Entre el relativismo y el presentismo histórico
Introducción
Empezaré con una mini actualización. Desde mediados del año pasado, parte de mis intereses restringidos se han volcado en la historia, en especial relacionada a la Edad Media. He consultado algunas páginas interesantes al respecto, seguido a algunos historiadores profesionales en redes sociales, y hace poco leí además un libro muy bueno de Nathan Johnstone, dedicado a desmenuzar y desmentir muchos mitos en torno a la religión que se esgrimen desde círculos ateos. Y por supuesto, algunos canales de divulgación en YouTube que, si bien no deben tomarse como fuente primaria de información al respecto, hacen también un importante servicio al analizar los períodos históricos con sus matices y contextos.
Como resultado, he terminado replanteándome muchos de los argumentos en los que me basaba a la hora de criticar la influencia de las religiones en el desarrollo social y tecnológico de algunas sociedades, y el criterio con el que, a menudo, buscamos las evidencias dentro de la historia para sostener nuestro punto de vista. No se asusten: sigo tan no creyente de los dioses o influencias sobrenaturales en nuestra vida cotidiana y el mundo como siempre. Además, desde ya hace tiempo sabía que ciertos mitos sobre siglos anteriores (la escasa higiene o la creencia de la Tierra plana en la Edad Media, la destrucción de la Biblioteca de Alejandría por una turba cristiana, el escaso progreso científico e intelectual durante la “Edad Oscura”) estaban bastante desfasados dentro del consenso histórico profesional.
Lo que no esperaba es
comprobar el nivel tan pobre en que muchos escépticos (y me incluyo) manejamos
campos por fuera de las ciencias exactas, como la historia –y no es que todos
tengan tampoco una comprensión firme de estas-, en especial en cuanto a sus
criterios metodológicos y la forma en que se llegan a evidencias, conclusiones
y consensos. Ver cómo funciona el análisis histórico desde la explicación de
los mismos historiadores, la forma en que el campo se ha desarrollado a través
de los siglos, y los sesgos y enfoques que recomiendan evitar a la hora de
analizar episodios históricos y la evolución de las sociedades, me hace
comprender mejor muchas de las críticas que el Nuevo Ateísmo se granjeó a
través de los años, y discrepar aún más de las apologías que muchos teístas
esgrimen hasta hoy. Y como alguien que ha transitado entre ser creyente sin
denominación, fideísta y agnóstico escéptico, reconozco que he plasmado a lo
largo de este blog, en otros tiempos, algunos de esos sesgos y errores.
Lo que me lleva al punto
de esta entrada. Antes de dar un ejemplo concreto, para que se entienda mejor,
cabe preguntarse: pero ¿cómo puede ser que, preciándonos de ser tan racionales
y objetivos desde diferentes orillas, lleguemos a ser descuidados a la hora de
analizar hechos históricos y sociales? ¿En qué fallamos religiosos y escépticos
cuando se trata de construir narrativas a través de la evidencia en historia?
La historia como disciplina parsimoniosa
Primero que todo,
necesitamos entender cómo se hace la
historia, algo fundamental si queremos reconocer cuando una persona está
haciendo mala historiografía –es decir, el estudio de la historia escrita, de cómo
ha evolucionado la interpretación de hechos pasados a través de las obras de
historiadores-. Como disciplina académica, la historia trabaja con una
metodología estructurada, pero a diferencia de ciencias “duras” como la
biología, que es mi campo, no utiliza un enfoque inductivo, pues no puede
derivar conclusiones generalizadas a partir de observar y controlar particularidades
específicas (piensen: ¿qué experimentos podrían conducirse para evaluar el
papel del conflicto entre los cacicazgos muiscas en su derrota ante la
expedición de Quesada, Belalcázar y Federmann?). En su lugar, se trabaja bajo
el llamado método histórico, un
conjunto de principios y reglas para recopilar, analizar y presentar materiales
históricos y los resultados obtenidos a través de ellos.
El método histórico se compone de tres pasos fundamentales: heurística, crítica y síntesis. La heurística es la búsqueda de material de trabajo relevante para usarlo como fuente de información, desde crónicas hasta registros de contabilidad. La crítica, por su parte, consiste en evaluar las fuentes recopiladas teniendo en cuenta su valor evidencial; es decir, identificar su autenticidad, la integridad del contenido, y el contexto en el cual fueron desarrolladas. Finalmente, la síntesis es la declaración formal de los hallazgos ensamblados a través de los dos pasos anteriores, por lo general en forma de un trabajo escrito que presenta los datos históricos en términos de verdad objetiva y significancia.
