Falsas equivalencias, falsos balances y el papel de los medios

 

Introducción

El pasado 7 de junio, hace casi un mes, un adolescente contratado como sicario le disparó tres veces al precandidato presidencial colombiano Miguel Uribe Turbay en medio de un acto político. En estos momentos, el pronóstico del político sigue siendo crítico y ha sido sometido a unas seis intervenciones quirúrgicas neurológicas, mientras que la investigación sobre el intento de magnicidio apunta a una estructura criminal importante.

Por supuesto, desde que ocurrió el atentado, diversas voces desde la derecha han señalado al presidente colombiano, Gustavo Petro, de algún nivel de responsabilidad en el atentado al senador. Si no lo hacen directamente la mente maestra detrás del ataque, lo señalan porque los ataques y señalamientos que desde su gobierno se hacen a políticos conservadores han contribuido al clima de polarización, y de alguna forma contribuyó al atentado, a pesar de que ya está evidenciado que el joven responsable no actuó por cuenta propia. Varios han hecho un llamamiento a desescalar el lenguaje y evitar descalificaciones agresivas, aunque a la hora de la verdad muy pocos lo han hecho.

Siento que tengo una deuda con mi país por no comentar mucho sobre la política interna en estos últimos años, pero no es exactamente de eso de lo que quiero hablar, o no al menos como algunos lo esperan. Quiero enfocarme en la forma en cómo se maneja este mensaje, como dando a entender que derecha e izquierda pueden llegar a ser moralmente equivalentes o igual de peligrosas. Y quiero destacar sobre todo el papel que tienen los medios cuando, bajo pretensiones de neutralidad e imparcialidad, llevan a menudo a trazar estas falsas equivalencias.

Unas aclaraciones previas, porque me lo veo venir. No estoy sugiriendo que una postura de centro sea algo intrínsecamente malo o erróneo. No me interesa hacer juicios de valor acerca de las posturas políticas de quienes se identifican allí. Mi interés más bien es cuestionar una falla importante presente en algunos medios –y también en muchas personas- al evaluar expresiones y comportamientos agresivos por fuera de los contextos históricos y políticos, en un afán por presentar una imagen imparcial, con lo cual terminan generando desinformación y contribuyendo directa o indirectamente a la polarización y radicalización que dicen combatir.

La falacia del punto medio

Para introducirnos bien en los ejemplos que mencionaré sobre los problemas de este enfoque, tenemos que hablar de la falacia del justo medio, también conocida como falacia del punto medio o falacia de equidistancia, un error lógico en el cual se tienen dos posiciones extremas que parecen irresolubles, por lo que se asume que una postura intermedia es la opción más lógica o correcta, pero sin una consideración adecuada de los argumentos o validez de esta, o incluso de las posturas equidistantes. Entonces, esta falacia nace cuando se consideran que todas las opciones en un dilema son equivalentes, o que todas las posturas ideológicas son igualmente válidas.

Maik Civeira, de Ego Sum Qui Sum, nos propone un ejemplo para comprender bien las raíces de esta falacia. Imaginemos dos personas: una propone someter a las personas negras incluso a través de la violencia porque las considera inferiores por palabra de Dios, y otra propone defenderlas incluso con violencia porque somos iguales ante Dios. Podemos decir que ambas posturas son igualmente violentas (ambas consideran justificable la violencia en pos de sus objetivos), e incluso que son igualmente irracionales (pues ambas se basan en dogmas religiosos), y podemos rechazar tanto su violencia como su irracionalidad. Pero no son posturas moralmente equivalentes (una favorece la opresión de un sector de la población, otra propone la igualdad) ni son igualmente peligrosas (una propone el uso de violencia como mecanismo de opresión, otra la propone en defensa ante los opresores). O sea, no podemos decir que se trate de posturas igualmente válidas.

