “grandes narrativas” en la cultura occidental, abrieron el espacio para que se cuestionaran los discursos históricos y tradicionales sobre el género, la sexualidad, la moralidad, entre otros; pero al mismo tiempo, puesto que tales narrativas se consideraban enraizadas en las tradiciones judeocristianas, debilitaron la posición de los grupos religiosos que asociaban sus creencias a una identidad nacional, y al mismo tiempo dejaron a las sociedades sin creencias que les otorgaran un significado, una guía, un propósito a nuestra existencia.

Ante este vacío existencial, los conservadores se enfocaron en construir una nueva narrativa dentro de la cual la base de las identidades nacionales se entrelaza fuertemente con la fe cristiana. De este modo, redirigieron los sentimientos religiosos en una suerte de identidad transnacional homogénea para las sociedades occidentales, una identidad amenazada por el postmodernismo que hoy vemos encarnado en la ideología woke, dando lugar así a una mayor actividad política para enfrentarse a las “amenazas contra la civilización”. Esto es a lo que Matt McManus, profesor de política y relaciones internacionales, se refiere como conservadurismo postmoderno, un enfoque revisionista que nace como una reacción contra el postmodernismo, pero empleando sus mismas herramientas, al armamentizar las doctrinas y creencias religiosas de modo que se presta menos atención a su valor de verdad, y en cambio se destaca su capacidad cohesiva en la identidad individual y el sentimiento nacional. Y es por ello que tanto pensadores alt-rights como autodenominados liberales esgrimen argumentos tan similares, pues el enfoque conservador postmoderno se apropia de las tradiciones liberales y su papel en las sociedades contemporáneas para presentarlas como tradiciones cristianas.

Y no les queda difícil hacer esa interconexión tramposa. Por mucho que David enliste una serie de alcances científicos post-Reforma, no haciendo más que replicar el machacado discurso pseudohistórico de la tesis del conflicto, la realidad es que el pensamiento científico (o “naturalista”, como se llamaría entonces) estuvo bastante desarrollado durante la Edad Media, y fueron muchas instituciones cristianas las que rescataron y transcribieron textos científicos y filosóficos resguardados en el mundo musulmán a partir de textos cristianos, así como abrir las primeras universidades, donde no era realmente requisito que tuvieses vocación sacerdotal para educarte-. Los conceptos de la separación de poderes nacen, de hecho, de pensadores con fuertes inclinaciones religiosas (Calvino incluso abogó por un sistema que separara democracia de aristocracia, mucho antes de los trabajos de Locke y Montesquieu), y hasta los más cínicos antiteístas deben recordar que el cristianismo también promulga valores universales como la igualdad de trato, la caridad y el apoyo mutuo –aunque definitivamente no los ejecuta siempre-, suficientes para mantener la unidad dentro de muchas comunidades.

No puedo dejar de señalar la ironía de que, por ejemplo, Pasteur era un fuerte cristiano, y Newton era un conocido devoto al punto de la obsesión, cuyo trabajo sobre las leyes gravitatorias fue guiado precisamente como una forma de comprender mejor la obra del Creador. Nada de esto es imprescindible para la ciencia, pero sí indica que no se trata tampoco de alcances logrados “a pesar del cristianismo”, aunque Osorio rechace contextualizar cada una de estas cosas en su escenario histórico y social, o diga que es simplemente porque no podían ser otra cosa. Ah, y David: la “fertilización in vitro mediante transferencia de mitocondrias” no existe: existe la terapia prenatal de reemplazo mitocondrial.

Ali no necesita, pues, ser una cristiana devota o siquiera convencida para enfrentarse a la “erosión de la civilización”; basta con que identifique las tradiciones de las sociedades occidentales como un cuerpo de libertades, derechos y deberes que se proyectan desde un origen judeocristiano. Ahí radica la efectividad en el discurso postmoderno de este nuevo conservadurismo. Puesto que son tradiciones y creencias que ya gran parte de la población comparte y de las que se beneficia, otorga no sólo una identidad sino también un propósito,  y puede identificar una mayor variedad de factores que constituyen una amenaza para la nación (aquí le doy la razón a Osorio en que ese conservadurismo postmoderno carga también contra derechos sexuales y reproductivos, por verlos como un producto esquizofrénico de la postmodernidad de los sesenta), tendría así un alcance político y social muy superior al divisivo y famélico Nuevo Ateísmo.

V

A riesgo de redundar, que el enfoque conservador postmoderno y varios personajes del Nuevo Ateísmo coincidan en señalar ciertos “enemigos de la civilización” a pesar de la diferencia en sus bases argumentativas se hace bastante entendible tras este análisis. Ambos son, irónicamente, expresiones de la condición postmoderna del pensamiento occidental, unos cuestionando las grandes narrativas religiosas en un contexto contemporáneo, y otros intentando reconstruirlas y recuperarlas como un nuevo mito identitario ya no sólo nacional, sino trasnacional y cultural a las civilizaciones occidentales. Y mientras que los conservadores postmodernos lograron recuperar así a comunidades desencantadas del conservadurismo clásico y su impotencia ante los giros progresistas de décadas recientes, e incluso sumar a su lucha a figuras en apariencia paradójicas como el biólogo ateo y anti-trans Colin Wright y la misma Ali, la falta de una narrativa pluralista, pragmática y contextual en el Nuevo Ateísmo condujo a que se eclipsara hasta convertirse en una sombra patética de lo que alguna vez llegó a ser.