Es importante aclarar
esta última parte, pues hablar de verdad objetiva en historia no es lo mismo
que cuando nos referimos a verdad objetiva en el quehacer científico. Puesto
que hay un componente evaluativo importante del historiador como sujeto, y este
no busca hacer una afirmación absoluta de los hechos que transcurrieron en el
pasado, pues eso casi siempre es imposible, las conclusiones de una síntesis
son valoraciones subjetivas de verosimilitud.
Hay un proceso sistemático en el método histórico, pero no un control de
medidas empíricas pues, de nuevo, no estamos trabajando con variables
presentes, sino con los rastros de eventos pasados.
Pero que la valoración sea subjetiva no significa que el resultado de aplicar el método histórico carezca de objetividad, en un sentido lógico. Lo que se entiende como verdad objetiva en historia es que el académico llegue al argumento para la mejor explicación: es decir, aun estando consciente de sus propios sesgos y creencias, puede alcanzar un argumento que recopile la mayor cantidad de evidencia relevante en torno suyo, y requiriendo a la vez el menor número de suposiciones. Esto es lo que en filosofía se conoce como el principio de parsimonia o, más popularmente, como la navaja de Ockham. En otras palabras, el historiador busca que su síntesis sea no la más simple (ya que este principio se suele parafrasear mal como “la explicación más simple suele ser la correcta”), sino la explicación más parsimoniosa de acuerdo con la evidencia a su disposición.
Una vez que tenemos esto
claro, una persona por fuera de la disciplina puede empezar a entender mejor
por qué hipótesis como la historicidad del Libro de Mormón (que, recordemos,
asume que los indígenas amerindios descienden de migraciones israelitas) o el
miticismo de Cristo (es decir, que no existió un Jesús histórico) son
consideradas teorías pseudohistóricas marginales por amplio consenso: porque objetivamente
requieren de explicaciones alternativas ad hoc y supuestos que, a falta de
evidencia y de una correcta comprensión y aplicación del método científico, se
alejan vastamente de la parsimonia. Virtualmente nadie por fuera de los
apologistas mormones considera que el relato de José Smith sea un registro
histórico de eventos reales (peor, la genética y la biología molecular están en
devastadora contra suya), y la existencia de un personaje histórico llamado Jesús
es aceptada por la mayoría de historiadores, tanto cristianos como no
creyentes.
Aquí es donde toca hablar, entonces, de aquellos sesgos en los que a menudo se caen al abordar la historia, que ocurren cuando no entendemos el campo, pero también a pesar de pertenecer a él. La apología (defensa encendida de eventos o procesos históricos) y el relativismo (imposibilidad de un estándar objetivo en la verdad histórica por factores del observador o el contexto histórico de los hechos) son más que comunes entre aquellos que buscan minimizar o incluso excusar ciertos eventos históricos: por ejemplo, apologistas cristianos en torno a eventos como las Cruzadas o el extraño papel de la Iglesia Católica en cuanto al antisemitismo, hay a paladas. Y por supuesto es algo que se debe denunciar y evitar: que un hecho del pasado sea, precisamente, del pasado, no significa que no se pueda hacer una valoración objetiva de lo ocurrido y la relación de distintos elementos o instituciones por ello, siempre que se tenga en cuenta el contexto histórico. Es decir, la Primera Cruzada respondió a circunstancias políticas en Oriente Medio, es cierto, pero dado que a nivel político y económico era una expedición que representaba incluso pérdidas grandes para muchos nobles europeos, es ineludible el peso primordialmente religioso tras ella.
El problema es cuando, al
intentar evitar una perspectiva relativista en el análisis histórico, acabamos
descontextualizando los sucesos históricos del momento en que ocurrieron, los
factores y circunstancias que les dieron lugar, y caemos en el llamado presentismo. Esto es, evaluar los
sucesos históricos con espejo retrovisor, como si las ideas y perspectivas
presentes fuesen iguales en aquellos escenarios. No me malinterpreten: quemar
personas en la hoguera es una acción tan éticamente reprochable en los años
1600 como en el 2023. No estamos hablando de sesgos morales, sino culturales:
sí, nosotros entendemos que las afirmaciones sobrenaturales carecen de
evidencia tangible. Pero en el siglo XVII, existían criterios y limitaciones en
la comprensión del mundo, la interpretación de los sucesos que ocurrían, y es a
través de ellos que debemos entender cómo se llegaron a tales eventos
cuestionables.