Lo que tenemos aquí, entonces, es una falsa equivalencia entre las posturas, y si se obliga a escoger a una persona entre una u otra, puede evolucionar a un falso dilema. Sin duda podemos reconocer la igualdad de todas las personas sin abogar por el uso de la violencia, y para muchas personas eso sería más ecuánime como posición. Sin embargo, no podríamos decir que es un punto medio, o al menos no uno que se encuentre literalmente en la posición intermedia, pues sigue inclinándose hacia un extremo: el de la igualdad y el rechazo al racismo. Y esto es precisamente porque los extremos mencionados (racismo y antirracismo) no son realmente equivalentes. Así, la posición sensata no siempre se ubica exactamente en el centro.

Otro ejemplo, por parte de La Falacia del Día. Durante la pandemia de COVID-19 se hizo mucho hincapié en que eran necesarios altos porcentajes de vacunación en la población para alcanzar una inmunidad de rebaño, pero hubo muchas personas que rechazaron vacunarse o que proponían “tratamientos alternativos” que iban desde lo inútil hasta lo peligroso. Imaginen si aparece una persona que de repente propone una solución intermedia: dejar que sólo se vacunen algunos, y que otras personas sean libres de no vacunarse y/o buscar esos “tratamientos alternativos”. Pero si se quiere alcanzar la inmunidad de rebaño, entonces es una propuesta que acaba siendo tan dañina y peligrosa como rechazar del todo la vacunación. Esto es porque tenemos posturas que no son ni moralmente equivalentes ni igualmente peligrosas, y mucho menos igualmente irracionales, puesto que al final del día la evidencia descarta por completo la postura negacionista o “alternativa”. En este caso, una postura intermedia que intente conciliar entre ambas termina sin proponérselo inclinándose hacia el extremo más nocivo.

De hecho ya hablé de otro ejemplo de cómo trazar falsas equivalencias puede tener resultados nocivos, cuando describí cómo buena parte del movimiento anti-woke terminó replicando discursos de la derecha reaccionaria y acomodaron el escenario para el regreso de Donald Trump, proponiendo que los movimientos por la justicia social eran moralmente equivalentes e incluso igualmente peligrosos a la alt-right. Peor aún, pues a pesar de su declarada posición balanceada, sus críticas se inclinaban en su mayoría hacia los excesos y temores con la izquierda woke. No sorprendió demasiado que, una vez que Trump recrudeció sus ataques a la autonomía universitaria y la academia, algunos de ellos manifestaran haberse equivocado en su enfoque.

¿Estoy diciendo acaso que no se pueden hacer críticas a la justicia social, o que los centristas se basan siempre en argumentos sin sentido, como me espetaron cuando hablé de la decadencia del movimiento anti-woke? Para nada: las críticas son siempre importantes, y no es como que los movimientos pro justicia social sean vacas sagradas que actúen perfecto. Pero cuando se toman casos aislados y se magnifica de forma exagerada su alcance y frecuencia real, y se terminan empleando argumentos que son cercanos a la derecha radical en solidez y sentido, como ha pasado varias veces entre figuras intelectuales críticas del wokismo, entonces contribuyes a confundir al espectador y presentar una imagen desbalanceada del escenario actual, lo que en últimas termina contribuyendo a los problemas que se dicen combatir.

Y es el problema en que caen muchas veces los medios. Ya sea por sesgos o inclinaciones políticas de su línea editorial, por la búsqueda de un supuesto punto medio entre posturas, o porque “hay que escuchar a todas las voces”, no es extraño que algunos medios terminen presentando posturas distantes como si fuesen iguales a nivel racional y moral, con lo que su supuesto balance termina en realidad desbalanceándolo al darle a posiciones debatibles o de plano ya desmentidas y rechazadas un aire de respetabilidad.

No podemos ser simplemente complacientes con discursos defectuosos por la idea equivocada de que todas las voces tienen igual peso, independiente de sus argumentos, o que debemos siempre entrar a debate incluso con ideas que han sido refutadas una y otra vez. Eso es simplemente generar un falso balance, uno que no contribuye ni al público a informarse ni al medio a mantener su calidad y reputación. Es importante, pues, señalar estos problemas e inconsistencias en los medios de información.