No obstante, esto no es porque el ateísmo sólo sea una respuesta ontológica negativa, como tampoco es lo único en que consiste el cristianismo. Es bastante contradictorio que Osorio hable de la imposición a sangre y fuego del cristianismo, el cómo consideraba herejía o blasfemia muchos de los alcances sociales que hoy damos por sentados, pero al inicio comente que el cristianismo “sólo significa” creer en la resurrección de un ilusionista palestino. No, no se trata “sólo” de “una posible respuesta ontológica ante la propuesta de la existencia de deidades”, sino que también abre la puerta a diferentes interrogantes tanto descriptivos como prescriptivos sobre nuestra conducta y organización social, tanto en nuestras acciones del pasado como en nuestra organización del presente, y el cómo se pueden reconfigurar hacia el futuro. En cuanto al ateísmo, Nathan Johnstone, en su libro The New Atheism: Myth and History (El Nuevo Ateísmo: mito e historia), señala de forma similar:

Pero política, sociológica, cultural e incluso biológicamente, el ateísmo ya no es solamente una respuesta sino una pregunta. Si no hay un Dios, ¿por qué la humanidad ha estado tan dispuesta a creer en uno? Si gran parte de nuestras vidas ha sido formada por una irrealidad, ¿esto ha sido beneficioso o dañino? ¿Qué tan lejos estamos obligados a reformar nuestras culturas en línea con el naturalismo científico, y es ahora el sobrenaturalismo una barrera al bienestar humano? La conclusión metafísica del ateísmo siempre ha sido un gatillo para el análisis sociológico, cultural y político – hace casi inevitable el desarrollo de un punto de vista sobre estos temas.

No hay, por supuesto, un manual sobre cómo ser un ateo, o una única forma de caracterizar a un buen o mal ateo. Pero sería incluso deshonesto pretender que los muchos libros publicados en torno a la cuestión de Dios, la violencia religiosa y los prospectos de una vida sin la creencia en dioses por el Nuevo Ateísmo no han sido, precisamente, respuestas a las nuevas interrogantes que se derivan a partir de una simple “respuesta ontológica”, en vez de limitarse a microcuentos del estilo “Y cuando desperté, Dios no existía”.

Ahora, si aceptamos esto, tenemos que hacernos la pregunta de por qué ha decaído tanto en décadas recientes, y que alguien que una vez fue considerada una quinta jinete del movimiento haya dado un giro en apariencia tan brusco. La descripción con la que Ali abre su columna, su historia con el ensayo de Russell en pleno 2002, nos da una pista de dónde empezar. El atentado al World Trade Center en septiembre de 2001 había puesto a ojos del mundo entero la evidencia más clara del extremismo religioso en Medio Oriente. Parecía imposible para muchos que una creencia que se supone busca la paz, la tolerancia y la unidad entre las personas, diera lugar a semejante atrocidad. Miles de personas, algunos con horribles experiencias a manos de la religión como Ali, buscaban una respuesta sobre su propia identidad ante lo que se presentaba como una amenaza real contra nuestras sociedades, una que no entendía de fronteras ni matices.

En ese contexto sociopolítico, los intelectuales que dieron forma al Nuevo Ateísmo presentaban una respuesta que parecía convincente: no era el extremismo religioso, sino la religión en sí misma. No eran las creencias propensas a la violencia dentro de una fe, sino la creencia propia en una entidad sobrenatural que da forma y propósito al mundo. Las inequidades, la desigualdad social, el atraso tecnológico, tenían una fuerte influencia de los dogmas religiosos. El Nuevo Ateísmo no sólo buscaba que te desprendieras de la creencia en dioses, sino que también se esforzó en reflejar el orgullo en una identidad atea, en que se puede ser una persona moral sin la necesidad de dogmas sobrenaturales. Y parecía una respuesta bastante sólida. Muchos se unieron a su causa, fuese por rebeldía, porque llevaban tiempo reflexionando sobre su propia búsqueda de “respuestas ontológicas”, porque veían también los peligros del extremismo religioso sin el temple de la razón o porque, como Ali, habían sufrido en carne propia el terror de las expresiones más fundamentalistas de la fe. En síntesis, el éxito del Nuevo Ateísmo no se debió solamente a las respuestas contundentes que ofrecía, sino también a que eran respuestas ajustadas a un contexto sociopolítico específico.