Esto trataré de dejarlo más claro en el apartado siguiente; por ahora, sigamos. El presentismo es una práctica con la que se debe tener cuidado, pues puede conducir a interpretaciones sesgadas que afecten la crítica y síntesis en el método histórico. Y no es de sorprendernos que, a falta de consideración por el método, se cometan muchos errores desde tal enfoque entre divulgadores escépticos, en particular varios de los que surgieron con el Nuevo Ateísmo. Debido a que muchos vienen de una tradición científica natural, influida además por el enfoque historiográfico de la tesis del conflicto (un choque intrínseco entre ciencia y religión que ha dado lugar a hostilidad a través de la historia), hoy rechazada por el consenso general de los historiadores, tienden a caer en una visión casi decimonónica y positivista y en sesgos antiteístas, que los llevan a hacer una evaluación incorrecta de temas históricos y la defensa de muchos mitos debatibles o ya de plano rechazados en la disciplina real.
Un ejemplo veloz,
volviendo con el tema de la cacería de brujas. En El fin de la fe, Sam Harris comenta en una nota al pie que la cifra
estimada de 40.000-50.000 víctimas en Europa entre 1450-1750 “hace poco para mitigar el dolor y la
injusticia de ese período”. Comparto con Harris la inquietud de que tantas
personas hayan muerto por acusaciones sin fundamento, y aun si hubiesen sido
sólo siete víctimas, no dejaría de ser terrible. No obstante, cuando comparas
esa cifra con los “miles tras miles” o “millones” de ejecutados que otros
antiteístas atribuyen a tal período (como por ejemplo haría Victor Stenger,
otro autor del Nuevo Ateísmo, años después), surge la curiosidad sobre cómo se entienden
dichos números a nivel temporal, demográfico y jurídico de la época. Después de
todo, Harris no ofrece ningún otro contexto social y político sobre el tema,
más allá de “la fe religiosa perpetúa la
inhumanidad del hombre respecto al hombre”.
Si averiguas más para entender mejor los datos, descubres no sólo que la población de Europa en ese período se calcula entre 78 millones (siglo XVI) y 100-112 millones (siglo XVII), sino que además hubo una disparidad regional en los juicios y condenas entre los tribunales de la Inquisición, pues mientras Francia y las regiones del Sacro Imperio vieron miles de condenados, en Portugal no llegaron siquiera a diez en toda su historia. Nada de esto reduce su condición de víctimas, pero sí lleva a preguntarse: con cerca de cincuenta mil muertos a lo largo de tres siglos, dentro de una población de millones de personas, ¿de verdad era tan probable ser acusado y peor, condenado por brujería? ¿Parece esto un escenario cotidiano? Si la religión fue la principal fuente de tal barbarie, ¿por qué en algunas áreas hubo más persecución que en otras? ¿Por qué no se dio de modo más uniforme y común? ¿Hubo acaso otros factores políticos y locales que influyeran en estos juicios? ¿Qué criterios se utilizaban en los juicios? ¿Qué tanto peso, entonces, acaba teniendo en realidad la evolución del pensamiento religioso medieval y moderno en lo ocurrido?
Esto no descarta en
absoluto la religión como un factor en la cacería de brujas, pero es inevitable
obtener la impresión de que, al ignorar el contexto a tantos niveles, Harris no
parece haber hecho una evaluación crítica y objetiva del caso como supuesta
evidencia de “esa maldad que parece
ilimitada”. Hace preguntarse, pues, si mantiene el mismo criterio con las
otras evidencias que reúne a lo largo de su libro, y qué tan objetivo y
racional realmente es. Pero ya que El fin
de la fe no es el objeto de esta entrada, por ahora veamos cómo evaluar de
forma adecuada un suceso histórico usando de ejemplo uno muy conocido y aprovechado
en círculos escépticos y ateos.