Sobre la violencia en Colombia

En medio de los llamados a desescalar el lenguaje, hace unos días Noticias Caracol sacó un informe periodístico advirtiendo sobre las consecuencias del discurso político incendiario y la polarización, a través de un poco de contexto histórico del Bogotazo, la Violencia y el paramilitarismo. Pero el informe empieza con una frase que hace levantar la ceja: “La fuerza de las palabras pesa tanto como la carga de los fusibles”.

Por supuesto, el informe resultó siendo uno bastante pobre, que parte desde la premisa de que los discursos políticos son tan responsables de la violencia como las propias armas. Algo en sí mismo debatible, pero Noticias Caracol parece confundir crítica política y discurso de odio, presentando citas de Laureano Gómez y otros políticos conservadores de la época frente a citas de Jorge Eliécer Gaitán. Por supuesto que la responsabilidad y el cuidado en las palabras son algo necesario y deseable en el discurso político, sobre todo cuando viene de aquellos que se encuentran en el poder, sea en el ejecutivo, el legislativo o el judicial. No obstante, equiparar a los criminales con los críticos, y confundir críticas con estigmatización ciertamente no aporta a esa idea de responsabilidad y cuidado. Como comentó el politólogo Francisco Gutiérrez Sanín en una reciente columna en El Espectador, deslegitimar el debate democrático no es el mensaje que necesita Colombia ahora mismo.

No es que la comparación entre citas la hagan particularmente bien. Decir que el lenguaje de Gaitán no llegaba a tener tintes agresivos sería faltar a la verdad, pero poner frases como “¡odiamos a estas oligarquías!” o “¡a las calles permanentemente!” junto a discursos conservadores que directamente equiparaban a los liberales con bandoleros o consideraban la paz alcanzable sólo con la desaparición del Partido Liberal es poner una falsa equivalencia, pues son agresivas todas, pero no son igualmente peligrosas, y difícilmente equivalentes morales. Y por la forma en que enmarcan el informe, uno no puede dejar de llevarse la impresión de que sugieren que Jorge Eliécer Gaitán fue responsable en parte por su propio homicidio, lo que dejaría unas implicaciones nefastas para el caso de Uribe Turbay, que tampoco ha sido mesurado ni cuidadoso en sus discursos políticos.

Y para su intento de ofrecer un contexto histórico de la violencia política en Colombia, también fallan notablemente en esto. Primero, evitan mencionar que durante la Violencia, parte de dicha violencia vino por parte de milicias paramilitares conservadoras como los Chulavitas y los Pájaros que, amparadas por miembros de los gobiernos de Mariano Ospina Pérez y Laureano Gómez, persiguieron y asesinaron no sólo a insurgentes liberales, sino también a sospechosos comunistas y ateos. Y si bien señalan que los grupos paramilitares de los años 80 y 90 surgieron como respuesta a las guerrillas de izquierda, y fueron directamente ejecutores de miles de miembros del partido Unión Patriótica, tampoco comentan que muchos de sus crímenes fueron en alianza con miembros del Ejército.

Y no es que esté pretendiendo que guerrillas sean mejores que los paramilitares. Creo –y espero- que la gran mayoría en Colombia podemos entender que son grupos igualmente violentos, a estas alturas históricas se encuentran al mismo nivel moral, y hasta cierto nivel son igualmente peligrosos. Pero es necesario tener en cuenta que un agravante importante de la violencia paramilitar –de ahí el “hasta cierto nivel”- es el vínculo de estos grupos con agentes del Estado, figuras políticas locales, terratenientes, e incluso empresas multinacionales, con lo que sus víctimas no fueron sólo guerrilleros o adversarios políticos, sino también civiles con cualquier opinión que se considerase de izquierda, o incluso alguien con un terreno que fuese de interés para un tercero, por lo que las fuerzas armadas y líderes políticos que en teoría debían protegerte podían también quitarte la vida. La violencia en nuestro país no se puede entender ni contextualizar sin abordar el aparato estatal y privado que en muchas ocasiones la promovió, participó y se benefició de ella.