Pero los tiempos pasaron. La guerra de Irak fue un desastre, y para colmo basada en mentiras; la invasión a Afganistán sólo consiguió expulsar al régimen talibán del poder (y ya lo retomaron); la mayoría de líderes que respaldaron la Guerra contra el Terror dejaron el cargo; y encima, el primer presidente negro ascendía a la presidencia de Estados Unidos. Las inquietudes sobre el extremismo religioso empezaron a amainar, pero dieron paso a otras preocupaciones. Las protestas de 2014 en Ferguson por el asesinato de Michael Brown a manos de un oficial de polícia, la crisis migratoria provocada por la guerra en Siria y otras naciones de Medio Oriente, las manifestaciones de supremacismo blanco y los ataques políticos contra los derechos sexuales y reproductivos de las mujeres y el reconocimiento de las minorías LGBT+, y el resurgimiento del extremismo de derechas, crecieron progresivamente alrededor del mundo. Había nuevas inquietudes sobre la identidad, las luchas sociales que nos definían. Y el Nuevo Ateísmo no tenía una respuesta unificadora a estos problemas, pues no todos los que tenían que ver o experimentar estas inquietudes eran no creyentes, y no podían integrarse de forma adecuada con un movimiento que consideraba la religión o incluso la creencia teísta en sí como fundamentalmente peligrosa.

Sería injusto decir que el Nuevo Ateísmo y sus principales figuras no intentaron ajustarse al contexto sociopolítico actual. Pero eso sólo generó una ruptura dentro del movimiento por las propias diferencias políticas e ideológicas: una división entre un grupo de ateos principalmente defensores de la libertad de expresión, más cercanos al pensamiento individualista libertariano y un tanto conservador; y un grupo de ateos más progresistas, que enfatizaban la justicia social y la importancia de los contextos sociales de las comunidades sociales. Coincidían en la crítica a los dogmas religiosos y su apoyo por un laicismo político, y eso no bastaba como gran narrativa para unificar y resolver las problemáticas múltiples de las sociedades occidentales. Para colmo, incluso varias personas del común, tanto admiradores como detractores, les echaron en cara (y aun lo hacen, si ven los comentarios a publicaciones de Dawkins y Coyne en Twitter) que al deshacerse del discurso unificador de la religión, basados principalmente en un positivismo ingenuo y un ejercicio presentista y atroz de la historia y la historiografía, ellos mismos abrieron la caja de Pandora a los discursos postmodernos que han debilitado las sociedades occidentales.

Así, poco a poco, de quienes seguían con fervor la respuesta del Nuevo Ateísmo, que otorgaba una identidad en el abandono de creencias religiosas y el ejercicio de la razón, muchos se desencantaron con su impotencia de responder a las múltiples problemáticas contemporáneas con algo más que “Dios no existe, y las religiones son inherentemente dañinas”. Abandonaron un nicho insuficiente, restringido y para colmo (como muchos fuimos comprendiendo con los años) muy mal fundamentado, y se acercaron a luchas sociales más amplias y definidas, a movimientos que pudieran combatir con mejores argumentos las nuevas amenazas que se cernían sobre la sociedad, mientras que los más cercanos a ideas más individualistas del liberalismo clásico se quedaron allí, derivando poco a poco en críticos de la justicia social y las políticas de identidad a las que, a falta de mejores herramientas discursivas, señalan como “un nuevo culto”. El Nuevo Ateísmo fue, en palabras de Scott Alexander, una hamartiología fallida: una tendencia situacional en respuesta a un contexto sociopolítico específico, pero que por sus propias limitaciones no supo asentarse a las necesidades de un enfoque multivariado de las distintas problemáticas imperantes en tiempos contemporáneos.

VI

Puedo entender, aunque en absoluto compartir, la conversión de Ali. Su motivación antirreligiosa (o en concreto, antimusulmana) es bastante individual y personal. En eso no la culpo: nuestras experiencias personales son gran parte de lo que moldea nuestras creencias y actitudes futuras. Pero hace implícito que su conversión al cristianismo es más instrumental que fideísta, y es la razón por la que en realidad no sorprendió a nadie que entendiese del enfoque conservador postmoderno. Simplemente, abandonó un movimiento con una visión radical –en el sentido de ver a toda religión, incluido al islam, como “la veta de las malas ideas”- para pasar a uno con una visión más radical aún –que todo cuestionamiento a los valores de Occidente, incluso dentro del mismo, es un peligro para las sociedades-. Y le pese a quien le pese, la ignorancia histórica de Dawkins y la retórica torpe de Hitchens no habrían cambiado mucho de eso. Ali, como muchos que llegaron y se fueron del Nuevo Ateísmo, no estaban en el movimiento por la religión, sino por la hamartiología.

Como ya comentaba yo en una entrada de hace pocos años –y una en la que quizás fui un poco optimista e incluso ignorante en varios detalles-, el ateísmo en sí no convierte a alguien en una persona más racional, ni siquiera en un mejor escéptico. Y casos que lo ejemplifican, hay varios. Ningún escéptico está exento tampoco de caer en sesgos y limitaciones particulares a la hora de presentar discursos y argumentos. La conversión de Ali nos sirve al final como otro ejemplo más de cómo los discursos conservadores pueden llegar a captar y reapropiarse con mucho más éxito de los objetivos en narrativas transgresoras, y resalta la importancia de entender los contextos sociopolíticos, históricos y culturales en los que prosperan o se marchitan.


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