El
caso de Galileo: cómo contextualizar un episodio histórico
Si hay un suceso histórico que para muchos enmarca el supuesto conflicto histórico entre el racionalismo científico y el pensamiento religioso, la “guerra de las ideas”, es sin duda el juicio a Galileo. El resumen estándar es más o menos lo siguiente: en el siglo XVII, los estudios del astrónomo y matemático italiano encontraron evidencias del sistema heliocéntrico propuesto décadas antes por Copérnico. Esto lo enfrentó a las bases aristotélicas del conocimiento en física que se tenía entonces, y le valió un choque con la Iglesia Católica, que declaró en 1615 que el heliocentrismo era contrario a las Sagradas Escrituras y por ello herético. Galileo defendió sus tesis en una publicación posterior, y fue llevado a un segundo juicio en 1633 ante la Inquisición, siendo obligado a retractarse, y pasando el resto de sus días en arresto domiciliario (contrario a lo que relató Carl Sagan en Cosmos, Galileo nunca estuvo en una celda, antes o después del juicio).
Esta compilación educada
es la noción que muchos tienen popularmente sobre el tema, incluso sin ser
escépticos. Otros divulgadores antiteístas tienen un conocimiento más detallado
sobre lo ocurrido, pero en esencia muchos siguen este mismo esquema sobre el
juicio, y se tiene como el caso más emblemático de la ciencia vs. la creencia.
Y algunos llegan incluso a tomar la declaración del Papa Juan Pablo II en 1992
sobre el juicio como evidencia de que la Iglesia Católica no reconoció la
validez del modelo copernicano durante 350 años.
Ahora, ¿ocurrió tal y
como se describe aquí? ¿Tenemos en la cultura popular una comprensión adecuada
de las circunstancias y hechos que rodearon el juicio de Galileo? Más
importante aún, y viendo que un referente del escepticismo y la divulgación
científica como Sagan se equivocó en principio en un detalle de rigor como la
posibilidad de cárcel, ¿lo comprenden bien los divulgadores?
Bien, contextualicemos el escenario, y para ello debo partir por una cuestión a menudo ignorada: la Iglesia Católica no persiguió a Copérnico, ni este retrasó la publicación de su obra, Sobre las revoluciones de las esferas celestes, por temor a la Inquisición. De hecho, el astrónomo polaco hizo públicas sus ideas entre colegas y eruditos cercanos, y su teoría llegó a oídos del papa Clemente VII y algunos cardenales en Roma con interés, recibiendo incluso un espaldarazo de apoyo por parte del arzobispo de Capua. La razón por la que no publicó sus tesis sobre el modelo heliocéntrico del sistema solar hasta 1543, año de su muerte, es porque si bien confiaba en la solidez matemática de su teoría, estaba consciente de que una audiencia más amplia en otros campos podría plantear serias objeciones filosóficas y científicas, como en efecto ocurrió.
Por otro lado, el modelo geocéntrico ptolemaico no había permanecido exento de ajustes y críticas desde su formulación en el siglo II. Los árabes contribuyeron a algunos retoques y afinamientos durante la Edad de Oro del islam (siglos VIII-XIII), el filósofo Nicolás de Oresme planteó la posibilidad de que la Tierra no fuese estática, sino que rotase diariamente (aunque por dificultades de modelo se queda con la visión aristotélica), y en general los filósofos naturales (lo que entenderíamos como los “científicos” de entonces) reconocían desde siglos antes a Copérnico que era posible que surgiera un modelo con mejor precisión matemática y reemplazara a Claudio Ptolomeo. Más difícil era que una teoría alternativa pudiese complementar tanto con las Escrituras como lo hacían los sistemas basados en la física de Aristóteles.
Sigamos. Cuando Galileo
Galilei desarrolló en 1609 un telescopio, logró realizar observaciones
astronómicas de diferentes cuerpos celestiales, como las lunas de Júpiter y
fases en Venus; es decir, que este planeta tenía períodos de luz y oscuridad, a
pesar de que según el modelo geocéntrico se encontraba junto al Sol en el cielo
y debía girar alrededor de la Tierra. Esto le sugería que estaba orbitando
alrededor del Sol y no de nuestro planeta, similar a lo que proponía Copérnico.
Aunque esto al principio fue recibido con escepticismo por astrónomos jesuitas
y filósofos naturales, la fabricación de otros telescopios con potencia similar
al de Galileo permitió corroborar varios de sus hallazgos.