Es irónico, por cierto, que Noticias Caracol intente ofrecer un contexto político que el propio noticiero no ejerció durante una entrevista realizada al exsenador Humberto de la Calle, hace casi un mes, en la cual el político declaró: “En los 90’s sabíamos que era un fenómeno delincuencial. Hoy no sabemos. Lo que sí sabemos es que hay un propósito político. Lo del pasado era delincuencia, pero lo de ahora es política”. Esto, por supuesto, es revictimizante, pues desconoce también el papel del Estado en crímenes de lesa humanidad durante el período mencionado, pretendiendo que la violencia de la época era sobre todo delincuencia común o violencia del narcotráfico. Y los periodistas que lo entrevistaron no cuestionan en ningún comento las afirmaciones de De la Calle.

De hecho, la principal crítica de Gutiérrez Sanín, quien escribió su columna decepcionado por el enfoque del informe de Caracol para el cual él mismo había sido entrevistado, es que el propio noticiero rara vez ha estado a la altura de su llamado a la responsabilidad cuando publicaba las frases estigmatizantes del gobierno de Uribe en la época que se conocieron los primeros falsos positivos, o con el cubrimiento que le dieron al estallido social de 2021, cuando cientos de civiles fueron brutalmente reprimidos por las fuerzas antidisturbios. Ellos mismos han contribuido durante años al clima de polarización y discursos agresivos en el clima político colombiano que ahora dicen pretender combatir. Y no parecen especialmente interesados en un poco de reflexión y autocrítica.

El falso balance del New York Times

Si se fijan, los ejemplos que fui mencionando de Noticias Caracol se centran sobre todo en falsas equivalencias construidas por el noticiero. Pasemos ahora a un ejemplo que puede ser tan o más dañino incluso: el falso balance, la idea de que haces buen periodismo cuando das espacio a todas las voces, como si todas mereciesen ser escuchadas o tuviesen el mismo peso y evidencia. Y para hablar de esto tenemos que irnos con un periódico que ha decaído de forma impresionante en tiempos recientes, al punto que el chiste de Los Simpson sobre distinguir cual es el bueno entre este y el New York Post ya no aplica: el New York Times.

Probablemente el periódico más importante de los Estados Unidos, leído en decenas de otros países, el NYT es una fuente frecuente de consulta para millones de lectores. Con una responsabilidad tan grande, pensarías que el periódico es bastante cuidadoso con la forma en que cubre temas del momento. Sin embargo, el NYT tampoco ha estado a la altura en tiempos recientes, tanto por la verificación de sus historias como por las fuentes que presenta y la línea editorial que decide tomar. Esto lo podemos ejemplificar a través de tres escenarios concretos.

El primero es, por supuesto, la invasión y genocidio por parte de Israel en la franja de Gaza. Aquí se trata menos de falso balance, pero en todo caso el NYT ha sido acusado por tener un sesgo proisraelí en el cubrimiento de las noticias acerca del conflicto desde el atentado del 7 de octubre. De hecho, una investigación de The Intercept reveló que en un memorando interno de noviembre de 2023, poco después de la masacre de Hamas, los periodistas recibieron la instrucción de limitar el uso de los términos “genocidio” y “limpieza étnica” –a pesar de que para ese momento ya era claro que la población civil palestina era un objetivo del IDF-, que evitaran por completo referirse a Palestina como territorio ocupado o hablar de campamentos de refugiados. Ni siquiera podían usar el nombre Palestina más que en casos excepcionales.

Otra crítica fuerte que recibió el NYT vino por una investigación publicada en diciembre del año mencionado, que recogía testimonios de abuso sexual perpetrado por militantes de Hamas durante los ataques de octubre. Las acusaciones de abuso sexual durante el atentado han tenido notoriedad, y aunque existe cierta evidencia creíble de que hubo violencia sexual, estuvo muy lejos de ser el escenario masivo y sistemático que denunciaban las autoridades israelíes, pero la verificación de los testimonios y acusaciones ha sido complicada, en parte por la obstrucción del gobierno. En todo caso, el periódico fue cuestionado por tener poca corroboración, falta de evidencia forense, basarse sobre todo en testigos visuales en lugar de testimonios de víctimas, y por confiar en una cineasta sin experiencia en periodismo para su investigación, de modo que surgieron críticas por parte de otros medios periodísticos, e incluso de familias que discreparon con la información presentada. El periódico defendió la publicación, pero una investigación interna encontró que el material periodístico se manejó de forma inapropiada, aunque no arrojó conclusiones sólidas.

Pasemos al segundo escenario, y aquí ya hay más elementos de un falso balance y falsa equivalencia: las personas transgénero y la terapia afirmativa en menores de edad. Si han seguido este blog desde hace un tiempo, entonces saben que el NYT ha manifestado un importante sesgo trans-escéptico –y en ocasiones trans-antagónico- en el cubrimiento de una discusión con alcances políticos y médicos importantes, con deshonrosos ejemplos como las “columnas de opinión” pobremente informadas de Pamela Paul, o la investigación de Azeen Ghorayshi acerca del infame testimonio de Jamie Reed, desmentido por una investigación interna del centro pediátrico donde trabajaba. En contraste, muy pocos periodistas trans han participado en el periódico, y pocas veces se consulta directamente a pacientes y familias en sus historias. Y esto no es poca cosa: estos son artículos e investigaciones que se han citado en procesos judiciales y proyectos anti-trans a lo largo de Estados Unidos. Tienen consecuencias tangibles.

Dos situaciones recientes ilustran la superficialidad del balance que intenta presentar el NYT. La primera fue el lanzamiento de un podcast dirigido por Ghorayshi, dedicado a la historia de la terapia afirmativa de género en jóvenes, enfocado en que tiene que haber un problema con su aplicación –aunque no especifican nunca qué, o por qué, ni presentan evidencia de los supuestos riesgos-, y en todas las entrevistas que recopila, sólo los dos primeros episodios contienen personas trans de Países Bajos –una de las cuales asegura que los jóvenes trans de hoy son una moda-, no de Estados Unidos, y muy poco interactúa con pacientes jóvenes o incluso con sus familias. Es evidente el sesgo negativo que manifiesta el podcast hacia la terapia afirmativa, y aunque es cierto que la mala experiencia de familias entrevistadas por Ghorayshi para su investigación sobre Jamie Reed hizo que muchas otras rechazaran trabajar con ella, el podcast pierde la oportunidad de hablar a profundidad sobre efectos positivos de la terapia, críticas a los tiempos de investigación de los casos clínicos, o incluso sobre la destransición, uno de los mayores miedos facturados en medio de este tema.

La segunda situación viene con la reciente decisión de la Corte Suprema en el caso Skrmetti, la cual validó la prohibición de la terapia afirmativa bajo la idea de que no representa discriminación, una decisión cuestionada por su argumentación legal y porque su ambigüedad abre la puerta a que se prohíban tratamientos mucho más generales y aceptados pero políticamente retados, como la vacunación, siempre que se manifieste incertidumbre científica a pesar de su comprobada efectividad. En menos de un día, el NYT –el cual fue citado siete veces en la decisión de la Corte- publicó al menos seis artículos enfocados en criticar al activismo trans o citar informes europeos específicos para validar la restricción de la terapia afirmativa, sin ofrecer el contexto de que otros países de Europa han publicado informes respaldando la evidencia y logros de la terapia, o cuestionando otros informes negativos como el criticado Informe Cass del Reino Unido. Y después de todo eso, hace unos pocos días, publicaron tímidamente una columna de opinión sobre una línea de atención suicida para jóvenes trans, donde comentan el problema de las narrativas de derecha contra la población transgénero. Como si el propio periódico no replicara sus discursos en ataques disfrazados de columnas de opinión o investigaciones mal armadas que han sido usadas en decisiones judiciales. Ese es todo el balance que pueden ofrecer sobre el tema.