No obstante, los eruditos de la época no estaban enteramente convencidos, en parte porque las observaciones de Galileo no lograban resolver las objeciones filosóficas planteadas en torno al modelo copernicano. Además, el sistema ticoniano o geoheliocéntrico propuesto por el astrónomo danés Tycho Brahe (el de la nariz de metal) combinaba la física aristotélica del modelo ptolemaico con la precisión matemática de Copérnico, así que incluso los que reconocían los hallazgos de Galileo no encontraban razón para dejar el geocentrismo. Finalmente, el astrónomo tenía como problema que en aquel momento la Iglesia Católica se enfrentaba a la Reforma protestante, y para reforzar su posición, el Concilio de Trento de 1546 había decretado que la interpretación de la Biblia en asuntos de fe y moral estaba limitada a obispos y consejos de la Iglesia, por lo que debía tener cuidado al hablar sobre el modelo heliocéntrico y su correspondencia con las Escrituras.
Con todo, Galileo
reconocía en algunas cartas privadas que, si bien entendía las críticas
filosóficas naturales al modelo copernicano, en caso de probarse que era
verídico podían encontrarse formas de reconciliar lo observado con las
Escrituras –destacar que Galileo era por supuesto un creyente, aunque no tan
devoto como otros filósofos de la época-, sin que esto fuese una violación al
Concilio de su parte, pues se trataba de un tema concerniente al “Libro de la
Naturaleza” (es decir, el mundo material evaluado por filósofos naturales) y no
al “Libro de Dios” (la Biblia y la tradición eclesiástica y patrística) en sí,
de acuerdo con el principio medieval de los Dos Libros. De hecho, un sacerdote
carmelita llamado Paolo Foscarini publicó en 1615 una obra corta en la cual
presentaba argumentos teológicos similares a los expresados por Galileo en una
carta privada, reconociendo al mismo tiempo que el modelo heliocéntrico aún no
estaba comprobado.
La Iglesia, por otra
parte, no lo veía de ese modo. Tras ser denunciado ante la Inquisición al poco
tiempo de publicar su trabajo, Foscarini respondió a una crítica del Santo
Oficio con una defensa bien articulada con sus argumentos teológicos,
asegurando que el heliocentrismo no caía dentro de la formulación tridentina de
“asuntos de fe y moral”. Pero recibió una respuesta en abril de 1615 de parte
del cardenal Roberto Bellarmino, líder de la Inquisición en Roma y uno de los
teólogos más importantes de la época. En la carta dirigida a Foscarini,
Bellarmino le sugiere tanto a este como a Galileo que, dado que el
consentimiento unánime en la exégesis de los Santos Padres iba hacia un modelo
geocéntrico, el modelo de Copérnico sí caía dentro de la fórmula de Trento, y
sin una evidencia clara era peligroso interpretarlo como si fuese físicamente
real, por lo que les advierte tratarlo como un mero ejercicio hipotético. Por
otro lado, el cardenal agregó lo siguiente:
“Digo que, si hubiese una verdadera demostración de que el sol está en el centro del mundo y la tierra en el tercer cielo, y que el sol no gira alrededor de la tierra, sino que la tierra circula al sol, entonces uno debería proceder con mucho cuidado al explicar las Escrituras que parecen contrarias, y más bien decir que no las entendemos, en vez de que lo que se ha demostrado es falso. Pero no creeré que haya tal demostración, hasta que se me haya mostrado. Ni es lo mismo demostrar que al suponer que el sol se encuentra en el centro y la tierra en el cielo uno puede guardar las apariencias, y demostrar que en verdad el sol está en el centro y la tierra en el cielo; pues creo que la primera demostración podría estar disponible, pero tengo grandes dudas sobre la segunda, y en caso de duda uno no debe abandonar las Santas Escrituras tal como fueron interpretadas por los Santos Padres.”
Así que, contrario a lo
que se podría pensar, Bellarmino no
excluía por completo la posibilidad de que el heliocentrismo fuese un modelo
real, pero sí consideró que no le correspondía a Galileo o Foscarini
presentar sus ideas bajo el condicional de que sí lo fuese; y aunque al
astrónomo le molestaba la vaguedad de su interpretación sobre “fe y moral”, se
adhirió a ella, si bien convencido de que podía demostrar sus conjeturas. Fue
llamado a finales de 1615 a Roma, y a pesar de sus diligencias con varios altos
miembros de la Iglesia, en febrero del año siguiente una comisión de
consultantes reportó ante la Inquisición que la idea del Sol como centro del
universo y la Tierra en movimiento eran absurdas en filosofía, y “formalmente
heréticas” -es decir, que el heliocentrismo fallaba a nivel de forma/sustancia,
pero sin ser por completo una herejía-. Por consiguiente, Bellarmino ordenó a
Galileo en audiencia que se abstuviera de enseñar o defender a favor del modelo copernicano (tener en
cuenta el “a favor”, será importante en un rato).