El tercer escenario es especialmente vergonzoso, porque no sólo raya en el amarillismo, sino que además emplearon una fuente cuestionable y la caracterizaron como algo serio. Resulta que el NYT publicó un artículo en donde revelaban que Zohran Mamdani, candidato demócrata a la alcaldía de Nueva York que obtuvo una importante victoria en las recientes primarias, aplicó para la Universidad de Columbia identificándose como afroamericano y asiático en la casilla de raza/etnia, a pesar de tratarse de un extranjero de origen indio. Al parecer esto sería un escándalo importante y evidencia que pone en duda la honestidad del candidato de tendencia socialdemócrata… si no fuese porque el propio Mamdani lo explicó al ser entrevistado: tenía 17, y como un nacido en Uganda de padres indios, sintió que el formato no le permitía representar esa complejidad identitaria, por lo que marcó las casillas que le parecían que se acercaban mejor a su experiencia. ¡Y ni siquiera fue aceptado en Columbia! No niego que puede ser una historia interesante para muchas personas, pero ¿por qué esto tendría que ser un escándalo?

Pero la cosa empeora. Resulta que la información inicial no sólo fue hackeada de los registros de Columbia, sino que la fuente que la entregó fue una cuenta de Twitter/X bajo el seudónimo Crémieux, la cual fue caracterizada en el artículo como “un académico que se opone a la acción afirmativa y escribe con frecuencia acerca del CI y la raza”. Resulta que esta es una cuenta que se dedica concretamente a promover discursos racistas y eugenistas, y defienden que el CI de las poblaciones negras es inferior al promedio, tal como aseguraba el racista científico Richard Lynn –sobre los problemas con esos discursos, leer aquí y sobre todo aquí-. Hace unos meses, The Guardian reveló que el hombre detrás de la cuenta es Jordan Lasker, de quién sólo se sabe que cursó un doctorado al parecer sin terminar en Texas, y cuya única publicación importante es un artículo sobre ancestría global y habilidad cognitiva, con fallos metodológicos y éticos tan graves que llevaron al despido del autor principal de la institución. No es un académico, no es sólo un “oponente a la acción afirmativa”, y no simplemente “escribe sobre CI y raza”: Lasker es un activo y desvergonzado racista científico y un supremacista blanco.

Hablando de diferencias raciales en el volumen cerebral en pleno 2025.

Cómo llegó semejante esperpento a ser fuente para el NYT es desconocido, aunque se sospecha que Benjamin Ryan, coautor del artículo y suscriptor del trabajo de Lasker en Substack –y reconocida voz anti-trans, por cierto- fue quien lo sugirió o acudió a él primero. En redes, el editor encargado del periódico, Patrick Healy, argumentó que en ocasiones sus fuentes trabajan con medios que no usarían para obtener información, comparando la situación con Wikileaks y Edward Snowden (haga el condenado favor), y sólo consideraron las críticas sobre acudir a un racista científico como “una retroalimentación justa”, ya que era más importante “ayudar a iluminar el pensamiento y trasfondo de un importante candidato a alcaldía”. Pero eso no es una justificación suficiente, por mucho que la información se pudiese corroborar posteriormente. Es decir, si tienes que acudir en primer lugar a un racista y supremacista, y encima citarlo y decorarlo con eufemismos porque sabes que de otro modo los lectores se te irían al cuello, sólo porque necesitas echar tierra sobre un candidato que ya es satanizado como comunista –y el periódico publicó una editorial recomendando no apoyar a Mamdani por su falta de experiencia y dudas sobre sus propuestas-, entonces haces un pésimo trabajo como periódico.

Lo más triste es que, de acuerdo con el portal Semafor, parece que el periódico apuró la publicación de un artículo como este porque tuvieron miedo de que se les adelantara Christopher Rufo, un activista conservador que se opone a la teoría crítica racial y la enseñanza de temas LGBTQ+ en clases, es un declarado seguidor de Donald Trump, y es infame por ser uno de los promotores del engaño de que los haitianos en Springfield, Ohio, estaban comiendo gatos mascota, así como parte de un ataque conservador organizado que llevó a la renuncia de Claudine Gay de la presidencia de la Universidad de Harvard. Un referente bastante extraño a considerar para acelerar un artículo con una crítica tan débil como que un candidato se equivocó en un formato de postulación a los 17, y mucho peor si tienes que acudir a una fuente con sesgos ideológicos e ideas extremistas para ello. Un reportero veterano excusó las acciones del NYT ante Semafor con el argumento de que la reacción y discusiones que esto ha generado valida su reportaje, como esa cita apócrifa del Quijote: “Si los perros ladran, Sancho, es señal que cabalgamos”.

Creo que con esos ejemplos, pueden entender por qué el New York Times ha ido perdiendo prestigio en años recientes. El extraño giro que ha ido teniendo en cubrimientos y notas hacia puntos de la extrema derecha no pasa desapercibido, pero como algunos han señalado, el periódico ha tenido falencias muchas veces al contrastar información cuestionable, como esta reseña de 1994 al libro The Bell Curve, destrozado a nivel académico y científico incluso en su tiempo por sus afirmaciones pseudocientíficas y racistas. El NYT pretende muchas veces que ofrece un cubrimiento balanceado y objetivo, pero en el mejor de los casos es un periódico enfocado sobre todo a centristas reaccionarios, preocupados por el crecimiento de la extrema derecha, pero poco dispuestos a cambios radicales que ataquen los factores que la alimentan.

Conclusiones

No evalué qué tan preciso o cierto es ubicar un punto medio entre los escenarios que nos plantea el NYT. Dado que el IDF lleva más de un año masacrando civiles, en medio de un clima de radicalización del discurso político en Israel, tengo que decir que Hamas y el ejército israelí no son diferentes en violencia o peligro, y me arriesgaría a decir que el segundo llega a ser incluso más peligroso; no son equivalentes morales, pero tampoco podemos pretender que Hamas surgió simplemente por querer destruir a la población israelí, o que el IDF sólo está protegiendo la nación y actúan en legítima defensa, y muchísimo menos que la población palestina es Hamas.

En el caso de los ataques legales a la población transgénero, es más claro identificar que el punto medio es falso: los dos lados no son igualmente irracionales, pues uno tiene figuras con teorías debatibles como el constructivismo, pero se cuenta con evidencia científica y neurológica de su identidad, mientras que otro muchas veces ni les reconoce su existencia, y se fundamenta en pánico fabricado, hipótesis pseudocientíficas y evidencia inconsistente. Tampoco son moralmente equivalentes –las personas trans piden que se les reconozca su existencia y derechos, mientras que sus críticos rechazan su presencia en espacios públicos, y algunos los reducen a pervertidos o violadores-, ni son igualmente peligrosos –la terapia afirmativa ha mostrado ser rigurosa con sus evaluaciones y lleva altas tasas de conformidad y éxito, mientras que prohibirla o reemplazarla por alternativas insuficientes puede tener consecuencias de salud muy graves-.

Como señaló el periodista Michael Hobbes, un problema del periodismo contemporáneo es que se enfoca más en darle precedencia al debate que a otros valores en el periodismo, como los méritos de aquello que se está debatiendo (como en el caso de la historia de Mamdani). Esto hace que, en pos de un supuesto debate balanceado, se terminen creando falsas equivalencias en el peso argumentativo de distintos lados (como en el caso de los ataques a la población trans), desconociendo también contextos sociales e históricos (como en el caso de la violencia política en Colombia). El trabajo periodístico objetivo requiere también de responsabilidad e integridad intelectual, y eso involucra entender y corroborar las bases de lo que se argumenta y presenta, no sacrificando el compromiso de informar correctamente al público por una idea errónea de balance o imparcialidad, como han hecho Caracol y el New York Times.

Si los medios quieren hacer un trabajo serio hablando sobre la forma en que la polarización y los radicalismos han complicado el debate y el diálogo, y presentar un escenario objetivo de los temas que aborda, necesitan dejar de presionar balances que no existen e intentar ubicarse en un punto medio que pocas veces llega a encontrarse en un perfecto centro. Esto, por supuesto, implica también una necesaria autocrítica y reconocer el papel que ellos mismos han tenido muchas veces en confundir y desinformar a la opinión pública. Necesitan recuperar la confianza de la opinión pública, y para ello deben arriesgarse a salir de las falsas equivalencias, recordar que la información y la evidencia son más importantes que debatir sólo por el bien del debate mismo.

 

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