En 1623 fue elegido como Papa Urbano VIII, quien como el cardenal Maffeo Barberini había sido bastante cercano a Galileo. El astrónomo viajó en 1624 a Roma para reunirse con su colega, y después de varios encuentros, Urbano le dio permiso a Galileo de escribir nuevamente sobre el heliocentrismo, siempre y cuando fuese hablando del tema como una hipótesis de uso instrumental y no como hecho científico. El astrónomo aceptó, y así, tras un complicado proceso de aprobación (en el cual todo indica que el manuscrito no fue apropiadamente revisado), se publicó Diálogo sobre los dos máximos sistemas del mundo en febrero de 1632.
Antes de pensar en que
esto fue sólo por “amiguismo” (aunque Urbano VIII sí fue bastante nepotista),
volvamos al contexto histórico del choque de la Iglesia Católica en autoridad
política y religiosa con la Reforma. En su campaña, los protestantes estaban
usando la decisión de 1616 sobre el heliocentrismo para dejar en ridículo a la
Iglesia, sugiriendo que los eruditos y teólogos habían rechazado el modelo
copernicano por ignorancia sobre el asunto. Por ello, una razón importante para
el permiso que Urbano le otorgó a Galileo de escribir el Diálogo, como le comentó el teólogo Niccolò Riccardi, encargado de
(no) revisar el manuscrito, era demostrar que la Iglesia comprendía bien los
argumentos filosóficos y la utilidad de la tesis de Copérnico a la hora de
tomar sus decisiones.
No obstante, Galileo interpretó de forma bastante libre la orden del Papa. Así, estructuró el Diálogo como una serie de discusiones entre tres personajes ficticios: uno esgrimiendo los argumentos del heliocentrismo, otro defendiendo la tesis geocéntrica, y un tercero arbitrando como figura neutral –ignorando además otras propuestas potenciales como el modelo de Kepler y el ya popular sistema ticoniano-. Si bien en forma y apariencia el documento no enseñaba ni defendía a favor de la tesis de Copérnico, la forma distinta en que los personajes plantean los argumentos deja claro para cualquier lector que, tácitamente, el autor estaba discutiendo a favor del heliocentrismo en un todo. Incluso, Galileo logró colar su propia teoría de las mareas –ya considerada errónea entonces, pero una de las principales bases de su postura heliocéntrica- en un intercambio cerca del final del libro, a pesar de la orden de Riccardi de evitar cualquier comentario al respecto en el título y prefacio del Diálogo, lo único que al parecer revisó a conciencia.
Por supuesto, Urbano enfureció al enterarse de lo que contenía realmente el libro autorizado, por lo cual ordenó detener su publicación y enviarlo a análisis bajo una comisión especial. Cuando a finales de 1632, encontraron en los archivos de la Inquisición dos registros de 1616 sobre el mandato expreso de no enseñar o defender el heliocentrismo, que Galileo había acordado obedecer y de lo cual no había hecho comentarios ni a Urbano ni a Riccardi, el anciano astrónomo fue llamado de nuevo a juicio al año siguiente, siendo interrogado sobre sus audiencias con Bellarmino y lo expresado en ellas, así como su violación de la orden en 1616. Tras una serie de interrogatorios, donde Galileo negó en principio haber recibido el mandato, y aseguraba que su Diálogo no violaba la advertencia del cardenal, fue declarado culpable de sospecha vehemente de herejía en junio de 1633, y obligado a retractarse por escrito de sus tesis. Todos los libros que abogaban a favor del heliocentrismo pasaron además al Índice de Libros Prohibidos de la Iglesia, incluyendo el trabajo de Copérnico, que sí era publicado con ediciones menores para que se entendiese su contenido como hipotético.
Una pequeña pausa. Por
mucho tiempo se creyó que Galileo había sido torturado y/o le enseñaron los
instrumentos de tortura para hacerlo renegar, pues la evidencia disponible
públicamente así lo sugería, y los documentos del proceso judicial no se
encontrarían sino hasta el siglo XIX. Con los registros en mano, los
historiadores coinciden en que probablemente no pasó un solo día de su juicio
en una celda, y aunque un par de documentos atestiguan que debía ser
interrogado “incluso con la amenaza de tortura”, de acuerdo con Maurice Finocchario,
autor de varios libros sobre el caso Galileo, se trataba más de un formalismo
legal que una amenaza real. La Inquisición en Roma rara vez recurría a métodos
de tortura; los cargos del caso no llegaban a la herejía formal; y bajo los
reglamentos ni ancianos ni enfermos podían ser interrogados así, lo que excluía
a Galileo dada su avanzada edad (69 años) y estado de salud (sufría de hernia y
una severa artritis). Además, en 1631 el astrónomo había recibido una tonsura
clerical, lo que también lo ponía en la lista de excepciones a interrogación
bajo tortura. Finalmente, era una figura aún respetada, y tenía amistades
políticas importantes en Roma, incluyendo a la poderosa familia Medici. En
resumen, es probable que ni el mismo Galileo creyese por un instante que podía
estar en riesgo de tortura.
Tras la retractación,
Galileo permanecería en arresto domiciliario los últimos años de su vida, hasta
fallecer en enero de 1642. Sería a finales de siglo, con las leyes de
movimiento planetario de Johannes Kepler y la física de Isaac Newton, que se
abandonó gradualmente el modelo geocéntrico. Ya en 1758, la Iglesia Católica
levantó la prohibición general de los libros a favor del heliocentrismo en su Índice, pero no permitiría la
publicación de las obras no editadas de Copérnico y Galileo hasta 1835.
Finalmente, en 1979, el Papa Juan Pablo II ordenó a la Comisión de Estudios
Interdisciplinarios del Vaticano que examinara el caso Galileo, dando lugar al
famoso mensaje público en 1992, donde reconoció que la Iglesia había errado en
su actitud hacia Galileo al creer que “nuestra
comprensión de la estructura física del mundo estaba, de algún modo, impuesta
por el sentido literal de las Sagradas Escrituras”. Así que, si bien el
reconocimiento público tardó más de tres siglos, la Iglesia Católica ya había
aceptado las posturas de Galilei mucho antes.
Como notarán por la
extensión de este apartado, la historia detrás del juicio a Galileo es
muchísimo más compleja y con más matices que el resumen de enciclopedia que
muchos tienen en la cabeza. Es muy probable que el lector promedio del blog no
tuviese idea de todo el contexto social y científico (o, mejor dicho,
naturalista) en torno a la discusión del modelo heliocéntrico. Yo mismo, de
hecho, desconocía hasta hace unos meses muchos de los detalles que estoy
exponiendo aquí.
Lo que quiero que entiendan con este ejemplo es que, tras desmenuzar no sólo los sucesos ocurridos sino situándolos dentro del escenario histórico en que ocurrió, con sus contextos adecuados, a menudo muchas de las historias que tenemos sobre el conflicto entre la ciencia y el pensamiento religioso son casi tan mitológicas como los doce trabajos de Heracles. Por supuesto no exime a los miembros de la Iglesia de muchas acciones terribles, y su persecución a otras doctrinas religiosas, pero como vemos aquí, el juicio a Galileo no fue realmente una injusticia a la razón: el mismo astrónomo estaba consciente de que no tenía evidencia para demostrar que el modelo heliocéntrico fuese verídico, y el consenso general de la ciencia disponible en ese momento histórico respaldaba un sistema que incluyese el geocentrismo. En otras palabras, la Iglesia tenía el “Libro de Dios” y el “Libro de la Naturaleza” de su lado, si bien hay que admitir que (parafraseando a un colega en Twitter) Galileo y otros ya estaban dando los primeros pasos en reescribir este último a nivel epistémico, lo que daría lugar a la Revolución Científica.
Llegados a este punto,
podríamos vernos tentados a decir “¡Pero con los años se demostró que la Tierra
no era el centro del Universo, ni siquiera del Sistema Solar! ¡La decisión de
la Iglesia fue una injusticia!”. Sí, eso es lo que podemos decir ahora, a casi 400 años del segundo
juicio a Galileo, porque contamos con los hallazgos de posteriores desarrollos
científicos en torno a la física y la astronomía, y por lo tanto podemos
aplicar una comprensión retrospectiva. Pero eso es actuar con presentismo. De
nuevo, a la luz del conocimiento filosófico natural que se tenía en el siglo
XVII, y además en un escenario donde la autoridad de la Iglesia se veía retada
por la Reforma protestante, la decisión tomada era la esperable, pues el
heliocentrismo no pasaba de ser una hipótesis sin evidencia. Aparte, las
bondades matemáticas del modelo copernicano ya se habían agregado al sistema
geocéntrico gracias a Brahe, y eso era suficiente para que la idea sobreviviese
hasta el trabajo de Kepler.
Pasa lo mismo con la
prohibición de los libros: la libertad de expresión o la libertad académica y
de trabajo científico también son derechos que se desarrollaron después.
Podemos discutir sobre el problema que representaba para los eruditos de la
época pre-liberal no contar con tales leyes; empero, condenar a las autoridades
por no adherirse a conceptos que para ellas no existían es ridículo. Nada de
esto es justificar los procesos de aquel momento, ni relativizar el valor de
los derechos humanos: es analizar los
sucesos del pasado bajo los contextos del pasado en que ocurrieron.
Conclusiones
Ha sido enteramente casual el escribir esta entrada justo en 2023, cuando se cumplirán 400 años del juicio en que se obligó a Galileo a retractarse de sus tesis heliocéntricas. Lo que no lo es tanto es que salga a pocos días del 17 de febrero, fecha en que se cumplen 423 años de la ejecución de Giordano Bruno, místico y teólogo italiano quemado en la hoguera por la Inquisición, y que es conmemorado por grupos escépticos y humanistas como un “mártir de la ciencia y el libre pensamiento”.
En realidad, como con
otros ejemplos descontextualizados de historia, todo indica que Bruno fue
condenado principalmente por cuestiones religiosas como rechazar la
transubstanciación y el embarazo virginal de María -algunos historiadores
argumentan que sus visiones cosmológicas sí pudieron ser parte de los cargos de
herejía, pero no se conoce la lista real-, y estaba muy alejado de la filosofía
natural de su época, pues rechazaba las matemáticas y encontraba limitado el
empirismo, prefiriendo confiar en una especie de razonamiento lógico-simbólico
más cercano a un hermetismo precientífico. De hecho, su teoría del pluralismo
cósmico y su acercamiento al heliocentrismo descansaban en fundamentos metafísicos, no naturalistas. Considerarlo científico aún bajo los estándares de la
época es exagerado, y aunque tendría más peso llamarlo un mártir de la libertad
de expresión y pensamiento, para eso debemos caer de nuevo en el problema
presentista de que tal derecho era inexistente entonces.
¿Debemos acaso renunciar
a elevar críticas sobre procesos históricos atroces como la Conquista de
América, la persecución religiosa durante el shogunato Tokugawa en Japón, el
saqueo de 1204 a Constantinopla o la Violencia de los años cincuenta en
Colombia? No, por supuesto que no. Eso sí sería relativizar lo ocurrido. Pero
que lo discutido aquí sirva para que a futuro no sólo tengamos presente todo el
contexto sociocultural, económico, político y sí, religioso del momento, sino
también estar consciente de que nuestras propias posturas podrían llevarnos a
sesgos, así que es importante procurar minimizarlas en la medida de lo posible.
Ninguno está exento de fallar en este proceso racional, pero las herramientas
para que pase cada vez menos están disponibles.
Fuentes
para consultar:
-Nathan Johnstone. 2018. The New Atheism, Myth and History: The Black Legends of Contemporary
Anti-Religion. Palgrave Macmillan.
-Ronald L. Numbers. 2009. Galileo Goes to Jail and Other Myths About Science and Religion. Harvard
University Press.
-El
blog History
for Atheists, del historiador Tim O’Neill, quien se ha
enfocado por años en desmentir muchos de los mitos y falacias promulgados desde
el antiteísmo sobre la historia y la relación entre ciencia y religión. En
particular, las entradas “How History
is Done” y “Cosmic
Skeptic Bungles Galileo” sirvieron como material para la construcción de
esta entrada.
-“Introduction to Historical Method: Practicing the
Historical Method”,
del blog Spinning Clio.
-Objectivity and evaluation,
entrada en el tema “Filosofía de la historia”, de Encyclopedia Britannica.
Comentarios
Publicar un comentario